PANDEMIA, SOLIDARIDAD Y RELIGIÓN

Una oportunidad que las iglesias no deberían desaprovechar

 

Desde hace días el Presidente insiste, palabras más palabras menos, en que es necesario que tomemos conciencia de que los alentadores resultados que venimos obteniendo en la lucha contra la pandemia son fruto de la solidaridad y el sentido de responsabilidad colectiva que los argentinos hemos demostrado en la emergencia.

La referencia no es menor y sería un grave error entenderla solo como una expresión de autosatisfacción o demagogia.

Desde que se fue tomando conciencia de la dimensión de la tragedia que se vive, intelectuales de todo el mundo, y de casi todas las disciplinas, se esfuerzan por discernir cuáles serán las consecuencias económicas, políticas, sociales y culturales de la pandemia y casi todos coinciden en que el mundo ya no volverá a ser el mismo. El trance ha puesto en evidencia las groseras falencias, la crueldad y la inviabilidad del neoliberalismo y la necesidad de que el Estado recupere su rol como rector de la vida de las sociedades. Muchos afirman incluso que la crisis marca el fin del neoliberalismo. No pocos sin embargo advierten que no son los virus sino los seres humanos, con su acción colectiva, consciente y determinada,  los únicos que pueden producir una transformación social de tal magnitud. Los virus pueden, a lo sumo, crear condiciones propicias para el cambio pero sólo la acción humana, organizada y explícita, puede aprovechar esas condiciones por las que la humanidad está pagando un altísimo precio.

Es allí donde cobra valor la frase del Presidente citada al principio, porque uno de los requisitos para la superación del neoliberalismo y su prédica de falsos valores como la competencia, el egoísmo, el individualismo y la meritocracia es la recuperación de auténticos valores como la solidaridad y la conciencia ciudadana y el proponerlos como ideas fuerza y articuladores de una sociedad más justa y más equilibrada.

Una tarea gigantesca que, a pesar de las enormes urgencias de la hora, el gobierno y todos los que bregamos por un cambio de paradigma deberíamos comenzar a pensar y encarar ya mismo.

 

 

Religión

Un objetivo de enorme dimensión y dificultad para el que se debería convocar, sin distinciones ni remilgos, a todos los sectores sociales que conciban la solidaridad como un elemento indispensable para hacer posible una sociedad más justa.

Es por eso que algunas iglesias, no cualquiera sino aquellas que entienden la salvación como resultado del compromiso efectivo con el prójimo y no como una empresa individual (“nadie se salva solo”, como tanto se dice en estos días) deberían sumarse al empeño sin necesidad de ser llamadas.

Pero no sólo deberían sumarse, como muchas lo están haciendo y muy bien, brindando alimento, alojamiento y esperanza a los más afectados por la crisis, sino que también, y aun con mayor urgencia, deberían sumarse comenzando ya mismo a repensarse a sí mismas y a revisar, por ejemplo, cuánto transigieron con el neoliberalismo y con los gobernantes que lo expresaron y qué cuota de responsabilidad tienen en el deterioro de las políticas y las estructuras de salud pública, vivienda y ayuda social, cuánto no renovaron la formación de sus ministros y sus liturgias, cómo por ello dejaron que en  muchos de sus fieles se afirme el error de creer que es posible salvarse por el mero cumplimiento ritual de antiguos preceptos y cuánto, en definitiva callaron y toleraron que se impusieran en la conciencia de sus fieles los falsos valores de mérito individual,  egoísmo, consumismo y sálvese quien pueda. Disvalores que son precisamente lo opuesto a las doctrinas que dicen predicar, porque son el alma y el motor del neoliberalismo. Su aceptación social es la razón principal por la que sus iglesias se encuentran constreñidas al poco significativo lugar social que ocupan hoy y también la razón por la que sus prédicas  tienen hoy escasa o nula incidencia en la conducta de la amplia mayoría de sus fieles.

Claro que hay militantes laicos, religiosos consagrados y aun dignatarios religiosos que escapan a esta descripción,  pero son la excepción, muchas veces apenas tolerada, y no la expresión general e institucional de sus iglesias.

Hay también predicaciones y declaraciones colectivas de tono verdaderamente progresista. En el caso del catolicismo hay muchos y muy interesantes y significativos documentos, algunos de los cuales pueden incluso dar lugar a seminarios y debates de alcance nacional o internacional —el último ejemplo es la encíclica Laudato Si— pero que en definitiva resultan condenados a servir casi únicamente como fuente de nuevas citas de nuevos documentos, predicaciones  y declaraciones. Este patético loop no parece resolverse nunca en cambios significativos. Textos que proponen cambios muchas veces drásticos pero que difícilmente permeen las estructuras eclesiales de forma que puedan detectarse sus efectos en la institución o en las conductas de la mayoría sus miembros.

Muestras mínimas pero significativas de esto las hemos tenido precisamente en estos días de pandemia cuando algún obispo católico fue increpado por parte de sus fieles por disponer que algunos templos de su diócesis se acondicionen para recibir enfermos de Covid-19 o cuando un grupo de fieles difundió por las redes un documento titulado “Devuélvannos la Misa”, en el que criticaban la inclusión de misa entre las actividades  prohibidas por el gobierno nacional.

Como se ha dicho repetidamente, la pandemia, al mostrar lo disolvente y pernicioso del complejo de ideas y falsos valores en que se sustenta el neoliberalismo, ofrece una oportunidad quizás única de revertir el presente ciclo de decadencia humana, ecológica, económica y social.

También brinda a algunas iglesias la oportunidad de poner la igualdad entre los hombres, la fraternidad, la generosidad, la solidaridad y la entrega por el bien común en el centro de su prédica, de la formación de sus ministros y de su liturgia y de mostrar cómo la vivencia práctica de esos valores es condición ineludible para alcanzar la sustentabilidad de la vida con dignidad para todos, primero, y la salvación eterna que prometen, después.

El virus no puede hacer esto por sí mismo y así como en el terreno social y político la oportunidad sólo podrá ser aprovechada mediante la acción coordinada, constante, audaz e inmediata de todos los que ambicionamos un cambio, en el terreno religioso las iglesias sólo podrán aportar al éxito de un cambio virtuoso si tanto sus miembros como sus jerarquías comienzan ya mismo una acción consciente, profunda e ininterrumpida de vuelta a las fuentes y de profunda revisión de su prédica, de la formación de sus ministros, de su liturgia, de sus relaciones internas y externas y de su independencia de todo poder político.

 

 

 

 

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