Pacto democrático y balazos

La oposición a los gobiernos kirchneristas corrió las fronteras de lo decible

 

El 26 de julio del 2002, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, dos jóvenes militantes de 22 y 21 años, fueron asesinados por la policía bonaerense durante una manifestación en el Puente Pueyrredón. Lo que luego se llamó la Masacre de Avellaneda fue la crónica de una muerte anunciada por los medios, que exigían mano dura contra los movimientos piqueteros y los cortes de calle. Lejos había quedado la copla “piquete y cacerola, la lucha es una sola”, que buscaba unificar el reclamo piquetero con el de los ahorristas damnificados por el corralito diseñado por el ministro de Economía de la Alianza, Domingo Cavallo, pocos días antes del estallido de diciembre de 2001.

En julio de 2002, esa unidad de intereses parecía un sueño lejano. Un sector de la clase media compartía el relato mediático que describía a los movimientos sociales como hordas violentas que acechaban del otro lado de la avenida General Paz. Kosteki y Santillán fueron víctimas de una cacería lanzada por la maldita policía bonaerense, que luego levantó las evidencias, corrió los cuerpos e intentó instalar una versión oficial falsa: que los jóvenes piqueteros habían sido víctimas de una pelea entre organizaciones.

La tapa de Clarín del día siguiente buscó atenuar las responsabilidades políticas: “La crisis causó dos nuevas muertes”. El relato editorial fue sin embargo desmentido por el trabajo notable de dos fotógrafos, Sergio Kowalewski y Pepe Mateos, quienes mostraron toda la secuencia de la cacería y explicitaron el encubrimiento: el comisario responsable del operativo, Alfredo Fanchiotti y el cabo Alejandro Acosta habían ejecutado por la espalda a Santillán, que trataba de asistir a Kosteki.

La publicación de las fotos estremeció a la opinión pública y provocó un enorme rechazo social. La clase media que exigía mano dura contra los cortes de ruta no pudo metabolizar las consecuencias fatales de esa prédica. El cimbronazo llegó al gobierno nacional y el senador Eduardo Duhalde decidió adelantar las elecciones. La manera de encarar el reclamo social cambió a partir de ese momento y explica la política de no represión al reclamo social y prohibición para las fuerzas de seguridad de portar armas de fuego en las manifestaciones públicas, desplegada por los gobiernos kirchneristas.

La llegada de Mauricio Macri al poder en diciembre del 2015 cambió esa visión. El paradigma del enemigo interior que acecha a la vuelta de la esquina volvió a teñir las políticas de Seguridad. Muchos fueron los episodios que reflejaron ese nuevo paradigma. En 2017, Nicolás Lucero fue detenido y encarcelado por escribir un tuit contra Mauricio Macri, que retomaba una conocida canción de cancha (“Macri te vamos a matar, no te va a salvar ni la Federal”). Patricia Bullrich, la Ministra Pum Pum, lo denunció por “intimidación” al entonces Presidente.

Los hermanos Axel Ezequiel Abraham Salomón y Kevin Gamal Abraham Salomón fueron detenidos a partir de una denuncia anónima que acusaba a este último de viajar “varias veces por año al Líbano a entrenar” y pertenecer a la organización chií libanesa Hezbolá.

Destino similar padecieron los chilenos Gabriela Medrano Viteri y Felipe Zegers, quienes vinieron a la Argentina a participar de una actividad en el marco del VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE). En un operativo conjunto de la Policía Federal y la Policía de Seguridad Aeroportuaria, que involucró a más de treinta uniformados, fueron detenidos e incomunicados, acusados de “desarrollar actividades terroristas” por dejar un “paquete sospechoso” en el hotel donde se habían alojado, que resultó ser un parlante que integraba la instalación artística que habían venido a presentar.

Pero el caso paradigmático fue el de Santiago Maldonado, desaparecido durante un operativo de Gendarmería, el 1° de agosto de 2017, en el Pu Lof en Resistencia de Cushamen. Apenas desapareció, tanto el gobierno de Juntos por el Cambio como los medios afines nos alertaron sobre la existencia de una hasta ese momento desconocida guerrilla, Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), que ponía en peligro nada menos que la integridad territorial de nuestro país. Jorge Lanata, con envidiable ahínco, denunció en Clarín que “según el Ministerio de Seguridad, la RAM mantiene reuniones cotidianas con La Cámpora y la Universidad de las Madres y recibe financiamiento y apoyo logístico de las FARC colombianas y grupos extremistas kurdos de Turquía”. Sólo faltó el comando venezolano-iraní con formación cubana, responsable según Eduardo van der Kooy de la muerte del fiscal Alberto Nisman.

De ser un simpatizante de los reclamos del pueblo mapuche, Maldonado fue transformado por el relato oficial en un experto en artes marciales, un terrorista que había huido a Chile, un ladrón que había sido acuchillado por el puestero de una estancia durante un intento de robo e, incluso, como la víctima de sus propios compañeros, retomando así el relato policial sobre la muerte de Kosteki y Santillán.

El cadáver de Maldonado fue encontrado en el río Chubut, setenta y siete días después de su desaparición, en un lugar rastrillado el mismo día del operativo de Gendarmería, y varias veces después. El juez que investigó la desaparición cerró la causa en 2018, pero el fallo fue apelado por la familia y varios organismos de derechos humanos. Un año después, la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia hizo lugar a la apelación, anuló la sentencia del juez y ordenó realizar más peritajes e investigar por abandono de persona al personal de la Gendarmería Nacional: “Nos encontramos ante una muerte traumática con ribetes que podrían ser tildados de dudosos”. Desde ese momento la causa duerme el sueño de los justos.

 

CFK en un acto por Santiago Maldonado.

 

El 25 de noviembre del 2017, el mismo día en que Santiago Maldonado era velado por su familia, el joven mapuche Rafael Nahuel fue abatido de un balazo por la espalda durante un operativo de Prefectura. Pese a que no se hallaron armas ni rastros de pólvora entre las pertenencias de Nahuel y sus compañeros, la investigación judicial apuntó a la hipótesis de un enfrentamiento. El juez federal de Bariloche Gustavo Zapata, consideró en su fallo que “los imputados (los prefectos) pudieron considerar que su vida y la de sus compañeros estaban en peligro”. En mayo de 2019, la Cámara Federal de General Roca desestimó la figura de legítima defensa y ordenó la detención del prefecto Francisco Pintos bajo la acusación de “homicidio agravado”. Además cuestionó la versión del “enfrentamiento” sostenida por el Ministerio de Seguridad de la Nación y repetida por los medios afines.

A diferencia de lo ocurrido luego de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, ni la muerte de Santiago Maldonado ni el asesinato de Rafael Nahuel generaron un rechazo frontal en la opinión pública. Esta vez, la clase media que reclamaba mano dura contra los reclamos sociales e incluso contra una guerrilla mapuche imaginaria sí pudo metabolizar las consecuencias fatales de esa prédica.

¿Qué ocurrió entre la Masacre de Avellaneda y las muertes de Maldonado y Nahuel? Ocurrió primero que la oposición frenética a los gobiernos kirchneristas —en particular durante las presidencias de Cristina Fernández de Kirchner— corrió las fronteras de lo decible. La violencia verbal, el agravio personal y las amenazas se volvieron moneda corriente. Luego, el gobierno de Juntos por el Cambio puso en práctica esas amenazas y se transformó en una verdadera primavera de ideas zombie y delirios reaccionarios, relanzados con generosidad por los medios afines.

La prédica mediática del enemigo interior logró deshumanizar a las organizaciones sociales, desde los movimientos piqueteros hasta quienes reciben un plan social, e incluso a la militancia en general. El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner, un hecho sin precedentes en democracia, fue el corolario de ese discurso de odio. El atentado no sólo no generó empatía alguna en la oposición o en los medios afines, sino que fue minimizado como un hecho policial llevado a cabo por “un grupo de loquitos”.

La brutal represión de las protestas en Jujuy contra la reforma constitucional express del Visir de la Puna Gerardo Morales, que incluyó disparos a quemarropa, allanamientos ilegales y traslados de detenidos en vehículos no identificados, fue apoyada con fervor por la plana mayor de Juntos por el Cambio y señalada como el camino a seguir en un hipotético futuro gobierno nacional.

Que la clase media propensa a la represión de la protesta social haya metabolizado las consecuencias fatales de la prédica violenta opositora, que sus medios afines banalicen el discurso de odio y que esa misma oposición tenga como discurso de campaña “terminar con el kirchnerismo para siempre” no sólo acaba con el pacto democrático de 1983, que establecía el fin de la violencia como forma de dirimir antagonismos políticos, sino que deja sin interlocutores al oficialismo para intentar lograr un nuevo “acuerdo democrático en el que no esté presente una política basada en la violencia y en desear la supresión del otro”, como el que propuso Cristina.

Es por eso que, en las próximas elecciones, la discusión no es solo entre dos modelos políticos diferentes, sino que se pone en juego la vigencia del pacto democrático que surgió después del colapso de la última dictadura cívico-militar y que Juntos por el Cambio parece hoy querer poner en duda.

 

 

 

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