Hay un hábito persistente en la política argentina: anunciar la muerte del peronismo como quien expresa un deseo más que un diagnóstico. Desde hace décadas asistimos a una escena que se repite: la expectativa de que, ante cada crisis, el movimiento finalmente agote su capacidad de responder al tiempo histórico.
Sin embargo, esa expectativa choca una y otra vez con una realidad incómoda para sus detractores: el peronismo no se ajusta a los ritmos de quienes quisieran verlo clausurado. No es una estructura rígida ni un repertorio de consignas fósiles. Es, más bien, un proceso vivo que cambia, se contrae o se expande según las tensiones del país. A veces lo hace en silencio; otras, con irrupciones inesperadas; y también, en ciertos momentos, atravesando crisis que obligan a revisar nuestras certezas. Lo que hoy se debate no es su existencia, sino el modo en que vuelve a pensarse a sí mismo en un contexto que exige nuevas claves de lectura.
Comprender esa transformación implica observar con cuidado el país sobre el que se asienta. La Argentina contemporánea ya no se organiza en torno a los sujetos sociales clásicos del siglo XX ni tampoco respecto de los que emergieron con fuerza en la primera etapa del kirchnerismo. El paisaje social es más inestable: trabajadores de plataforma administrados por algoritmos, jóvenes hiperformados sin posibilidades de estabilidad, sectores medios que viven en caída lenta, mujeres sosteniendo la vida cotidiana desde trabajos invisibles, cooperativistas defendiendo espacios productivos cada vez más frágiles, familias que sobreviven encadenando changas. El trabajador de app, obligado a producir valor para empresas que no conoce, pagándose sus propias herramientas y soportando la incertidumbre de cada jornada, sintetiza esta época con una claridad inquietante. Esa fragmentación de las experiencias sociales no invalida las necesidades populares: las desplaza, las reconfigura y las vuelve más difíciles de nombrar con los lenguajes que hasta ahora nos fueron útiles.
La crisis que atravesamos no es solo económica o política; es una crisis de sentido. Las formas que ordenaban la vida social se vuelven insuficientes para explicar lo que sucede, mientras lo nuevo todavía no adquiere densidad. Y este fenómeno no es exclusivamente argentino. La reconfiguración del trabajo, la financiarización que condiciona decisiones soberanas, la erosión de los Estados frente a actores transnacionales y el malestar extendido aun en países con altos niveles de ingreso revelan una trama mundial que tensiona a todas las democracias. Un sistema que produce riqueza pero distribuye incertidumbre termina por desgarrar la experiencia cotidiana y desacomodar las brújulas colectivas.
En ese desconcierto proliferan discursos que prometen orden mediante la canalización del enojo. La derecha contemporánea, aquí y en otras geografías, ha demostrado habilidad para transformar la intemperie en identidad política. No requiere ofrecer un futuro convincente: le basta con señalar responsables cercanos y manipular la sensibilidad dañada de una sociedad que busca explicaciones rápidas. Ese mecanismo no construye soluciones; produce pertenencia momentánea.
Pero esas narrativas tienen límites. No hay apelación a la autosuficiencia que resista frente a la pérdida de ingresos; no hay exaltación de la libertad individual que pueda sostenerse cuando el Estado desaparece y la vida cotidiana se vuelve una sucesión de riesgos. La experiencia concreta termina por desmentir los discursos que la niegan.
Nuestra tarea, como parte del movimiento nacional y popular, no consiste en disputar en ese terreno, sino en elaborar una esperanza razonable. Una esperanza que se construya con responsabilidad y con la voluntad de comprender el tiempo presente sin idealizaciones ni consignas prefabricadas. Para eso necesitamos recuperar la capacidad de nombrar lo que ocurre antes de que otros lo definan en clave de rencor.
En ese esfuerzo, ningún análisis puede pasar por alto un dato decisivo: Cristina Fernández de Kirchner, la dirigente con mayor densidad política e intelectual del peronismo contemporáneo, está presa y proscripta. Este hecho no expresa únicamente una disputa jurídica; forma parte de un dispositivo más amplio de disciplinamiento político que atraviesa a la región. No se trata de casos aislados, sino de una matriz que se activa allí donde proyectos populares conmueven intereses económicos que no aceptan ser regulados. La democracia argentina está condicionada por este mecanismo, y asumirlo es parte de la honestidad intelectual que el momento exige.
La centralidad de Cristina no se explica solo por la adhesión afectiva que despierta —dimensión indiscutible en un movimiento que se construye también desde los vínculos—, sino por su capacidad para leer la estructura económica y política del presente. Cuando habla de la necesidad de una nueva estatalidad, no reivindica un Estado del pasado: señala la urgencia de diseñar herramientas capaces de regular poderes que hoy actúan sin contrapesos. Lo mismo ocurre con su lectura del endeudamiento y la pérdida de autonomía nacional: no son advertencias nostálgicas, sino diagnósticos precisos sobre un orden global que vuelve vulnerables incluso a países con mayor institucionalidad que la Argentina.
En tiempos de incertidumbre, la conducción no es un organigrama; es una orientación. Es la capacidad de ofrecer claves para interpretar lo que sucede y para articular fuerzas dispersas. En ese plano —el del sentido, no el de los cargos—, Cristina ha sido una referencia para quienes buscamos comprender hacia dónde se desplazan los ejes del poder y de la vida social. Reconocerlo no clausura debates internos: los vuelve más honestos.
Los desafíos del peronismo no se reducen a ingeniería electoral. En un escenario donde las tensiones forman parte de la propia dinámica de un movimiento popular, y donde lo que está en disputa no es solo representación, sino sentido histórico, se vuelve necesario reconstruir un lenguaje común que permita ordenar diferencias. Ese lenguaje debe recuperar tres coordenadas fundamentales: capacidad de decisión sobre la economía; afirmación soberana en un mundo atravesado por actores globales que condicionan políticas nacionales, y un proyecto de justicia social capaz de recomponer un pacto colectivo hoy fracturado. No son reivindicaciones simbólicas: son condiciones de posibilidad para cualquier proyecto nacional real.
La reconstrucción de una mayoría social constituye un desafío incluso mayor. No es la primera vez que lo enfrentamos, pero sí la primera vez que lo hacemos en un contexto donde la precariedad se volvió una forma dominante de existencia. Habitamos un mundo signado por tensiones que exceden las fronteras: crisis climáticas, desplazamientos masivos, conflictos bélicos y un sistema económico que combina concentración extrema con desprotección extendida. En América Latina, las promesas de integración conviven con nuevas modalidades de dependencia y con un resurgimiento de fuerzas que conciben la política no como ampliación de derechos, sino como administración del desgaste social. Pensar un proyecto nacional y popular hoy exige inscribirlo en esa trama, sin renunciar a lo propio y sin adoptar lecturas que nos reduzcan a una periferia sin capacidad de decisión.
Lo que se observa hoy en el peronismo no es un final, sino un momento de redefinición. El movimiento atraviesa un proceso de desprendimiento de categorías que ya no explican el presente, al mismo tiempo que intenta preservar y actualizar su columna vertebral conceptual. Sabemos que la unidad no se decreta: se construye. Sabemos también que la conducción no se impone por la fuerza de los nombres, sino por la claridad de las ideas. Y sabemos que la memoria no alcanza si no se convierte en herramienta para orientar el porvenir.
Lo que define este tiempo no es la debilidad del peronismo, sino la magnitud de los desafíos que enfrenta. Incluso con Cristina proscripta. Incluso en una sociedad donde la desigualdad amenaza con hacerse permanente. Incluso frente a derechas que administran el malestar en clave de resentimiento. Incluso en un mundo donde el poder económico opera por fuera de los controles democráticos. Aun así, el peronismo sigue siendo la única fuerza con vocación de construir una mayoría social basada en la dignidad.
Y es eso, precisamente, lo que explica el afán de ciertos sectores por declararlo muerto. Porque saben que proscribir a una dirigente puede alterar el juego electoral, pero no puede desarticular la demanda social que dio origen al movimiento. Saben que no existe sustituto técnico para la representación de los sectores populares. Y saben, aunque no lo admitan, que, mientras exista pueblo, persistirá la promesa de justicia que el peronismo encarna.
El peronismo no atraviesa un ocaso. Entra en una etapa donde deberá redefinir sus herramientas sin renunciar a su razón de ser. Un tiempo que aún busca su forma definitiva, pero que ya se expresa en nuevas organizaciones, en gestos dispersos de solidaridad y en preguntas que brotan incluso en los márgenes. Lo que viene no exige uniformidad ni adhesión automática: exige honestidad intelectual y voluntad de construir en común. Tal vez lo determinante no sea encontrar todas las respuestas ahora, sino sostener la búsqueda colectiva con la convicción de que, aun en la incertidumbre, la dignidad popular sigue siendo la brújula más clara para orientarnos.
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