PESADILLAS NAIF

Los cuentos de Leonora Carrington conjugan fábulas con mujeres fantásticas

 

Marca de época, espíritu de secta, simple machirulismo, guarango prejuicio, parecen haberse acumulado para dejar a Leonora Carrington (Lancashire, 1917-México DF, 2011) a la sombra del artista plástico Max Ernst —quien fuera su pareja— en especial y del movimiento surrealista en particular. Lo cierto es que esta multifacética creadora avanzó, tanto en su obra plástica como literaria, sobre las pautas estéticas no menos que sobre el espacio conceptual de lo que hoy se entiende como surrealismo. Se despega del automatismo inherente a la asociación libre para dar paso a tramas articuladas que le permiten estructurar cuentos y hasta novelas, como se vio en La trompetilla acústica. Funda un estilo propio que, si bien incorpora parámetros propios de la movida generada por André Bretón en 1924, logro extenderse hacia una conjunción entre la fábula y la expresión fantástica.

 

La autora, Leonora Carrington.

 

Así se comprueba con la aparición en lengua castellana de los veinticinco Cuentos completos donde se reúnen aquellos compilados en los Estados Unidos en dos libros de 1988, mas otras tres historias inéditas, que abarcan la producción de casi medio siglo. Escritos en inglés algunos, en francés otros, dos en castellano (“De cómo fundé una industria o el sarcófago de hule” y “Et in bellicus lunarum medicalis”) fueron traducidos al mexicano por Una Pérez Ruiz en versiones acertadas, una vez que el lector logra hacer abstracción de estar escuchando a la Chilindrina. Protagonizados de una u otra manera por una voz femenina, las historias de Carrington confluyen en una mordaz puesta en cuestión del universo varonil, diluido en la críptica sutileza de una sociedad animista, formal y aristocrática, rara vez compuesta por seres morfológica y conductualmente humanos. Universo que le permite a la autora relatar situaciones etéreas que de pronto cobran una cruel atrocidad, cuando no se zambullen en lo siniestro. Pinceladas bizarras envueltas en una mofa alusiva a los apólogos morales con que las puritanas institutrices inglesas del siglo XIX convocaban el sueño de los niñitos burgueses.

Una galería de seres extrañísimos puebla cada uno de los relatos sin que se pierda la verosimilitud de la trama. El fantomático es un pajarraco negro, cuenta “El Cadáver Feliz”, que se replica a medida que alguien se aproxima al infierno. Describe éste último como al pasar: una miscelánea intrascendente mientras revela la historia de su padre, ejecutivo de una empresa “que debía acabar con ciertas personas mediante montones de documentos legales que demostraban que le debían grandes cantidades de dinero con el que no contaban”. Establecimiento comercial dedicado a los seguros de vida “con los que se pretende considerar como algo útil y tranquilizador tener una muerte violenta y dolorosa”. En otra ocasión, una virginal jovencita se presenta en el desván sin ventanas donde mora su hermana Juniper, posada sobre una percha cerca del techo, “una criatura de cuerpo níveo y desnudo al que le salían plumas de los hombros y alrededor de los pechos”, con brazos blancos que “no eran alas ni brazos. Una mata de pelo blanco caía sobre su cara, de piel como mármol”. Nunca se trata de deformidad, más bien de circunstancias: “Nuestra familia es modesta, mi madre es una vaca. Más bien, mi madre es un ventilador con cara de vaca. ¿Quién es ella? ¿Acaso vive oculta detrás de su ser ventilador? Una cara que oculta otra que oculta… ¿Quién soy yo para decirlo? Preguntamos aquí, ¿quién eres? Los que la conocemos la llamamos santa, pero somos muy pocos”.

 

Leonora Carrington, Max Ernst, Marcel Duchamp y André Breton, Nueva York, 1942.

 

Santidad y ritual religioso resultan contextos tan habituales en las historias de Carrington como los cipreses, jardines y caballos animados en sus locaciones. De Virginia Pelaje “no se podía asegurar que fuera un ser humano; simplemente su olor lo hacía dudoso: una mezcla de especias y carne de caza, establo, pieles y pastos”. Se alimentaba de perros ovejeros extraviados “y, una que otra vez, de corderos o niños, aunque estos últimos no abundaban”. Pese a que había vendido su alma por un kilo de trufas a Boniato el jabalí, San Alejandro se obstina en salvarla ofreciéndole una preciosa tumba a la vera de su propia iglesia, ornada con estatuas de sí mismo. “También había algunas de Jesucristo, pero mucho más pequeñas”, acota el santo, al tiempo que le ofrece tesoros y un ejemplar de su libro Mi vida inmaculada, o rosarios del alma de san Alejandro, escrito por él mismo y encuadernado con incrustaciones de piedras preciosas azul pavo real”. En otro tramo, un personaje se lamenta: “Por desgracia, la Iglesia prohíbe los asesinatos privados, de modo que me veo obligado a pedir su ayuda. Es usted protestante, ¿cierto?” Cuestión que la historia se descarrila, o más bien se encarrila, para que todos sigan sus vidas, “salvo el eclesiástico, que se ahogó trágicamente en la piscina de la residencia: se dice que lo atrajeron al agua unas sirenas disfrazadas de niños de coro”.

Con manejo del lenguaje que la traducción logra honrar, Leonora Carrington cuece atmósferas congruentes con la versatilidad de su obra plástica, en la que una oscuridad escapa a lo tenebroso para empaparse de espíritus lúdicos, antropomórficos, portantes de una humanidad que al escabullirse, refulge. Efectos de luminosidad literaria donde el disfraz naif encarna el espíritu crítico con la magia de quien generó obra durante más de una media centuria, donde se intercalaron la crueldad más salvaje con las poéticas más revolucionarias.

 

 

FICHA TÉCNICA

Cuentos completos

Leonora Carrington

 

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2021

175 páginas

 

 

 

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