POR EL CONFLICTO, A LOS DERECHOS

Perón, Eva Perón, Néstor y Cristina no le tuvieron miedo al conflicto, inevitable para resolver problemas

 

Siempre es fácil criticar desde la tribuna a los que corren tras la pelota en el campo de juego. Si bien hay periodistas deportivos responsables que ilustran porque saben técnicamente lo que dicen, no cualquier hincha desde la tribuna reviste esas condiciones.

Pero una goleada como la del domingo impacta emocionalmente y la invitación a recomponerse y seguir adelante no excluye que, sin caer en el juicio fácil ni pretender ningún monopolio de la verdad, haya algún hincha capaz de aportar algo, porque también desde la tribuna se tiene una visión más completa de la cancha y, en una de esas, en el entretiempo, es posible soplarle algo al técnico, que contribuya a revertir la situación, máxime cuando el riesgo futuro es el de un desastre de mayores dimensiones todavía que el que se recibió en 2019.

Vistas las cosas con la mayor frialdad posible dentro de lo humanamente exigible, ante todo no cabe duda que las dos pandemias –la del neoliberalismo y la del virus– dejaron una catástrofe, que es el contexto en que se debió gobernar en estos dos últimos años. A eso se sumó una situación institucional que no facilita las cosas, es decir sin mayoría propia asegurada en las Cámaras del Congreso, con una justicia montada en parte a dedo con los jueces propios del lawfare, un ministerio público descabezado en manos de un funcionario a la medida de la oposición y una Corte Suprema en la vereda opuesta. En lo económico, una deuda astronómica que se debe negociar esquivando ajustes. En lo social, una marcada concentración de riqueza, con jubilaciones y pensiones por debajo de la línea de pobreza, inflación y descontrol de precios de alimentos, no son para nada buenos indicadores de mínima justicia social teniendo en cuenta que en los cuatro años previos se había acentuado mucho la estratificación y consiguiente desigualdad social. En lo político las cosas tampoco son sencillas, porque se cuenta con una fuerza política frentista que, si bien goza de una sana heterogeneidad y tiene una militancia envidiable, algunas veces parece agrupar más por el pánico que por el amor.

Todo ese paquete de elementos negativos lo cierra el moño del partido político de medios –llamado medios hegemónicos– y una oposición desalmada y jugada por los intereses financieros, que no respeta el menor y más elemental límite ético y a veces ni siquiera humano.

Pero sin perjuicio de todo lo anterior –que sólo alguien privado de los cinco sentidos podría negar– también debe reconocerse que, para el electorado, se hicieron algunas cosas mal o no se hicieron, y la reacción fue un garrotazo electoral que obliga a escuchar la vox populi y a pensar seriamente qué dice.

Esto último es ahora una verdad poco discutible, porque es obvio que algo determinó que una parte del 48% del 2019 decidiese dispersarse de una forma que desde un frío cálculo lógico no resulta racional, porque no se explica que quienes más sufren voten a quienes proponen derogar la indemnización por despido y emiten juicios elitistas desde Palermo, o bien no voten y les dejen el campo libre.

Pero esto no significa que esa parte del electorado sea irracional ni que se corra a la derecha fascista. Estas afirmaciones superficiales son falsas, implican una subestimación ofensiva a nuestro pueblo, que fue el mismo que votó hace dos años, y además son formuladas sin tener en cuenta que derecha e izquierda son conceptos que deben matizarse en una región victimizada por el tardocolonialismo financiero con disfraz liberal.

Estas simplezas olvidan que la bronca contra la injusticia no sale de la razón sino de la esfera emocional o afectiva, que hace que cuando alguien sienta una profunda bronca le tire al otro con lo que tiene más a mano.

Es cierto que lo más determinante fue la economía, que privilegió lo macroeconómico en desmedro de lo micro, tal como lo señalan algunos protagonistas en sus primeras reacciones, pues por lo que sea, lo cierto es que no se logró revertir la pobreza que dejó la pandemia neoliberal. En consecuencia, no sólo será necesario escuchar mejor sino resolver el problema. Pero para eso, entre otras cosas, también será necesario plantarse frente a los formadores de precios y, con toda seguridad, eso generará un conflicto.

También generaría un conflicto de máxima resonancia plantarse frente a una Corte Suprema que pondrá todos los obstáculos imaginables e inimaginables a cualquier medida económica fuerte, como lo demostró al asumir el papel de máxima autoridad científica en epidemiología y al no importarle que se haya condenado a alguien en base al dicho de un testigo sobornado. No menos estruendo conflictivo causaría confrontar con los jueces del lawfare, que continúan alegremente su campaña persecutoria con presos políticos y procesos inventados.

Más grave aún sería el conflicto que generaría restablecer la vigencia de la ley de medios, pues se volvería loco el partido político único del monopolio mediático (versión folklórica de trozos del Pravda y del Völkischer Beobachter con chimichurri) que todos los días lanza las peores infamias y hace circular las fake news más escandalosas e insólitas, hasta tomar impunemente cualquier veneno por televisión.

Es verdad que no conviene abrir todos los frentes de lucha y menos generar conflictos gratuitos, pero la cuestión es que los problemas existen y no es posible resolverlos sin pisarle algún pie a alguien y generar un conflicto. Es inevitable optar entre conflicto y solución y no conflicto y no solución.

Es más que obvio que no siempre se sale bien parado del conflicto, pero el 48% que en 2019 votó contra los que estaban destruyendo el país lo hizo siguiendo la bandera de una fuerza política nacional y popular, enmarcada históricamente en el movimiento emancipador que postula como objetivos estratégicos la soberanía política, la independencia económica y la justicia social.

El movimiento nacional y popular argentino tuvo luces y sombras, alguna agachada en que vendió las joyas de la abuela, pero incluso en esos malos momentos nunca descuidó la microeconomía y, cuando hubo que remontar el desastre, retomó la épica del conflicto. Perón, Eva Perón, Néstor y Cristina no le tuvieron miedo al conflicto, que es inevitable para resolver problemas. Y a lo largo de casi ochenta años hubo confrontaciones que dieron lugar a triunfos y derrotas. ¡Vaya si hubo batallas perdidas en la lucha! Pero también otras ganadas, por cierto, y por suerte muchas.

Los sociólogos suelen dividirse entre sistémicos y conflictivistas. Hay quienes conciben a la sociedad como un sistema asentado sobre el consenso, y otros como un conjunto de grupos en conflicto con cierto equilibrio inestable. Ninguna de ambas visiones es verificable, pero se trata de algo así como dos armarios en que cada sociólogo ubica los hechos sociales y desde allí los explica. En esto, ambos tienen dificultades, porque los organicistas o sistémicos no pueden explicar bien la dinámica de las sociedades, y los conflictivistas tampoco los elementos de permanencia. Pero lo único cierto es que el conflicto es el motor de los cambios sociales y, como ninguna sociedad humana es estática, el conflicto es inherente a toda sociedad.

El movimiento nacional y popular fue siempre de lucha y, como en sus momentos de mayor brillo, para resolver problemas no escatimó plantear conflictos, fue el gran dinamizador del cambio en la sociedad argentina. Incluso cuando no tuvo éxito, igualmente planteó bien el conflicto, con posiciones claras, de modo que todos entendieran que si no se pudo no fue por falta de vocación de cambio sino que si ahora no fue, será en la próxima y la lucha sigue.

Esa lucha política siempre es por derechos, porque estos nunca se obtienen por consenso ni por cesión graciosa sino por conflicto. No se trata de hacer lo imposible sino de hacer lo posible y esforzarse para que lo imposible sea posible y, si no lo fuere, que quede claro que se planteó el conflicto y que se seguirá luchando sin temor, porque el conflicto es lo que atrae y encolumna, no sólo a los jóvenes sino a todos, pues marca el camino de lucha por los derechos y de paso, también hace que a la hora de obtenerlos se valoren y se cuiden más.

Nadie tiene la flauta mágica para encantar, pero tampoco se lo hace con la invocación del consenso, en especial cuando no puede haberlo, porque es imposible consensuar con un contrincante que no cesa de dar trompadas y rodillazos por debajo del cinturón ante la mirada distraída de un árbitro que juega para el otro. Es imposible acordar nada en estas condiciones.

Quizá el único acuerdo básico que, pese a algún balazo de 22 y algún bombazo, todavía se respeta bastante –en comparación con otros países de la región– es la no violencia física, porque la verbal y escrita se perdió hace mucho y el respeto al otro no se diga. Ojalá sigamos conservando ese límite mínimo y nos esforcemos por hacerlo, porque los del otro lado desde 1930 en adelante no fueron precisamente Gandhi, sino que hasta el día antes de irse del gobierno contrabandearon armas para que la dictadura boliviana masacrase a sus ciudadanos pobres.

El pueblo observa y percibe que, mientras sufre con las jubilaciones y salarios de miseria, se evita el conflicto, cuidando no ofrecer muchos flancos de ataque a la tribuna de doctrina gorila y al pulpo mediático del partido único.

Esto no significa negar lo positivo hecho en estos dos años, porque es innegable que se hicieron cosas. La primera es que si en 2019 ese 48% no hubiese votado como lo hizo, hoy se habrían muerto los que tenían que morirse y tendríamos tres veces más muertos, conforme al criterio de que los débiles deben desaparecer, al estilo del viejo Spencer, resucitado y maquillado por nuestro neoliberalismo prêt à porter.

Es innegable que se hicieron cosas muy positivas en estos dos años, pero con el no hagan ola se quiso captar a quienes no habían sido parte del 48% en el 2019 y, como siempre sucede en estos casos, no se encanta a los otros y se desencanta a los propios, porque el encanto se produce con el conflicto, que convoca y genera el sentimiento de pertenencia, de comunidad de lucha por los derechos. En la carrera se ven los pingos y, aunque se salga averiado, las banderas quedan en alto y la lucha sigue, porque es la esencia misma de la política.

Cuidado que con esto no se debe entender que la esencia de la política sea elegir al otro al que aniquilar, como decía el nazi Carl Schmitt. No, en modo alguno, no se trata de aniquilar a nadie, pero sí de luchar, de competir, de estar en la cancha o en el ring, tratando de ganar, no de aniquilar ni destruir. Quien pretenda hacer lo de Schmitt es un criminal degenerado al que hay que sacar del juego de la política y meterlo en la cárcel, porque el conflicto no es una lucha entre asesinos, sino entre competidores. La política es eso, competencia conflictiva, y deja de ser tal cuando se la entiende como mera administración, aunque sea prolija.

Por esa razón, sin duda habrá que resolver los problemas de los más humildes, pero para eso será inevitable entrar en conflicto con fuertes poderes fácticos, con el partido político único de medios y también con el árbitro que juega en contra. Nadie sabe si se saldrá bien o mal del conflicto, pero hay que plantearlo y así se recuperará la épica de lo nacional y popular.

El pueblo no es injusto y, por eso, no es verdad que el voto de quienes no repitieron el de 2019 fue un voto castigo, no lo fue, pero fue un voto desencanto. Perón convocando a los sindicatos o lanzando la campaña contra la especulación, Evita desafiando a la oligarquía, Néstor denunciando a la mayoría automática, bajando el cuadro o confrontando con el supuesto campo, no esquivaron los conflictos y justamente por eso señalaron caminos, sumaron, generaron lazos empáticos de solidaridad, pertenencia y comunidad, en una palabra, encantaron.

Un movimiento popular y nacional que durante ochenta años luchó, ganó y perdió, pero siempre confrontó, sufrió las peores derrotas y se rehízo, padeció las agachadas de sus propios y supo recuperar su identidad, si de pronto muestra temor al conflicto no puede menos que desencantar. Ese es el problema y, además, si los conflictos que esquiva son los que hacen a la microeconomía y de paso deja a sus compañeros presos o procesados, el desencanto es aún más inevitable.

Por otra parte, la comunicación en el reducido espacio de poder mediático que se pudo retener, no fue la mejor. No era imaginable que en 1945 el peronismo centrase su publicidad en mostrar las internas entre los radicales unionistas e intransigentes de aquel momento.

Ahora, si por un lado se quiso organizar un grupo de meditación y al frente le montaron un ring, no fue lo más sensato centrar la atención en el ring opositor, porque siempre ese espectáculo atrae más público y, al final, lo que se hace es dar publicidad a los boxeadores.

Desde la tribuna –sin pretensión de verdad, sólo como opinión de hincha observador– estamos seguros de que se remontará el cachetazo, porque lo nacional y popular se renueva pero nunca desaparece, pero para eso será necesario reencantar, lo que presupone ponerse a confrontar en serio.

Sólo así los jóvenes y los no jóvenes saldrán de una apatía que no es tal, sino puro desencanto, porque mientras padecen injustamente no se les muestra ningún camino ni se los convoca a ninguna lucha por sus derechos y se muestra temor al conflicto ineludible. Por eso se embroncan y tiran con lo que tienen a mano, que no son más que los boxeadores del ring opositor, previamente publicitados por los propios.

 

Publicado en La Tecla Ñ con el título Encanto y Desencanto.

 

 

 

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