PATOS

Acordar con empresarios por más inversión y esquivar la demanda: iluso y peligroso ofertismo

 

La Unión Obrera Metalúrgica, ese sindicato que se hizo grande y decisivo por efecto de la fase superior del país del 17 de octubre que fue el plan de Frondizi y Frigerio y su énfasis en la industria pesada, logró un aumento paritario para el año del 52% en total —tras una revisión al alza del 35,2 % en tres tramos, acordado con la patronal en abril—, que se termina de devengar en el primer trimestre del año entrante a razón del 5% mensual. Esto da buena espina, lo mismo que el Premio Nobel de economía discernido a un trío de académicos que enseñan e investigan en prestigiosas universidades norteamericanas y sugiere qué cosas resultan claves para que  de la encrucijada nacional salga pato y no gallareta.

Es irónico y bastante desagradable que el ofertismo cultural reinante interpela a cuanto bicho que camina para felicitarse por una inversión potencial, lo que en sí mismo no es reprochable, y pasen de largo de este tipo de eventos paritarios porque los ven con preocupación, generada en infundados y prejuicioso temores de desborde, en el que los 178.000 trabajadores del sector metalúrgico consiguen que no los agarren para el ajuste. En vista de que la inversión es una función creciente del consumo, recuperar en poder de compra de los salarios lo que viene erosionando la inflación salva al proceso de acumulación de estancarse e ir para atrás. Ningún acuerdo con empresarios para supuestamente promover inversiones tiene posibilidades de éxito si el promedio salarial de la economía está en una situación de mírame y no me toques como en la actualidad. En situaciones por el estilo hasta el más audaz ofertismo en medio de su impotencia enfila para el lado del descontrol de los subsidios a la producción. Incluso si es melindroso, como en la primera experiencia de la restauración democrática. Bajo esta lógica, del almuerzo presidencial a principios de semana con los que tienen la sartén por el mango y el mango también lo mejor que se puede esperar respecto de la aceleración de la tasa de crecimiento del producto bruto es que el menú haya estado a la altura de los comensales. Salvar la cara de alguna u otra manera es lo que objetivamente hay, aunque resulte solo apariencia.

Lo que históricamente ha preservado al capitalismo de sus propios manes ha sido la capacidad de los trabajadores para disputar por sus ingresos y no el empresario innovador, como creía un auténtico liquidacionista austríaco de nacimiento y hasta la médula como Joseph Alois Schumpeter, el que nunca pudo digerir las ideas de John Maynard Keynes, a las que combatió. Cuando la demanda se cae, el inadvertido fantasma ofertista de Schumpeter suele andar en plena ronda. Justamente, la disidencia histórica viene a colación porque se palpa su presencia en las razones de fondo por las cuales les fue otorgado el premio del Banco Central de Suecia (el Sveriges Riksbank es la más antigua de estas instituciones) al canadiense David Card por un lado y por el otro y en conjunto al norteamericano Joshua Angrist y al neerlandés Guido Imbens.

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Premios Nobel David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens: contra la mala fama del aumento de salarios.

 

 

Los suecos –como acostumbran— tomaron nota sobre qué es lo que se cocina en la pirámide del poder mundial desde que Donald Trump primero y Joe Biden a continuación interpretan en un mismo sentido pero en sus propios diferentes términos, la pulsión que emana de la lucha de clases de su país. Inequívocos, los vikingos concluyeron que es menester volver respetable y prestigioso el aumento de salarios que está muy mal afamado.

 

 

El cuento de la mala pipa

Al menos en las últimas cinco décadas, dejar en claro que la intervención estatal tipo salario mínimo o la legislación protectora del trabajo era un remedio mucho peor que la enfermedad estaba en el núcleo de la prédica neoclásica, escuela a la que pertenecen Card, Angrist e Imbens. Paradójicamente el trío probó que nada de lo que sostenía la sabiduría convencional sobre el mundo del trabajo era respaldado por los datos, aunque la inferencia teórica así lo establecía. Todavía no se alcanzó el estadio de desechar por inapropiada y con fundamentos muy endebles a la teoría neoclásica, y ni siquiera es previsible que se llegue a eso, pero al menos a partir de argumentos empíricos y dadas las necesidades políticas se la congela hasta nueva orden en sus recomendaciones más sentidas.

Sucede que los neoclásicos le dan duro a favor de lo que resume el concepto maldito de flexibilización laboral. La inflación de los ’70 en los países centrales –shocks petroleros empeorando el panorama— había soliviantado a la reacción derechista, que venía entonada desde la irrupción del monetarismo de Milton Friedman, sosteniendo que había una tasa natural de desempleo. Si se la respetaba, no habría alza generalizada de los precios, y la inflación significaba que había sido sobrepasada por gobiernos demagógicos a los que se les fue la mano con el gasto, lo que los obligó a emitir. Se sumaron al ataque las expectativas racionales, que en la cuestión de los contratos laborales brega por ajustar los salarios por la inflación esperada, menor a la que se devengó, dado que la seriedad monetaria se compromete a no emitir. Así, dicen, se frena la inflación, aunque el detalle es que los trabajadores pierden como en la guerra.

En auxilio de estas bellas ideas se postuló que el desempleo era voluntario, o sea el salario promedio existente era lo suficientemente alto como para permitir a una proporción de trabajadores permanecer ociosos. Ciertamente, no muy voluminosa pero con un tamaño que infla preocupante la tasa de desempleo. La salida es bajar los salarios para que se pueda producir más a menor costo. Pero si eso no sucedía había que cortarlo sí o sí, porque en un punto se impone lo que se dio en llamar la desagradable aritmética monetarista, según la cual el mercado no le va a comprar más bonos al gobierno por temor a incurrir en serias pérdidas. El gobierno que no se puede bajar de esa moto por cuestiones de supervivencia política, enjuga el faltante emitiendo dinero para financiar todo el déficit fiscal y pagar los intereses del stock de deuda acumulada. Y como a más emisión, más inflación, estalla la crisis. Terapia: hay que dejar de gastar o sea flexibilizar al sector laboral.

Esto y darle bananas sabrosas a los gorilas argentinos fue una y la misma cosa. En rigor, todas las derechas en el planeta aplaudían de pie y las izquierdas culposas saboreaban el mal trago. Finalmente, en los países centrales a principios de los ’80 la inflación bajó. Pero no se debió a que los bancos centrales no emitieron como quieren hacer creer toda esta sarta de variantes monetaristas. Más simple. Mientras los costos se iban acomodando a los bandazos en medio de la estanflación, el alto nivel de vida alcanzado por los trabajadores de los países centrales alentaba la idea de que estropearlo un poco para sofrenar los precios valía la pena. En 2019, el 16% de la fuerza de trabajo de la OCDE (el cenáculo de los países prósperos con un par de infiltrados que no lo son) estaba comprendida dentro de acuerdos sindicales, lo que implica unos billetes más por encima de los que fija el gobierno. En 1974, ese porcentaje era del 42%. Tal la desmovilización de los trabajadores. Para colmo, en esa década el 60% de los trabajadores sindicalizados norteamericanos lograban que sus paritarias se movieran con el COLA (Cost-of-living adjustments: ajustes por costo de vida). Más inflación, automáticamente más salario. Para mediados de los ’90 los convenios con ajustes por costo de vida apenas cubrían un quinto de los sindicalizados norteamericanos.

Los que ahora quieren seguir con la misma cantinela además de recordar todos los males de este mundo que desata la inflación subrayan que a principios de la década de 1970, el largo auge de la productividad había perdido fuerza. Afirman que el hábito de avivar la demanda no ayudó a expandir el potencial productivo y, en cambio, hizo subir los precios. Lamentan que lo que trajo como consecuencia fue un largo período de decepcionante crecimiento de la productividad.

Esa es una historieta contada muy al revés que no se sostiene en los datos, ni de casualidad. Para los estándares argentinos, hay que poner la guardia en alto cuando se habla de los grandes problemas de la inflación en los países desarrollados. Para tomar un ejemplo, conforme los datos oficiales de los Estados Unidos, la inflación promedio anual entre 1965 y 1982 fue del 6,4 % y el producto per cápita creció en ese mismo lapso a razón de 2% anual. A ese período se lo llama de la gran inflación. La inflación promedio anual entre 1983 y 2008 –etapa llamada de la gran moderación— fue del 2,3% y el producto per cápita creció en ese mismo lapso a razón de 1,6 % anual. La inflación promedio anual entre 2009 y 2019 –etapa correspondiente a la post crisis financiera— fue del 1,6% y el producto per cápita creció en ese mismo lapso a razón de 1,1 % anual. Hay que considerar que durante la gran inflación la población norteamericana crecía a una tasa anual muy superior a la de la gran moderación y a la de la post crisis financiera. Objetivamente la inflación en esos niveles queda absuelta de lo que se la acusa y sus detractores deberían explicar por qué dicen que la productividad se embromó por la inflación si bajó cuando se calmó.

Inexplicable, si no fuera que el ofertismo posterior a la gran inflación se había embalado con que bajar un poco los salarios aumentaba más que proporcionalmente la acumulación de capital — lo que llevaba a una derrota más rápida de los rivales de la Guerra Fría, que en materia de bienestar de la población tenían poco y nada que ofrecer. Ironías de la vida, Ronald Reagan se convirtió en keynesiano accidental haciendo correr los déficits fiscales que fueron los más grandes desde la Guerra Mundial hasta los del Covid, cuando su grupo de poder más que nada por intuición y necesidad de supervivencia política tomó nota de que los ingresos de las mayorías tienen una dependencia muy marcada de la política fiscal y en consecuencia su sostenibilidad estaba en función del nivel del gasto publico.

 

 

Formalidades

Entre la gran moderación y los inicios de las post-crisis, el sistema entró en los que se podría caracterizar como una fase B de la onda larga de Kondratieff. Sin demanda suficiente y con una trama ideológica que impedía revertir la situación, apareció la válvula de escape de los miserables salarios chinos para abastecer los prósperos mercados de la OCDE y rehacer así la tasa de ganancia. Llegó el punto en que eso iba contra el interés nacional norteamericano cuando la perspectiva del ciudadano de a pie era hacer cola en la olla popular con ingredientes chinos para abaratar. Con Trump comenzó una reversión por el lado de la oferta que al mostrar sus cercanos límites dejó la tarea por el lado de la demanda en manos de Biden. ¡Pero todo el andamiaje ideológico disfrazado de ciencia económica oficial y seria, es contra el aumento de salarios por intervención estatal!

Según los neoclásicos es la rentabilidad de la actividad económica de los seres humanos la que determina su ingreso; así no se concibe como indican todos los datos de la realidad, que sea el ingreso lo que determine su rentabilidad. Haciendo caso omiso de la teoría a la cual adscribe, Card demostró con datos que el aumento de salarios no aumenta el desempleo y también que los inmigrantes no bajan el salario. Para volver sólida la cuestión: la teoría dice una cosa y los datos otra, la mitad del Nobel fue para Imbens y Angrist, por el instrumental econométrico que diseñaron el cual según dicen permite a los investigadores a discernir relaciones causales claras de experimentos naturales difusos. Por experimentos naturales difusos se debe entender investigar una situación concreta. Por ejemplo: por qué si estudiar implica ganar más hay un buen número que le esquiva el bulto. Kant manifestaba que no había nada más práctico que una buena teoría. La disputa de poder norteamericana en pos de subir los ingresos de las mayorías cuenta con una muy mala teoría, entonces nada más práctico que operaciones de relaciones públicas que vuelvan prestigioso lo que de momento no lo es.

Mientras tanto, una porción importante de la clase dirigente argentina permanece inmune a todo este panorama global y a su propia realidad nacional y sigue aficionada a subvertir la idea de que correlación (el movimiento de una variable en simpatía con otra) no es causalidad (el movimiento de una variable se explica por el movimiento de la otra). Así, alarma que emitir dinero genera inflación (un gran disparate), que subir los salarios es contraproducente,  que la falta de flexibilización laboral impide crear más empleo, que hay que arreglar con el FMI como quieren los financistas globales si no estamos fritos, y que para acumular capital es cuestión de darle tupido al ofertismo. En la medida que no nos deshagamos de estos pathos, difícil que salga pato y si sale será una gallareta disfrazada.

 

 

 

 

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