Piazzolla, los años del tiburón

Una película deliciosa sobre un monstruo de la voluntad

 

En general no me gusta ir al cine porque la intensa vida social del público, con sus murmullos, toses, risas y telefonitos, me distrae de la pantalla. Cuando vi el trailer de Los años del tiburón, Coco Blaustein me dijo que me conseguiría un DVD o un link para verla en streaming.

 

 

Pasaron los meses sin novedad y la semana pasada, después de cerrar la edición dominical del Cohete, me fui hasta el Gaumont, que ha sido remodelado con la calidad que el cine argentino merece, para ver la película de Daniel Rosenfeld. No sólo está muy bien hecha, además es conmovedora, porque no hay talking heads ajenas al núcleo íntimo familiar: su primera esposa Dedé (era como una madre, dice Astor para explicar la separación); sus hijos Daniel y Diana, que creían vivir la familia perfecta hasta que un día papá se despidió y anunció que no volvería. Diana, a quien conocí poco, descuidó la poesía por su militancia en las FAP, cosa que Astor sutilmente le cuestiona. A quien traté mucho, en los años de la CGT de los Argentinos y la gestación de las orgas revolucionarias, fue a su pareja, Alberto Villaflor, primo de Raimundo y Rolando, un hombre triste que terminó tirándose por la ventana. Pero la imagen de la desolación es la de Daniel, el guardián de los tesoros familiares que pasó diez años sin hablar con el padre porque Astor no soportó que le dijera que en su época italiana estás-dando-un-paso-atrás. Todo esto tiene para mi resonancias profundas, porque mi primera nota a los 15 años fue un reportaje a ese cabrón de Astor que se peleaba con los tangueros tradicionales porque no eran capaces de entender y aceptar la música maravillosa que El Gato estaba haciendo, con el quinteto y el octeto del Nuevo Tango.

Después de la proyección necesité compartir con alguien tantas sensaciones y llamé a Oscar López Ruiz. Somos amigos desde que salimos de la adolescencia, aunque hace años que casi no nos vemos. Oscar se acuerda de nuestros encuentros en Jamaica y 676, los boliches donde Piazzolla alternaba con los jazzeros, en una época en la que Sergio Mihanovich y Santiago Giacobbe me enseñaron a escuchar y entender la música, aunque nunca me animé a profanarla con mis manos.

Cambiamos recuerdos y volví a elogiar el libro que escribió sobre Piazzolla, con quien compartió veinte o treinta años de complicidad musical, Pantaleón un paso más adelante con su Doble A que pesa diez kilos y que requiere tanta fuerza como pescar un tiburón; Oscar a su derecha, inclinado sobre la guitarra. Ahora que Oscar y su compañera, la exquisita cantante Donna Carroll, tienen 80 y yo los sigo de cerca, valoro en toda su hondura la frase de Borges sobre lo difícil que es ser una persona que casi no tiene contemporáneos (aunque tal vez Georgie pensaba en coetáneos, que es más preciso pero no suena tan bonito).

En ese libro, Oscar cuenta una anécdota deliciosa que Rosenfeld completó en la película con la música que López Ruiz grabó al piano, mientras ensayaban los tangos y milongas que Astor compuso sobre poemas de Borges. Quien canta, muy afinada y sensible, es la esposa de Piazzolla, Dedé Wolf.  Borges asistía a esos ensayos en casa de los músicos y el día de la grabación estuvo con la cara sobre las manos apoyadas en el bastón, escuchando la versión final, cantada por Edmundo Rivero. Es uno de los grandes pasajes de la película. No te lo arruino contándote el final. Escuchalo por vos mismo:

 

 

Y aquí la versión cantada por Rivero:

¿No te parece que a pesar de todos los horrores que sabemos, padecemos y nunca minimizamos, la Argentina es un país extraordinario, y haber vivido y luchado aquí en estos años, un privilegio único?

PS: Al tonto que todas las semanas cambia de nombres para abominar de la música, de mí puede decir lo que quiera, que me trae sin cuidado. Pero si se mete con Astor, lo bloqueo de un clic. Es una cuestión de proporciones.

 

 

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