Pequeños entripados sobre las instituciones

La última barrera que nos protege del poder está en llamas

 

Esta semana advertí que, en los últimos tiempos, me atrae mucho un mismo tipo de personaje. Me di cuenta mirando una serie nueva, Departamento Q, que Netflix estrenó días atrás. El protagonista es un detective de la policía escocesa, Carl Morck, interpretado por Matthew Goode. Este Morck —nada que ver con el Mork de la vieja serie con Robin Williams, aviso— es un tipo muy inteligente, más que capacitado para la tarea que desempeña. Al mismo tiempo, es una persona infumable. Si te tiene que decir una barbaridad te la larga, no tiene filtro. Su excelencia se completa con su petulancia: salvo aquellos que consiguieron atravesar las barreras que levanta ante el mundo, el común de sus compañeros lo detesta. Se podría decir que tiene razones para ser así. Su esposa lo abandonó y le enchufó al hijo adolescente. (Hijo de ella, porque el pibe ni siquiera es de Morck.) Está recuperándose a duras penas de un incidente que le valió una bala en el cuello y dejó paraplégico a su único amigo. Desgracias como esas justificarían el malhumor de cualquiera, pero en lo que Morck concierne, son posteriores a su condición de intratable. Se podría decir, incluso, que en alguna medida son consecuencia de su misantropía original.

Viendo Departamento Q pensé que era una suerte de eco de otra serie, que me gusta más: Caballos lentos (Slow Horses), que ya tiene cuatro temporadas en Apple TV. Ambas están basadas en una saga de novelas: Departamento Q del sueco Jussi-Adler Olsen, y Caballos lentos del inglés Mick Herron. El escenario es ligeramente distinto, ya que en el caso de Caballos lentos se trata de espías ingleses, y no de policías. (Los relatos originales de Olsen transcurren en Dinamarca, no es Escocia.) Pero la dinámica es parecida. Se trata de un grupo de profesionales a los que su institución madre marginó, virtuales descastados, que para colmo tienen como líder a un personaje que es el más complicado y anti-social de todos ellos: Morck en el caso de Departamento Q, y en Caballos lentos Jackson Lamb, interpretado por el genial Gary Oldman.

 

Matthew Goode (centro) es Carl Morck en "Departamento Q".

 

Jackson Lamb es un personaje espectacular. Está a cargo de una división del servicio secreto donde van a parar todos aquellos espías que metieron la gamba de un modo u otro, y a los que no pueden echar porque saben demasiado para volver a ser civiles. Uno ve a Lamb y piensa: claro, lo pusieron al mando de estos descastados porque es el peor de todos ellos. El tipo es un maleducado (una cluaca, diría la diputada Santillán), un mugriento que viste siempre la misma ropa, cultiva dudosos hábitos alimenticios y usa sus pedos como arma disuasoria en medio de cualquier discusión. Tampoco oculta el pésimo concepto que tiene de la capacidad de sus subordinados. Pero al menos es democrático en su misantropía: es igual de impresentable —y de escatológico— cuando tiene que tratar con sus superiores, es decir la plana mayor del MI5.

De algún modo, ambas sagas —la danesa publicó su primer libro en el año 2007, la inglesa en 2010— hablan de familias disfuncionales. Grupos tutelados por hombres brillantes e imposibles a la vez, que se la pasan bardeando a sus subordinados pero, llegado el caso, los protegen, aunque no dejen de protestar mientras lo hacen. Pero lo que me puso a pensar en estos días no fue la temática de esas comunidades, sino las características de sus pater familias. Porque en ambos relatos se trata de descollantes profesionales, con los cuales las instituciones donde se desempeñan no saben qué hacer. Las fricciones que crea en el cuerpo policial y su síndrome postraumático justifican que la superioridad envíe a Morck al sótano —literalmente hablando— y le entregue una división para que se distraiga con viejos casos irresueltos y no rompa las pelotas. Y el servicio secreto no espera nada de Jackson Lamb, salvo que se ocupe de que sus subordinados no interfieran en asuntos que ameriten personal competente y que reserve sus pedos para el microclima de su oficina. La cosa en así, en estos días. Como decía Anais Nin, las sociedades en decadencia no tienen lugar para los visionarios.

 

Gary Oldman es Jackson Lamb en "Caballos lentos".

 

Pero la gracia de la cosa —ambos relatos tienen humor, en especial Caballos lentos— es que estos pastores de rebaños de inadaptados son profesionales que han renunciado a integrarse funcionalmente a la institución que los formó y contiene. No intentan acabar con la corrupción interna ni mejorar su rendimiento, tampoco critican sus objetivos ni su dirección. Se han rendido, nomás. Su única aspiración parece ser que los dejen en paz, en una oficina a distancia sideral de donde se toman las decisiones importantes, mientras tejen calceta o se entretienen con casos que a la superioridad le importan poco o nada.

Tal vez podría pensarse en el antecedente de Dr. House, otra serie —ocho temporadas, entre 2004 y 2012— con un profesional eximio, en este caso médico, cuyos instintos y decisiones ponían constantemente en crisis a un ficticio hospital de New Jersey. Gregory House (interpretado por el inmejorable Hugh Laurie) también tenía su propio equipo de colegas alrededor, a los que no vacilaba en denostar, cuestionar e incomodar. Pero, en reconocimiento a su excelencia, el hospital Princeton-Plainsboro toleraba sus excentricidades, acomodando su estructura científica y burocrática para que pudiese brillar y, por carácter transitivo, beneficiar a la institución. El caso de Morck y Lamb es distinto. Sus instituciones los barrieron debajo de la alfombra. Y ellos ni se gastan en salir de allí.

Cuando mi cabeza conectó a Morck con Jackson Lamb, surgió una pregunta. Porque relatos con tipos que se llevan mal con las instituciones donde revistan, hay millones. ¡Hasta Duro de matar sirve de ejemplo! En los relatos hollywoodenses, la tensión individuo-institución suele resolverse, beneficiando a ambos factores de la ecuación: el individuo zanja el problema y la institución se atribuye el mérito. Pero en las series mencionadas, la institución no se limita a tolerar de mala manera a sus empleados híper-calificados: ha tomado la iniciativa de inhabilitarlos, neutralizarlos, enviarlos a una suerte de Siberia, donde ya no pueden interferir con el curso de la nave-madre ni ocuparse de nada relevante. La pregunta que surgió fue, pues, la siguiente: la popularidad de relatos como Departamento Q y Caballos lentos, ¿dramatiza el hecho de que las instituciones tradicionales atraviesan una crisis? Que la policía de Edimburgo y el servicio secreto inglés se rehúsen a usar productivamente a dos de sus mejores herramientas —que eso son Morck y Lamb, en estas series—, ¿no sugiere que las instituciones están más dedicadas a auto-preservarse que a servir al fin que motivó su creación?

 

Mick Herron, el autor de la saga de "Caballos lentos".

 

Piensen en la institución que quieran. Empezando por la democracia y los tres Poderes, que son los más obvios: Ejecutivo, Legislativo, Judicial. Aquí hay mecanismos en acción dedicados a impedir que las personas más capacitadas lleguen a puestos de relevancia. Pero piensen también en los clubes de fútbol. Y los medios periodísticos. La salud pública. La educación. Los gremios. Los partidos políticos. Las iglesias. La cultura. ¡La familia, el matrimonio! No hay ninguna institución que quede a salvo de la sospecha. Todas echan humo y piden volver a boxes.

El Indio viene diciéndolo hace años. Una de las pocas certezas que brinda este tiempo cenagoso es que deberíamos revisar todas las instituciones. Estamos hundidos en un pantano porque, entre otras razones, no funcionan como deberían. Haría falta escanearlas, como se hace con la computadora de los autos actuales, para ver dónde están fallando, y evaluar si la falla es reparable o requiere de un repuesto... o de una decisión más drástica.

Pero para eso hace falta tiempo, trabajo y buen juicio, porque todavía no existe una tecnología que permita escanear instituciones. Eso es algo que sólo puede encarar personal humano muy bien calificado, y además con experiencia. Y gente así es escasa, como lo cuentan estas series, en un circunstancia como la nuestra, donde las únicas instituciones que prosperan son las financieras, las tecno-digitales y la imbecilidad humana.

 

 

 

A mí no me token

¿Se acuerdan del cuento La verdad sobre el caso del señor Valdemar, de Edgar Allan Poe? Refiere un experimento atribuido a un mesmerizador. (Un proto-hipnotizador, podríamos decir.) Durante su agonía, Valdemar acepta ser hipnotizado. La intención del mesmerizador es comprobar si puede seguir comunicándose con él, aún después de que su corazón se haya detenido. Siete meses permanece así el cadáver de Valdemar, sin pulso pero a la vez sin descomponerse. Hasta que el mesmerizador lo releva de su trance, tan sólo para que el cuerpo de Valdemar se desintegre en una "masa casi líquida de repugnante — de detestable putrefacción".

 

Edgar Allan Poe.

 

Hay muchas razones que explican por qué ciertas instituciones están forfai, aunque lo disimulen. Algunas están a cinco minutos de volverse sopa hedionda, como Valdemar. Pero la razón que hoy me interesa es precisamente una que —estoy seguro— nadie anotaría en la lista, a pesar de que daría sentido al resto de las anotaciones. Y es la siguiente: a pesar de que seguimos viviendo como si nada esencial hubiese cambiado, el mundo que conocíamos ya no existe. Nos cuesta darnos cuenta, por algo insistimos en nuestras rutinas y en interpretarlo todo (¡hasta lo desconcertante!) con los mismos, insuficientes argumentos de siempre. Pero ahí nomás, a pasitos de distancia, crece una generación joven cuya experiencia diaria carece de puntos de contacto con nuestra forma de vida. Técnicamente hablamos el mismo idioma, y hasta podemos compartir techo. Pero nuestros flujos de conciencia no pueden ser más disímiles. Si imaginásemos la experiencia personal como una plataforma a lo Netflix –Yoflix, pongámosle—, la nuestra estaría llena de contenidos parecidos a películas de Darín: cosas con principio, desarrollo y fin, con sus momentos graciosos, tiernos, indignantes y su final auspicioso. Pero la plataforma de los pibes es otro universo. Está llena de contenidos que ni empiezan ni terminan, una suerte de zapping constante entre streamings, porno, sitios de apuestas, versiones abreviadas de películas y series, jueguitos, memes, chats y canciones random. Cualquiera de nosotros tiene más en común con un adulto de Osaka o de Groenlandia que con sus hijos o sobrinos.

Esta semana, el algoritmo que finge que me quiere puso ante mis narices un artículo del New Yorker, titulado: "¿Está muriendo la cultura?" Me sorprendió gratamente, dado que llevo semanas preguntándome algo similar. La publicación original es de septiembre de 2024, pero el desfasaje no arruinó la sincronía, porque en el universo digital no hay antes ni después: todo ocurre por primera vez ahora. El texto comentaba la edición en inglés de un libro del francés Olivier Roy, La crisis de la cultura, políticas de la identidad y el imperio de las normas. Según el New Yorker, Roy asegura que el mundo está atravesando un proceso de "de-culturización". Dice el francés que una serie de fuerzas "tan abstractas como aparentemente irrefrenables" — la globalización, el neoliberalismo, el postmodernismo, el individualismo, el secularismo, la Internet— estarían reemplazando las prácticas culturales por una serie de tokens (fichas, vales, símbolos) que usamos para intercambiar o exhibir.

 

Olivier Roy.

 

Esto también suena abstracto, pero ténganme paciencia, porque termina por cobrar sentido. Lo que este hombre sostiene es que, hasta no hace tanto, cultura era todo aquello que no sabíamos que era cultura, pero aún así nos constituía, nos definía, porque revelaba que éramos de acá, y no de ningún otro lado. Cada sociedad estaba articulada alrededor de "un sistema compartido de lenguaje, signos, símbolos, representaciones del mundo, lenguaje corporal, códigos de conducta y mucho más", que ayudaba a dirimir todo tipo de situaciones. Al mismo tiempo, las sociedades abrazaban grandes ideologías: el cristianismo, el marxismo, el American way of life, a la luz de las cuales se podía explicar o interpretar casi todo.

¿Pero qué ocurre hoy? De-socialización, individualismo, des-territorialización, dice Roy. Donde antes había cultura, hoy existe vacío. El sistema compartido fue reemplazado por los tokens que proporciona la tecnología digital. Dejamos atrás una estructura que, aunque no la percibiésemos, estaba allí y nos articulaba, integraba, vertebraba, por una slot machine —una máquina para jugador individual— a cuya manijita le damos sin parar, con el objetivo de ganar tokens que perfilan una tenue identidad y conceden relativo status. Por eso no extraña que la comunidad a la que pertenecemos formalmente nos defina apenas. Nuestro territorio es más virtual que físico. Hasta no hace tanto, una ciudad contenía a una sociedad que compartía una cultura multifacética. Hoy, una ciudad es apenas un sitio que contiene a miles de individuos que viven en la suya.

En lugar de grandes ideologías, contamos con sub-culturas: sectas, fandoms, teorías conspirativas, que Roy asimila a conejeras, el hoyo en la tierra donde meterse para sentir que pertenecemos a algún lugar, que nos identificamos con algo. El dispositivo digital favorece la mentalidad que los japoneses llaman otaku: una persona joven, hábil en materia de las nuevas tecnologías, que se obsesiona con temas puntualísimos —zapatillas, café, manga, películas de terror—, en detrimento del mundo real que lo rodea y de las interacciones sociales.

 

 

En consecuencia, las identidades son más débiles. No estamos consustanciados con nada verdadero: un territorio, una sociedad, una cultura a la usanza tradicional, un imaginario, una visión de futuro. Somos cifras, que buscamos en Internet algún elemento del que prendernos para fingir que somos alguien, que creemos en algo. Por eso no habría que subestimar la alianza entre ciertos jóvenes y el régimen que gobierna la Argentina. Hasta que se definieron como libertarios, miles de esos pibes eran simplemente nada, nadie. La esperanza más concreta que tenemos a mano es la certeza de que el token libertario se depreciará más temprano que tarde, precipitando la huída hacia otros símbolos de identidad vicaria.

Según Roy, todo esto no supone una batalla cultural, sino más bien una guerra contra la cultura. Al desaparecer el sistema compartido, al esfumarse la noción de que un texto debe ser leído en su contexto, todo signo se convierte en un significante vacío. No tiene el sentido y el valor que le dieron sus creadores y su contexto histórico-cultural, sino el que a mí se me ocurra atribuirle. Por eso es un error el chascarrillo de que los libertarios no entienden El Zorro, ni The Matrix ni El señor de los anillos. No es que no entiendan esos relatos: es que les chupan un huevo como totalidad de sentido. Si encuentran allí una imagen que les sirva para comunicar lo que en ese instante quieren decir, la tomarán y usarán, sin importar que en el contexto de sus relatos originales esa imagen signifique lo contrario. No lo viven como una tergiversación. Para ellos no es más que un container a su disposición, que existe para ser rellenado con el contenido que se les cante.

 

 

 

El regreso de Mao

Ya lo anticipó William Gibson: el mundo virtual ha colonizado al mundo real. Autor de la novela Neuromancer (1984), Gibson acuñó la palabra ciber-espacio en 1981. En ese escenario vivimos hoy: "Una alucinación consensuada, que experimentan a diario billones de operadores legítimos, en cada nación". La de Gibson es algo así como una ciencia-ficción del presente. Porque en su universo ficcional no existe un futuro sobre el cual proyectarnos. Como dice uno de sus personajes: "Carecemos de futuros porque nuestro presente es muy volátil... Lo único que tenemos es risk management", una constante gestión en materia de riesgos inminentes.

 

William Gibson.

 

En ese contexto —porque a mí siguen importándome los contextos, las estructuras que articulan sentidos: los encuentro más necesarios que nunca—, es lógico que las instituciones vengan tirando error de sistema. Hablamos de organismos que fueron creados para un mundo que ya no existe. Velocímetros analógicos en un auto eléctrico: piezas de una tecnología obsoleta, que no encaja con el funcionamiento de un vehículo actual. Pero además se ocuparon de apilar capa sobre capa de burocracias y procedimientos, convirtiendo una gacela en un mamut y comprometiendo su velocidad —y por ende, su capacidad de sobrevivir— desde hace décadas. En las series que mencionaba, tanto Morck como Lamb son ejemplos de un Estado aún presente, pero ya no eficiente. Piezas de tecnología alemana que constituyen un desperdicio, en un motor ensamblado en La Salada.

A consecuencia de todo esto, nuestras instituciones-antigualla, que ya rendían como el culo y encima no reconocen el cambio del mundo que las rodea, están cayendo en el descrédito. Y esto puede asestarles el golpe de gracia. Porque una institución no sólo depende de un cometido y de una estructura funcional y competente: en el contexto social, supone también una cuestión de fe. Si no creés en esa institución, la ignorás, y al ignorarla le restás validez. Y somos muchos quienes la menospreciamos y actuamos como si no existiese, esa institución va a acelerar en falso y a quemar combustible a lo loco, pero sin moverse nunca de su lugar.

Las instituciones se están suicidando. Muchas se merecen el porrazo, estamos de acuerdo. Pero tampoco es para celebrar, porque, aunque últimamente lo hiciesen mal o a medias, cumplían funciones que seguimos necesitando. Y si tienen dudas al respecto, se las pueden sacar con facilidad. ¿Quiénes celebran la decadencia de las instituciones? Los dueños del Nuevo Orden Tecnofeudal y sus sicofantes. ¿Y por qué? Porque le convenimos indefensos, sin instituciones que nos defiendan.

 

 

Su intención es reducirnos a una condición equivalente a la de quienes experimentaron la Temprana Edad Media: gente suelta que vive en su parcelita, cultivando lo que come y exprimiendo a su ganado, en un mundo sin ley. Que arregla a palazos las disputas con sus vecinos, que para curarse apela a la curandera de la comarca, que cuando se le estremece el alma le reza a una deidad remota, que está resignada a que los bandoleros la desplumen de tanto en tanto y que carece de autoridad terrenal que la proteja. Para ser sincero, ya estamos a mitad de camino hacia ese paisaje. La única diferencia es que ahora no somos campesinos sino citadinos, y que cuando queremos examinar el alma no vamos al confesionario, sino que agarramos al celular. Los pibes lo entienden mejor que nosotros, porque esa es la única realidad que conocen. Los adultos vivimos como miembros de una familia venida a menos: disimulando miserias, fingiendo que la tapera es una maison. Pero, para los jóvenes, este páramo es su normalidad. Viven librados a su suerte, criaturas silvestres, esquivando a la soldadesca que representa al poder que sólo asoma para apalearnos o arrancarnos un diezmo, y con la cabeza estragada por el clero digital.

Por eso nos conviene revisar las instituciones, y al galope. Ver si todavía se las puede reconfigurar para que se integren al bravo mundo nuevo. Reescribirlas para que cobren sentido en esta alucinación que compartimos millones. Las que no pasen el test, serán descartadas, qué se le va a hacer. Pero sin duda surgirán otras, más adecuadas a las necesidades de este tiempo gibsoniano, que podríamos denominar Futuropresente.

Estamos en medio de un quilombazo, sí. Pero que, a la vez, nos presenta una oportunidad que no hay que dejar pasar. Lo dijo Mao Tse-Tung: "Todo lo que existe bajo el cielo es un caos absoluto. La situación es excelente".

 

 

 

 

 

 

 

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