Las elecciones presidenciales y parlamentarias del domingo pasado en Chile han dejado un sabor amargo en quienes sostienen ideas progresistas dentro y fuera de ese país: dejaron al ultraderechista José Antonio Kast en las puertas de la Casa de la Moneda. Habrá que ver si la segunda vuelta, el 14 de diciembre, le entrega o no las llaves para ingresar; en tal caso, el accidentado proceso de cambios iniciado hace unos años sufriría un nuevo retroceso.
La estimación de la incidencia de factores circunstanciales y estructurales en cualquier elección no surge de una operación matemática. En el mejor de los casos se obtiene a partir de una intuición informada y, obviamente, evitando hacer un análisis meramente coyuntural, como el que atribuye el inesperado resultado de la coalición de izquierda al gobierno del Presidente Gabriel Boric por cuanto habría defraudado las expectativas mayoritarias. Es posible que esto haya influido pero no que haya sido determinante en un país en el que frecuentemente se gana desde un extremo del arco político-ideológico pero se gobierna esquivando cambios radicales, característica que ya señalaba el padre del Estado oligárquico-autoritario chileno en el siglo XIX, Diego Portales.
Es oportuno señalar que durante el mandato de Boric se ha avanzado en cuestiones como el aumento del salario mínimo, la reducción de la jornada laboral y la reforma –gradual– del nefasto sistema de jubilaciones que implantó el dictador Augusto Pinochet, que funcionará a pleno en 2033 aproximadamente. Cambios impulsados por la candidata Jeannette Jara como ministra de Trabajo y Previsión Social del actual gobierno. Ganadora en la primera vuelta electoral, Jara, de 52 años, buena oradora y con carisma, logró –además y entre otras cosas– la sanción de la ley 21.643, conocida como Ley Karin por la enfermera Karin Salgado –quien se suicidó en 2019 debido a las pésimas condiciones laborales que debió soportar–, que contempla importantes regulaciones laborales y mecanismos de protección contra las violencias/acosos en el lugar de trabajo.
Parece razonable afirmar que el gobierno de Boric, que atravesó parte de la pandemia pero sin foto de Olivos e incumplió –es cierto– importantes compromisos asumidos en la campaña presidencial de 2021, no explica por sí el resultado electoral del 16 de noviembre, cuando defraudó a la izquierda tras obtener menos del 30% de los votos, con el aliento en la nuca de Kast –ganador de una virtual interna reaccionaria–, en una jornada con alta participación: el 85% de los ciudadanos habilitados, con voto obligatorio. Así, la coalición de Jara enfrenta la carrera al balotaje con un factor aritmético desfavorable y la frustración de las ilusiones de campaña: la unidad de socialistas, comunistas y frenteamplistas (por el Frente Amplio de Boric) apenas alcanzó para impedir mayorías parlamentarias que hubiesen permitido a la derecha cambiar los sistemas político y electoral, e incluso la Constitución –rige la de Pinochet con modificaciones–. Parecido al tercio de Milei pero al revés. Resuena una repetida frase de Boric: “Cuando alguien dice ‘soy del 38%’ me da orgullo y escozor”.

La hipótesis que sostendré es que la configuración y características de la oligarquía trasandina deben incorporarse en el análisis del comportamiento político de la sociedad chilena, su devenir y opciones electorales en los últimos años. Antes de abordarla es conveniente agregar una semblanza de los principales candidatos de la derecha que compitieron en la primera vuelta electoral.
Los discursos de tres de los cuatro postulantes, los “hermanos KaKa” –José Kast y Johannes Kaiser– y Evelyn Matthei, combinan distintas dosis de pinochetismo, paleolibertarismo, machismo, xenofobia y negacionismo; Franco Parisi, que fue la sorpresa al quedar tercero con el 19,71% de los votos y obtener 14 diputados para su Partido de la Gente, es un simulador que promueve la antipolítica: se presenta como outsider aunque fue su tercera postulación, con resultados siempre ascendentes; ha estado sistemáticamente ausente en la conversación pública entre elección y elección –vive en Estados Unidos– y descalificó a los otros candidatos como “cuicos de izquierda y derecha”, que en chileno significa personas ricas o de “clase” alta, y afirma que “Chile no es ni facho ni comunacho”. Pero eso sí, promete cárcel o bala –¿te suena?– para los delincuentes y sacar a los militares a la calle: no le alcanza con los delicados Carabineros. Todos militan con fervor las pinochetísimas ideas que se encarnaron en los Chicago Boys.
Kast es parte de la Confederación Política de Acción Conservadora (CPAC), como Benjamín Netanyahu, Javier Milei y Donald Trump, entre otros. Al retirarse de la Unión Demócrata Independiente (UDI), el partido de Jaime Guzmán –cerebro ideológico/doctrinario del régimen y de la Constitución de Pinochet– denunció que esa agrupación se había alejado de su proyecto fundador. Kaiser no se pasea con una motosierra sino con una corbata que lleva impresa la Constitución de Estados Unidos, según se vio en el primer debate televisivo. No grita ni canta en público y habla en alemán en entrevistas con periodistas de ese país, rechaza los BRICS, se identifica con Trump y reivindica su cercanía con el sionismo; su hermano Axel es admirado por Milei por su teoría de que los socialistas son víctimas de “parásitos mentales”. Matthei, militante de la UDI y heredera del piñerismo, es el símbolo del fracaso de una derecha que se pretende moderada pero critica la búsqueda de los detenidos desaparecidos por la dictadura. En términos gramscianos, el “centro” político en el que quedó Matthei no es más que una revolución pasiva, mientras que los otros proyectos representan con claridad la contra-revolución, ya sea cultural o económica.
Para caracterizar una clase social es clave considerar el proceso histórico general en el que se inserta su emergencia, sin perjuicio de otros elementos. Entiendo aquí por oligarquía un conjunto de familias, propietarias principales de la tierra en las regiones más cotizadas, que dirigían personalmente sus empresas rurales, o las usufructuaban o arrendaban total o parcialmente, aunque algunos de sus miembros practicaran también otras actividades económicas; caracterización que cabe asimismo en nuestro país. Se trata de una clase de origen rural que ha dominado los mecanismos económicos nacionales durante períodos prolongados.
En Chile, el sustrato económico de la oligarquía fue la ubérrima capa vegetal del Valle Central. Cuando cae la Araucanía, también le pertenecerá parte de las tierras nuevas. La frontera económico-social dentro de la cual iba a surgir la estructura nacional de clases quedó delimitada hacia fines del siglo XIX. Como en nuestro país, la represión y la ley limitaron la posesión del suelo y los movimientos del hombre rural, pero la magnitud de la población original despojada fue mayor en Chile, donde la nueva producción rural fue intensiva: lo impuso la agricultura de riego del Valle Central, el cultivo de la vid y la industria del vino. Los sectores populares rurales fueron relativamente numerosos: la nueva economía produjo más pobres en el campo chileno que en nuestra Pampa Húmeda. Pero no está allí el origen de las diferencias en el nivel de vida: Chile fue gran productor minero desde la colonia y siguió siéndolo durante los siglos de la República; los productos que volcó en el mercado mundial fueron carbón, salitre y cobre; en cambio, la carne, la lana y los cereales que produce nuestra pampa eran desde el siglo XIX productos muy bien cotizados y de bajo costo de producción: se pagaba mejor al peón y era más segura la alimentación de la población rural.
Esta síntesis, sirve sustentar nuestra hipótesis: en Chile, la mayor fuente de ingresos en divisas era la colocación de la producción minera en el mercado internacional, que casi desde el comienzo estuvo en manos del capital extranjero, y era el Estado el que recibía el canon de concesión. El control de ese recurso originó disputas entre los sectores dominantes y explica buena parte del proceso histórico-político: la menor riqueza a repartir y la mayor concentración de esa riqueza en el Estado dotaron a la oligarquía chilena de una gran habilidad política y un acabado conocimiento del funcionamiento estatal, de los que dependía su estatus económico; y le permitieron consolidarse como clase y convertirse en clase hegemónica –dominante y dirigente–: no hay en Chile “empate hegemónico”. A menor riqueza a repartir, mayor rigidez de la estratificación social: la distancia social entre clases fue importante en Chile.
Esa hegemonía estuvo en jaque en 1971 con el ascenso a la conducción del Estado de Salvador Allende y la Unidad Popular: para derrotar a los sectores populares no le alcanzó a la oligarquía con su proverbial habilidad política y recurrió al brutal golpe pinochetiano. En 2019 fue cuestionado el sistema de partidos y ciertas políticas ejecutadas desde el golpe, en un proceso en el que la oligarquía mostró su capacidad y bloqueó las iniciativas populares. Desde principios del siglo XX, la acción de los sectores populares había contribuido a que la oligarquía se diera estrategias de coexistencia de largo plazo.
Una de las banderas de la oligarquía chilena fue y es el nacionalismo oligárquico, que alcanzó arraigo popular en Chile como ideología componente de la hegemonía realmente existente: un conjunto de ideas, convicciones o valores con el que se define lo nacional por exclusión: constituye una forma de identificarse frente a enemigos reales o potenciales. Es evidente que existen otros modos de expresar coherencia nacional: en la Argentina fue más fuerte el nacionalismo popular. Así, la oligarquía chilena utilizó distintos argumentos. Uno al que recurre hasta hoy tiene un tufillo racial: de origen vasco y castellano, dice tener abundante aporte de sangre alemana y británica –sus miembros se autodenominaron “los británicos de América del Sur”–, y ser de piel blanca y pelo rubio; aunque fueron más los alemanes inmigrantes que los fundadores, y son notorios los morochos de piel cetrina entre oligarcas y doctores. Semejante autopercepción de superioridad le sirvió para la exclusión interna y externa.
La ideología nacional-oligárquica encontró un sustento material en la configuración territorial del país. La frontera estatal le sirvió a la oligarquía para localizar a los primeros enemigos: Perú fue, desde el primer momento, el enemigo castigado; Bolivia, el vecino despreciado por su etnia y su atraso material; la Argentina, la amenaza permanente por su codicia territorial, aunque subestimaba a sus colegas oligarcas argentinos –más ricos– a quienes veía menos “cultos”. La configuración geográfico-territorial fue un factor que permitió difundir masivamente estos delirios –contra los vecinos, no contra los imperios– y fortalecer los aparatos militares. Chile tiene, en relación con su superficie, una extensión fronteriza –tanto terrestre como marítima– mayor a la que una organización estatal podía defender y hasta vigilar: el nacionalismo oligárquico chileno encontró en esta vena una manera fácil e infalible de convocar voluntades cuando los conflictos internos se agudizaban.
Es, ni más ni menos, lo que ocurre hoy con la frontera norte a partir de la importante inmigración venezolana y colombiana: José Antonio Kast ha basado su campaña en las seguridades interna y fronteriza, y en la migración, con la letanía del narcotráfico y el terrorismo, ahora asuntos prioritarios para los chilenos. Campaña electoral en la que hemos tenido una demostración más de muñeca política: si la división suele ser vista como un problema para las representaciones populares, la derecha chilena ha dado una lección de cómo usar la fragmentación de candidaturas presidenciales para controlar el debate público sin perder votos: en 2024, Kaiser dejó la bancada parlamentaria de Kast para fundar su propio partido y conquistar el nicho de votantes antiprogresistas que se alejaba en la medida que el hijo del nazi Michael Martín Kast intentaba acercarse al centro. Ahora, en el balotaje, Kaiser vuelve con esa base electoral a Kast; claro, al precio de marcar pautas de un hipotético gobierno de derecha y proyectarse como relevo dentro de cuatro años. Paleolibertarios que se mueven como peces en las aguas de la casta.
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