En 1916, Leopoldo Lugones publicó El payador, ensayo que retrata la vida y las costumbres del gaucho en la pampa, centrado en la figura del payador. El libro se inspiró en seis conferencias que, unos años antes, dio sobre el Martín Fierro en el Teatro Odeón. La publicación en el año del centenario de la Independencia no es casual. Lugones buscaba presentar la obra de José Hernández como el libro fundacional de nuestra patria. Como Virgilio, que inventó un linaje troyano a Roma gracias a La Eneida, Lugones soñaba con crear el “linaje de Hércules”, que uniría a los gauchos del siglo XIX con la Grecia antigua, a través de un hilo rojo algo forzado. Por supuesto, ese linaje hercúleo excluía tanto a los pueblos originarios como a “la chusma ultramarina” –es decir, la inmigración del sur de Europa que llegaba a raudales por aquella época–, colectivos que el poeta de la espada despreciaba por igual. Además del centenario de la Independencia, 1916 representó un momento bisagra en nuestra historia ya que ese año se aplicó por primera vez el sufragio universal establecido por la Ley Sáenz Peña (se trató, en realidad, de un universo modesto, limitado a los ciudadanos varones y ni siquiera a todos). La victoria del populista Hipólito Yrigoyen marcó el fin de la hegemonía del Partido Autonomista Nacional y generó el asombro y posterior rechazo de los conservadores. Por su lado, Lugones se sentía perseguido tanto por la “chusma” como por la democracia electoral que tanto despreciaba: “La plebe ultramarina, que, a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos. Solemnes, tremebundos, inmunes con la representación parlamentaria, así se vinieron. La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar un escritor a quien nunca habían tentado ‘las lujurias del sufragio universal’”. El combate contra esas “lujurias” lo llevaría pocos años después a apoyar La hora de la espada y más tarde a redactar la proclama del golpe de Estado contra Yrigoyen, liderado por José Félix Uriburu, un general rudimentario y bastante fascista. Atrapado en sus contradicciones como otros reaccionarios posteriores, Lugones reivindicaba tanto el respeto férreo a la jerarquía propio de los militares, como la libertad plena de los gauchos: “La diferencia entre el gaucho viril, sin amo en su pampa, y la triste chusma de la ciudad, cuya libertad consiste en elegir sus propios amos”.
Jorge Luis Borges, que apreciaba a Lugones pese a considerarlo “una especie de tribunal que juzgaba en última instancia”, no compartía su visión del Martín Fierro. Para él, El payador fue el intento nacionalista de canonizar un libro, transformarlo en El Quijote o La Divina Comedia de nuestros pagos. Consideraba que la obra no era en absoluto una epopeya sino una novela en verso. Además, prefería la poesía “feliz y valiente” de Hilario Ascasubi (autor de Santos Vega o los mellizos de la flor), que “el lamento trágico” de Hernández. Medio siglo después de la publicación de El payador, Borges lamentaría dicha canonización: “Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares ha dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico (...). En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro”.
Para Oscar Terán, “el ‘operativo Lugones’ resignifica no sólo estéticamente esa obra (el Martín Fierro), sino que la convierte en el epítome de la nacionalidad argentina en el mismo gesto con que la instala en el núcleo de la élite liberal”. Lugones aparta así los conflictos sociales y cristaliza el patronazgo de esa élite como un hecho natural. Un terrible párrafo de El payador ilustra esa supuesta naturaleza de clase: “Un gallo aplaudía desde la ramada la cercana aurora. Dos o tres peones ensillaban caballos. Cerca del suyo, enjaezado ya, el patrón tomaba un mate que acababa de traerle, sumisa, la hija del capataz con la cual había dormido”.

En un artículo publicado en El Censor, en 1886, Sarmiento parece refutar con antelación la ilusión de Lugones sobre la virtud de las élites y los payadores: “(Los ganaderos) no quieren saber nada de derechos, de impuestos a la hacienda. Quieren que el gobierno, quieren que nosotros que no tenemos una vaca, contribuyamos a duplicarles o triplicarles su fortuna (...) A los Anchorena, a los Unzué, a los Pereyra, a los Luros, a los Duggans, a los Cano y los Leloir y a todos los millonarios que pasan su vida mirando cómo paren las vacas. En este estado está la cuestión, y como las cámaras (del Congreso) están también formadas por ganaderos, veremos mañana la canción de siempre, el payar de la guitarra a la sombra del ombú de la Pampa y a la puerta del rancho de paja”.
Hace unos días, Alberto Benegas Lynch, hijo de Alberto Benegas Lynch (hijo), léase hijo-hijo, defendió la gestión del gobierno de La Libertad Avanza con una analogía doméstica. Comparó la situación del país con la de “una familia con gastos desmedidos” que debe poner en orden sus prioridades para evitar el colapso: “Hago el paralelo con la economía familiar de un presupuesto. Imaginate una familia en la que trabaja uno solo y son seis. Tienen autos, lanchas, casa de fin de semana, un caserón fenomenal, y cuando presupuestan, empiezan con delirios: uno quiere cambiar el equipo de audio, otro comprar otra lancha, y mandan al que trabaja a conseguir cinco empleos o a falsificar billetes. Eso es la Argentina”. Para Bertie Benegas Lynch, debemos “poner fin a esos delirios”: “Lo que está haciendo Milei es, muchachos, reordenar. En paralelo a que vendés autos, lanchas y bajás la estructura, te reordenás porque tenés la casa llena de agujeros y goteras. Necesitás un presupuesto importante para salir del paso de la emergencia y del naufragio que ha dejado el kirchnerismo”. Debemos dejar de vivir “por encima de (nuestras) posibilidades”. “Lo que se pretende es el equilibrio fiscal. Basta de estar comprando autos y lanchas y delirios”.
La analogía del diputado es una verdadera Rogel de asombros y cuesta elegir por qué capa empezar a refutarla. Considerar que, en la Argentina, cinco de cada seis personas se pueden dar el lujo de no trabajar es generalizar la vida de ocio que sólo se pueden permitir quienes, como Bertie, tomaron la precaución de nacer ricos. Por otro lado, como Lugones que soñaba tanto con la disciplina férrea como con la libertad plena, el bisnieto de Robustiano Patrón Costas nos advierte que el kirchnerismo nos mantenía en un nivel de consumo absolutamente insostenible, a la vez que nos empobrecía cada día más. Es una especie de kirchnerismo de Schrödinger, que es a la vez algo y su contrario. Sorprende también que un gobierno que frenó toda la obra pública pueda ser comparado con alguien que busca reparar “la casa llena de agujeros y goteras”.
Pero en donde surge la crueldad de clase en todo su esplendor –esa que nos remite al patrón de estancia tomado el mate que le trae, sumisa, la hija del capataz– es en la manera en la que Benegas Lynch asimila los reclamos tan vitales como urgentes que hoy recibe el gobierno de la motosierra, con pedidos desmedidos, tales como una segunda lancha o un caserón. Las madres de chicos con discapacidad que reclaman por los tratamientos que mantienen en vida a sus hijos; los jubilados que deben elegir qué remedios tomar porque no les alcanza para todos y son fajados cada miércoles, con precisión helvética; los docentes e investigadores que no llegan a fin de mes o los pacientes oncológicos que necesitan su medicación, son, en realidad, haraganes que, a diferencia de los descendientes de Patrón Costas, no conocen el esfuerzo.
Para nuestra derecha, hoy extrema derecha, que la “ralea mayoritaria” invoque derechos es por definición un “delirio”. Como escribió Sarmiento hace casi 140 años, “quieren que nosotros, que no tenemos una vaca, contribuyamos a duplicarles o triplicarles su fortuna”. El odio contra el kirchnerismo –la persecución judicial hacia CFK y la deshumanización mediática de sus líderes– se explica por ese “delirio” denunciado por Bertie, que consiste en empoderar a la “chusma” e intentar cobrar “impuestos a la hacienda”.
Es, en resumidas cuentas, el odio que genera la hija del capataz al pretender ir a la universidad en lugar de atender, sumisa, los deseos del patrón.
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