A casi 100 años de la aparición del colectivo en el Área Metropolitana de Buenos Aires, ésta tiene una de las redes más grandes del mundo –sólo superada por el Distrito Federal de México y por Pekín– a través de la cual transporta cotidianamente a 12 millones de pasajeros, que representan el 80% de los viajes que se realizan en transporte público.
El transporte público de pasajeros (TPP) constituye un servicio básico del que depende el desarrollo social y material de la sociedad. Es un servicio esencial en la medida en que las condiciones de su prestación afectan la consecución de otro conjunto de derechos, como el acceso a la educación, la salud, el trabajo y la recreación. Pese a ello, los intentos del Estado argentino por regular su oferta en cantidad y calidad desde una perspectiva que atienda integralmente (a los diferentes grupos sociales) las necesidades de movilidad de la población han sido extremadamente débiles. Y desde hace años, la red ha quedado anquilosada, sin observar la esencialidad del servicio.
Por su parte, el ferrocarril de la metrópolis –a pesar de una gran mejoría reciente en varios ramales– ilustra ciertamente las deficiencias de planificación del TPP. A la nueva estación ferroviaria Belgrano C, inmensa y modernísima (al estilo y nivel de las parisinas), llegan muchos colectivos que finalizan allí su recorrido, bajando los pasajeros a dos cuadras del ingreso a la estación. Construida recientemente en hierro y vidrio traslúcido, que incita a gozar de la luz del día y contemplar el cielo día y noche mientras se espera la llegada del tren, es una estación deslumbrante para la foto de los turistas aunque no ofrece servicios básicos apropiados a las personas que transitan día a día por ella. Menos aún para personas con movilidad reducida (PMR), que –entre otros martirios infligidos por una sociedad poco cuidadosa de aquellos por fuera de la “normalidad”– deben buscar con telescopio y lupa los carteles qué indican dónde hay rampas de acceso o no-asientos para descansar. La estética deslumbrante no compensa lo inexplicable de varios sanitarios existentes que suelen estar cerrados (incluso el apto para minusválidos) por motivos varios, o lisa y llanamente sin motivo alguno.
Las dos largas cuadras que deben recorrer los pasajeros que bajan de los colectivos hasta entrar en la estación no tienen siquiera un techito protector de la lluvia, el viento y el sol, así como algún medio de ayuda para las PMR. Me pregunto: ¿cómo habrán decidido ese punto final del recorrido? ¿Habrán pensado en las personas con dificultades para movilizarse? ¿O antes bien en maximizar beneficios de la empresa de ferrocarril (y las de colectivos) así como de las arcas municipales para no haber hecho una estación de transferencias entre el ferrocarril y tantas líneas de colectivos que pasan por la estación?
A su vez los colectivos están implementando paradas con demasiado distanciamiento entre una y otra, primero por el Metrobús de la avenida 9 de Julio; luego por las avenidas Santa Fe, Belgrano y Córdoba, en las cuales se instalaron alejadas entre tres y nueve cuadras, no aptas para las PMR, que además no son advertidas de ello sino que resultan sorprendidas por lo insalvable. Al interior de los vehículos, los pasajeros se encuentran aún con más sorpresas, bastante poco gratas salvo para equilibristas: el diseño de sus asientos no es ergonómico y en consecuencia en cada frenada hacen resbalar al pasajero sentado, que para peor no cuenta con agarraderas apropiadas, no bamboleantes, a la altura de humanos de toda talla y no exclusivamente de basquetbolistas. No todos los vehículos permiten el acceso a personas en silla de ruedas u otros medios ortopédicos. A ello se agrega que buena parte de los conductores frenan y arrancan como mejor se les ocurre, sin considerar que transportan pasajeros, muchos de los cuales, sometidos a esos sacudones, a veces se caen, golpean y lastiman. Choferes que muchas veces por la tiranía de los cronogramas impuestos por las empresas (otras, tal vez, por desidia) no observan paradas donde esperan pasajeros extenuados. En suma, las personas usuarias son transportadas en peores condiciones relativas que el ganado, ya que los conductores de camiones con animales en pie son penalizados –y por ende se cuidan– si “el ganado resulta perdido” o si sufre mermas de peso y/o lastimaduras; mientras nadie registra el estado de extenuación, psicológico y (a veces) el daño físico con el que arriban las personas al final de sus recorridos.
Desde una perspectiva de derechos humanos, lo que sucede con el transporte público de pasajeros en el AMBA es una absoluta aberración, en flagrante violación de leyes nacionales y convenciones internacionales de variado orden. Puede verse en ello que –una vez más– mientras el desarrollo tecnológico da pasos agigantados, llenando los bolsillos de algunos vivillos, la sociedad se beneficia muy poco ya que las tecnologías se aplican para aumentar las ganancias privadas de quienes se las apropian. La conclusión es que para encarar la problemática con alguna pretensión de éxito se necesitan órganos de planificación y control del transporte, en los cuales los usuarios tengan representación efectiva y activa para garantizar un derecho esencial como el transporte público inclusivo.
En las antípodas, una ciudad sostenible y planificada como Campinas, en Brasil, disfruta del transporte público inclusivo hace más de dos décadas, cuando –por ejemplo– diseñó e instaló asientos de colectivos que ocupan el doble de espacio, concebidos para personas muy voluminosas, luego de haber tomado nota de que las mismas existen y tienen derecho a viajar cómodamente.
En décadas anteriores el Estado argentino contaba con órganos de dirección y control del TPP, aunque cabe subrayar que eran muy escasas las acciones virtuosas de los mismos. En la actualidad, por lo que se está viendo con el desmantelamiento de dichos órganos, el transporte puede llegar a tornarse errático, caótico y peligroso. Las consecuencias son dramáticas para las personas usuarias –también para la sociedad en su conjunto–, que ya ven seriamente disminuidas por ello sus capacidades de trabajo, de estudio, de disfrutar relaciones sociales, espectáculos y salidas nocturnas.
Frente a ese aciago panorama, cabe recordar una ordenanza municipal del 11 de junio de 1926 que, a poco de haber empezado a funcionar el primer sistema de colectivos, daba un plazo de seis meses para que los “ómnibus” (colectivos de entonces) de Buenos Aires reemplazaran llantas de goma maciza por otras con neumáticos. Aquellas fueron entonces prohibidas por las autoridades para los ómnibus mientras seguían estando permitidas para los camiones, diferenciando de esa manera el transporte de pasajeros del transporte de mercancías; privilegiando al primero por certeros motivos de confortabilidad.
Casi un siglo ha pasado desde el nacimiento del colectivo porteño, tiempo durante el cual el desarrollo tecnológico ha logado avances impresionantes. Sin embargo, la organización de la sociedad no ha evolucionado de la misma manera, sino que por lo visto ha retrocedido en la falta de atención y cuidado de la mayoría de las personas, como evidencia el transporte público en la Argentina, país que un siglo antes fuera pionero en la materia en América Latina.
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