A ochenta años del 17 de octubre de 1945, la historia vuelve a interpelarnos. Aquel día, el pueblo trabajador irrumpió en la escena política argentina para reclamar la libertad de Juan Domingo Perón, un coronel que había osado reconocer derechos a quienes nunca habían sido escuchados. Ese acontecimiento no fue solo un hecho político: fue el nacimiento de una identidad. Desde entonces, el peronismo dejó de ser únicamente un movimiento y se transformó en una memoria colectiva, en una forma de comprender la justicia y el poder.
El odio de las clases dominantes hacia ese pueblo que conquistó derechos no es un fenómeno del pasado. A lo largo de ocho décadas, se expresó en distintas formas: proscripciones, fusilamientos, dictaduras, persecuciones, estigmatizaciones mediáticas y económicas. Lo que se ataca, una y otra vez, no es solo a un líder o a una fuerza política, sino a una idea de país que coloca al pueblo en el centro de la historia.
En los años ‘80 y ‘90, tras la dictadura más sangrienta que conoció la Argentina y los 30.000 desaparecidos, el movimiento peronista atravesó transformaciones y contradicciones profundas. En la década del ‘90, de la mano de un proyecto que se presentó como peronista, el neoliberalismo y el Consenso de Washington se impusieron desde el corazón mismo del movimiento, contradiciendo sus valores fundacionales: la independencia económica, la soberanía política y la justicia social. Fue un intento de desarticular al peronismo desde adentro, después de no haber podido exterminarlo a lo largo de la historia con proscripciones, fusilamientos, exilios, desapariciones y dictaduras.
Con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno, en 2003, la Argentina inició una etapa de reconstrucción nacional. No solo se reactivó la economía con un modelo productivo basado en el crecimiento y la redistribución de la riqueza, sino que se recuperó la política como herramienta transformadora. La cancelación de la deuda con el FMI, la recuperación del empleo, la ampliación de derechos y la reconstrucción del Estado marcaron el inicio de una nueva época.
Ese proceso también representó el fin del Partido Militar y la reapertura de las causas por delitos de lesa humanidad, tras la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final. La política de Memoria, Verdad y Justicia dejó de ser un reclamo sectorial para transformarse en política de Estado. En los gobiernos de Néstor y Cristina, la Argentina volvió a tener un horizonte de soberanía nacional y de integración regional, con una mirada latinoamericana que buscó reducir las asimetrías y construir un destino común de independencia y desarrollo.
La historia de los pueblos no avanza en línea recta: se reconstruye en los actos de memoria que cada generación actualiza. El peronismo sobrevive porque su memoria no es archivo, sino práctica colectiva; porque se transmite en la experiencia compartida, en la cultura popular, en la palabra, en los gestos y en los símbolos que sostienen la identidad común. Esa memoria no pertenece al pasado: se habita y se construye en el presente, como expresión viva de un pueblo que reafirma su identidad en cada tiempo. No somos la repetición de lo que fuimos, sino la continuidad de esas luchas que nos constituyen y la base sobre la que se edifica lo que vendrá.
Ocho décadas después, comprendemos que la lealtad no se mide por la obediencia sino por la conciencia. No es un acto del pasado, sino la decisión de no resignar lo que el poder intenta arrebatarnos en cada época.
Ayer fue Braden o Perón. Era liberación o dependencia. Hoy, las negociaciones del Presidente Milei con Donald Trump y con el FMI reproducen la misma encrucijada: la entrega del país a los intereses del poder financiero y extranjero, o la defensa soberana de un proyecto nacional. Cambian los nombres, pero la disputa es la misma: quién decide el destino de la Argentina, si su pueblo o los intereses externos que buscan condicionarla.
Entre aquel pueblo que marchó por Perón y el que hoy exige la libertad de Cristina hay una misma certeza: los pueblos solo existen cuando ejercen su soberanía. Ocho décadas después, no hay distancia entre aquel 17 de octubre y este tiempo. Lo que cambia es la forma del poder y la forma de la resistencia. En cada intento de disciplinamiento, el peronismo vuelve a reunir a sus hijas e hijos en torno a una misma tarea: recomponer el horizonte de futuro. Porque la lealtad no es una consigna ni una fecha: es una manera de habitar la historia. Frente al mismo odio, seguimos eligiendo el mismo lado: el del pueblo, la justicia y la memoria. Y mientras existan pueblos dispuestos a defender esa idea de país, la historia del peronismo seguirá abierta.
Hoy, esa historia nos convoca nuevamente: por la libertad de Cristina, por la memoria viva de un pueblo que no se rinde.
* Lorena Pokoik es diputada de Unión por la Patria.
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