Pobre, mi América pobre

El egoísmo de los fuertes y ricos no alcanza tan siquiera a generar una lucha de clases tradicional

 

Muertes en mi país, atribuibles a la función policial de entidades varias creadas con ese carácter, aunque supuestamente para la realización de otros fines, se sobreentiende, muertes sin condena alguna —y aunque la hubiera en todo caso más graves que el resultado juzgado, pues nuestro Derecho no reconoce a la muerte como pena—, muertes y desapariciones en México, sin siquiera saberse el por qué, muertes en Colombia, siempre atraída por este modo de la política, del adversario político como enemigo, y ahora debido a protestas populares reprimidas, muertes y cegueras en Chile, precisamente por represión de protestas populares, muertes, encierros y desapariciones en Brasil, incluso como consecuencia de un apetito irrefrenable de mayor riqueza, más muertes en Bolivia, como secuencia de un golpe de Estado contra quien, hasta ese momento, ejercía el gobierno por mandato de su mayoría aborigen y exposición ancestral de quienes pretenden sin razón alguna tener otra naturaleza de nacimiento, que genera odio hacia las demás personas como si no fueran seres humanos o lo fueran de una categoría inferior; Dios quiera, como se espera, sin contagio alguno para el pueblo uruguayo.

Si antes lloraba por mi América pobre, pues los dueños de su tierra y de sus fortunas, unos pocos en relación a quienes viven en su patria, sometían políticamente a su antojo a sus gobiernos y vendían su soberanía de decisión por monedas, para mantener sus heredades, hoy lloro por la vida de aquellos que, sin doblegarse, protestaron por la enorme desigualdad imperante y, según aquellos dueños, merecían por ello la muerte, aun cuando ni siquiera los conocían, aun cuando los enviados al cadalso sin condena sólo participaban en una protesta por obedecer al supremo principio de la igualdad y ensayaban por ello la práctica de la solidaridad con quienes la desigualdad producía exclusión social. El egoísmo de los fuertes y ricos no alcanza tan siquiera a generar una lucha de clases tradicional; más bien tiene origen en el odio, el desprecio como ser humano, el agravio y, al mismo tiempo, la felicidad que para ellos provoca la diferencia que genera hoy escuelas separadas, barrios cerrados, transportes especiales, gobiernos irresponsables que en lugar de perseguir el bien común, para todos, se aprovechan o pretenden aprovechar de la paciencia que una mayoría de excluidos, pobres o insatisfechos tienen por el poder “institucionalizado democráticamente”, para acrecentar los bienes de unos a costa de los demás, que pagarán por ellos.

No es más lucha de clases, como imaginó Marx, ambas compuestas por seres humanos, de capitalistas contra trabajadores y lúmpenes, sino, antes bien, desigualdad como norte de quienes no se conforman ni siquiera con mucho, son golosos de la riqueza, cuya piel les impide considerar al otro como ser humano digno, avaros de la idea de una sociedad cuya grieta —hoy palabra de moda— les impide considerar al otro como creador, en todo caso a su lado y necesario para él y para esa creación. No se dan cuenta de que el día en que el Otro desaparezca, ellos también sucumbirán, pues sus merecimientos no pasan por él como individuo, sino por todos, como colectivo social. Lo peor de todo, quizás, reside en su sometimiento a otros, más poderosos que ellos, quienes también los piensan a ellos mismos como sobrantes, esto es, en la pérdida de soberanía sin crítica ni defensa alguna que les ha concedido graciosamente su nacimiento en una nación y que hoy regalan por la promesa incumplible de mantenerlos en su posición, pues en esa comparación también se esconde el desprecio y la exclusión de unos sobre otros.

Esta América que odia, que reprime, que mata, no sólo soporta en su misma tierra irredenta a quienes, nacidos aquí, tienen sus ojos puestos en tierras lejanas, predominantes económica y culturalmente, centros imperiales que conducen sus destinos, sino que, a la vez, ordenan sus comportamientos conforme a las decisiones imperiales de estos últimos y, en el mejor de los casos, huyen de su tierra natal después de haberla expoliado con fines utilitarios al extremo. Son inmunes e impunes a la decisión de sus congéneres, cuyas decisiones ellos desconocen hasta el punto de expulsarlos del poder político obtenido democráticamente por la fuerza de la soldadesca o institucional bien paga, mercenaria, enviada a educarse según las conveniencias de los países imperiales. Frente a ellos Poncio Pilatos y su actitud ante el acto de juzgar a Cristo quedan reducidos a una minúscula realidad.

Y guay de pedirles que se esfuercen por el bien de los demás y de todos (bien común), por aminorar las consecuencias que ellos mismos han provocado, pues, negadores de todo lo colectivo y defensores del individualismo más corrupto imaginable, son veloces para reunirse y amenazar a quienes intentan gravarlos, requerirles un esfuerzo, en definitiva, pedirles acrecentar su fortuna menos de lo posible por un tiempo. Las palabras “auxilio” o “ayuda”, “confraternidad”, aun empleadas de modo temporario, son ajenas a su vocabulario y, antes bien, a su comportamiento social. Angurrientos de profesión, buscan su favor ante todo, sin importarles la suerte de los otros, de sus congéneres, a los que, por ello, no consideran como tales. Esos son los indios o indígenas, los llamados negros, los pobres, los indigentes, que encuentran a diario, sin conmoción alguna, ignorándolos y evitando su contacto.

Hoy nos hallamos frente a esta triste realidad: quienes provocaron un país pobre e indigente colectivamente, pese a los bienes que encierra su territorio, por acción de aquellos que todo tienen, niegan su nación y odian a buena parte de sus habitantes, concediéndoles la única posibilidad de la exclusión social o su muerte, por una parte, y aquellos que, nacidos en esta tierra, desean conservar su origen y desarrollarlo, para poder vivir igualitariamente como colectividad, sin resignar su origen, por la otra, dispuestos seguramente a poner el hombro para salvar la nación. En el medio, además, una manga de mediospelos que prevén salvarse adhiriendo a los primeros, que procuran para ello seguir sus costumbres y desarrollar su individualismo ético. Ellos no alcanzan a comprender por qué los pobres no se bañan cotidianamente, no visten ropas pulcras o de moda, hasta usan polleras (faldas), tienen piel cobriza y ojo morenos casi siempre, etc.

Para colmo de males hoy el mandar a matar a personas desprevenidas, por odio y desde el Estado, no se titula de asesinato ni de crimen de lesa majestad, sino que constituye, antes bien, una defensa anticipada digna de festejo, preparada y ejecutada por mercenarios indignos de todo rastro de humanidad que les permita rechazar esas órdenes, y sus muertos accesorios, incluso niños, que caen bajo el anónimo rostro de “daños colaterales” y así son reportados. No pretendo una defensa post mortem de personas a quienes desconozco por completo, incluso en el desarrollo de su profesión, pero acepto y utilizo el lenguaje de nuestro idioma que denomina asesinato o crimen a la acción de matar sin posibilidad de defensa alguna, pune a sus instigadores y ejecutores como autores de esos crímenes y, cuando son ejecutados por un Estado o por su cuenta los llama crímenes de lesa humanidad. No se trata de tergiversar la realidad con la horrible utilización del  idioma.

 

 

 

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