¿POR QUÉ SE SUICIDA LA DEMOCRACIA?

A los tradicionales métodos para disponer de la propia vida se les suma ahora el voto

 

Puede que no exista una pregunta más urgente. ¿Por qué en el siglo XXI hay tantos ciudadanos que votan —el recurso democrático por excelencia— para llevar al poder a gente que eventualmente prohibirá seguir votando, o proscribirá y encarcelará a sus adversarios, o disolverá el Parlamento, o manipulará el sistema eleccionario para que nadie lo expulse del palacio — o, de serle posible, todo esto a la vez? Entre esa forma de expresión política y decir voto así porque no quiero votar más y renuncio a mis derechos como ciudadano no se aprecia gran diferencia. Estas multitudes evisceran la democracia con sus propias herramientas, consagrando líderes que ni en el discurso ni en la práctica disimulan cuánto la desprecian. Occidente parece renunciar así al experimento mediante el cual Atenas brilló hace siglos, agotado por las demandas que supone practicar y defender la libertad y en la esperanza de congraciarse, mediante su sometimiento entusiasta, con el autócrata de turno.

Es una pregunta digna de politólogxs, sociólogxs, historiadorxs y psicólogxs sociales, entre otros. (Macri sugeriría sumar meteorólogxs.) Con lo cual subrayo que no puedo estar en peores condiciones de responderla, siendo apenas un escritor. En mi gremio consideramos que el hecho de no saber mucho de nada es una ventaja comparativa, en tanto permite preservar la ingenuidad para seguir haciendo preguntas incómodas. Y esta lo es, sin dudas. No creo ser el único en entrever que asistimos al fin de una era, que arrasaría —entre otras cosas— con los sistemas políticos a los que estábamos habituados. Y sin embargo, la enorme mayoría de la gente sigue conduciéndose aquí y allá (de Washington a Buenos Aires y de Londres a El Cairo) como si nada excepcional ocurriese.

Una segunda pregunta, que redireccionaría la original, sería: ¿por qué no habría de suicidarse la democracia, cuando el planeta entero corre alegremente hacia el abismo? El lunes 8 el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas —91 científicos de 40 países, convocados para asesorar a los líderes mundiales— presentó un informe alarmante, vaticinando hambrunas, incendios naturales y la muerte masiva de los corales del planeta hacia 2040, o sea pasado mañana. Un proceso que, según afirman, sólo podría frenarse mediante cambios en la economía que deberían tener lugar en una escala y mediante una velocidad "sin precedentes históricos conocidos".

No faltará el venenoso que pensará: Pero el infarto ecológico no sería obra exclusiva de las democracias de Occidente. Claro que no. Pero no hay que olvidar que nadie contamina y depreda como nuestras presuntas democracias. China consume más carbón pero desarrolla políticas para limitar esa dependencia. En cambio Trump prometió incrementar su uso y desconocer los Acuerdos de París que apuntan a reducir la humareda. ¿Y quién es el otro que prometió desconocer esos acuerdos si llega a Presidente? Un tal Bolsonaro, líder neofascista de ese territorio monumental llamado Brasil.

 

 

Si vamos a conceder que cierta parte de The Second Coming, el poema de W. B. Yeats, parece escrita no en 1919 sino ayer ("Las cosas se desintegran, el centro ya no sostiene... / Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / Están llenos de una intensidad apasionada"), permitámonos creer también en el noveno verso, aquel que dice: "Seguramente estamos cerca de una revelación".

 

El bien más preciado

Un artículo de George Prochnik en el New Yorker me llevó a las memorias del escritor austríaco Stefan Zweig, tituladas —ominosamente— El mundo del ayer (The World of Yesterday, 1942.) Durante la década del '20, Zweig se había consagrado como uno de los escritores más populares del mundo y, a la vez, como "uno de los más eminentes humanistas-pacifistas europeos". Eso no impidió que en 1934 el canciller austríaco, un fascista llamado Dollfuss, allanase su casa de Salzburgo en busca de armas que —según arguyó— Zweig pretendía alcanzar a la resistencia izquierdista. Esto determinó el exilio del escritor y su esposa. Se instalaron en Inglaterra pero, ante el avance de Hitler (Francia ya había caído, Londres era bombardeada sistemáticamente y la invasión de la Unión Soviética estaba en marcha), pegaron el salto hacia los Estados Unidos, donde Zweig comenzó a escribir sus memorias. A pesar de que entendía que "los contemporáneos no perciben los comienzos de los grandes movimientos que determinan sus tiempos", estaba decidido a tratar de explicar cómo se había generado el fenómeno del nazi-fascismo.

Zweig admite que nadie se había tomado en serio a Hitler. Se lo consideraba un payaso, un "agitador de público de cervecerías", y los pocos escritores que leyeron Mi lucha se habían contentado con ridiculizar su estilo. Pero la sumatoria de crisis económica y humillación política creaba un terreno fértil para las fantasías fascistas de restauración. (Que no se nos escape: entre los términos vergonzantes que el Tratado de Versalles impuso a los derrotados en la Primera Guerra y la mortificación que hoy sufre el macho blanco al ver amenazados sus privilegios, hay muchas zonas en común.) Cuando en 1930 el nazismo explotó en las urnas, Zweig quiso ver el vaso medio lleno y explicar ese triunfo como consecuencia de sus virtudes como "derecha moderna". La victoria nazi debía ser entendida, dijo, "como una quizás errónea pero comprensible rebelión juvenil" contra la política tradicional. Pero todo el mundo asumía que el fenómeno implosionaría pronto. Alemania seguía siendo un país maduro, donde Hitler carecía de mayoría en el Parlamento y los ciudadanos creían que "su libertad e igualdad de derechos estaba asegurada por la Constitución". Tres años después, los límites que aún contenían a Hitler fueron derribados de un soplo: el Parlamento se incendió, se le echó la culpa a la izquierda y se usó ese episodio para justificar una brutal represión.

 

 

Lo que Zweig percibió fue que la propaganda era crucial para construir ese tipo de poder. Se trataba de identificar los miedos y frustraciones de cierta población y de decirle lo que quería oír de forma sencilla hasta el reduccionismo, aunque fuese una mentira descarada; esos slogans apuntaban a justificar la agresividad reprimida, a tornarla socialmente aceptable; finalmente la apuntaban hacia sus adversarios políticos — sus targets, en el sentido del tiro al blanco. A tal efecto contribuía lo que Zweig llamó "el doping de la excitación": esa exaltación constante fogoneada por los medios —con la cual, ay, estamos tan familiarizados— que de la mano de la inquietud y la inseguridad constantes lleva a la histeria masiva y la violencia.

Poco tiempo después Zweig huyó de Nueva York para instalarse en Brasil, donde en un viaje previo lo habían tratado como a un rey. Para el escritor que venía alertando sobre el suicidio en que Europa incurría, Brasil era el mundo del mañana: Zweig creía que el futuro pasaba por la clase de mezcla racial que ese país era y es tan corriente. Como escritor, puedo darme el lujo de imaginar que de algún modo intuyó la América de Trump que sobrevendría, tan rica en la "amoralidad cínica" que había percibido en la Alemania de Hitler; y que la misma sensación de un porvenir funesto lo asaltó al instalarse en Brasil, conduciéndolo al suicidio. En febrero de 1942, Zweig y su esposa se atiborraron de barbitúricos en la casa de Petrópolis y murieron tomados de las manos. En la carta que dejó explicaba que prefería retirarse mientras conservaba la dignidad, después de haber vivido "una vida en la cual la labor intelectual significaba el gozo más puro y la libertad personal era el bien más preciado sobre la Tierra".

Cuando su autobiografía se publicó, Zweig ya era parte de El mundo del ayer.

 

Democracia ma non troppo

Otro artículo, en este caso de Umair Haque en la página Eudaimonia & Co, me atrajo desde el título: Por qué la democracia americana fue tan fácil de destruir. Haque parte, como Zweig, de la perspectiva de que el sistema político de los Estados Unidos se ha suicidado; estaríamos asistiendo a sus estertores. Una de las razones que tira sobre el paño pasaría por el hecho de que —seamos sinceros— nos vendieron un producto defectuoso. No sólo se testeó poco al producto democracia antes de sacarlo al mercado (sólo vivimos bajo democracias formales una ínfima parte de nuestra historia), sino que además nunca fue lo que el envase prometía. La célebre democracia fundada por Washington y perfeccionada por Lincoln fue apenas un experimento limitado a una franja de su gente. (Al igual que en la Atenas que constituyó su laboratorio original: los demócratas eran apenas un cuarto de la población, excluyendo a las mujeres, los esclavos y los extranjeros.)

Buena parte de los adultos de los USA actuales nacieron y crecieron en un mundo donde el matrimonio interracial estaba prohibido y los negros vivían segregados. "Hasta 1971 —escribe Haque— América sostenía un estado de apartheid". Ustedes dirán: Pero eso ya no ocurre. Lo cual no impide que se siga viendo a los negros como un peligro potencial, según prueban las cifras de víctimas preferenciales de la violencia policial. Así como acá se baja a negritos por portación de cara y zapatillas, allá se baja a negros por portación de piel. Y mientras tanto, el Presidente acusa a los latinos de violadores —para Trump, todos los latinos somos medio mexicanos— y encierra en jaulas a los niños de los inmigrantes ilegales, 8.000 familias descuartizadas. A la vez sigue empujando la barrera de lo legalmente permisible. Ahora cuenta en su Corte Suprema con un juez llamado Brett Kavanaugh, a quien nombraron a pesar de que pesan sobre él múltiples acusaciones de abuso sexual. Como dijo el humorista John Oliver: La respuesta del Comité Judicial Republicano a la doctora Ford (la mujer que testificó contra Kavanaugh) fue: "No es que no le creamos. Es que nos chupa un huevo".

(La dinámica del fait accompli que practican los Trump, Macri & Co. también había sido detectada por Stefan Zweig en Hitler y los suyos: la idea de lanzar medidas extremas pero de a una, para medir cómo el pueblo metaboliza el ultraje y seguir adelante. "Una píldora por vez —escribió— y un momento de espera para observar el efecto y ver si la conciencia del mundo digiere la dosis. Y así fueron aumentando las dosis, hasta que Europa sucumbió".)

 

Stefan Zweig, durante su visita inicial a Latinoamérica.

 

Nuestra realidad es ferozmente jerárquica: primero cuentan los blancos, de ascendencia europea si es posible; después, sus mujeres; más abajo vienen los hombres de origen asiático, que por lo menos saben hacer negocios; más abajo rankeamos los cabezas negras y detrás las cabezas negras y las asiáticas; más profundo todavía viene el morochaje de origen sudamericano, después los musulmanes y los negros inmigrantes, y así. Ni en los Estados Unidos ni aquí se cumple aquello de que todos tenemos los mismos derechos; no es verdad en los tribunales y tampoco en la calle. El mentado problema de mercadotecnia termina frustrando a todo el mundo: los privilegiados abominan de la democracia porque los enfrenta a la perspectiva de verse igualados al vulgo, los pobres abominamos de la democracia porque aunque nos digan que somos todos iguales, algunos son más iguales que otros. Ese es el problema de definir un producto no por lo que es, sino por lo que podría llegar a ser en condiciones ideales. Si vendés un auto volador al estilo Blade Runner y en la práctica resulta ser un Polo del '99, no hay forma de que el comprador no se sienta trasquilado.

"América —dice Haque aludiendo a los Estados Unidos, pero incluyéndonos involuntariamente— no fue nunca la democracia que creía ser, y que todavía cree ser". Por eso mismo, ahora que el paisaje cultural se asoma a escenarios inéditos (a través de procesos como el de la equiparación racial, con China a la cabeza de las naciones del mundo, y el de la revolución de las mujeres), los poderosos de Occidente, hombres y blancos en abrumadora mayoría, tratan de restaurar algo parecido al mundo de su infancia, donde no se discutía su condición de macho alfa.

Todo lo cual explica por qué quieren borrar un siglo de conquistas. Pero no echa luz sobre lo esencial: ¿por qué la gente los vota, a pesar de que no disimulan que recortarán sus derechos y la enviarán a una casta inferior, de cuyo nicho ya no podrá salir?

 

Vacas cubanas

La mayoría de los sistemas democráticos que conocemos es un work in progress. Como están lejos de garantizar los derechos de todos sus ciudadanos sin que el poder real los combata abiertamente, vivir en ellos supone una tarea constante de concientización y protesta. Y existe mucha gente que no tiene ganas de pensar ni de salir a la calle a defender nada. Son aquellos que toleran la democracia siempre y cuando —Haque dixit— no implique más que "votar cada pocos años y mientras tanto mirar la tele". Para estos ciudadanos, el gobierno es lo de menos mientras se les permita trabajar sin deslomarse, darse un par de gustos y humillar a los que están por debajo en la escala social.

Y eso es lo que los Trump, Macri y Bolsonaro ofrecen: la posibilidad de que la ciudadanía haga la suya, deje de estrujarse el cerebro para abarcar algo que estaría por encima de sus posibilidades y disfrute del circo romano en que se convirtieron la TV y las redes. ¿O acaso no sirven para desgañitarse contra los cristianos de turno —esos mugrientos que predican el amor universal— con el beneficio extra de hacerlo de forma anónima? ¿Para qué sirven estos coliseos virtuales, sino para bajar millones de pulgares y alentar al Emperador a que los empuje a los leones?

En algún punto, la cosa es así de simple. Existen sectores de la humanidad a los cuales la realidad que nos desvela no podría importarle menos. Gente a la cual le cuesta asumir que existe un mundo más allá de su burbuja, donde pasan cosas que eventualmente modificarán su circunstancia. Gente para la cual la libertad está sobrevalorada y que la cambiaría ya mismo, a sola firma, por la promesa de seguridad económica a perpetuidad. Este sector no comulga con Zweig, para quien la libertad era "el bien más preciado". Para ellos lo más preciado sería garantizarse un bienestar constante, aunque sea módico. ¿O no existían esclavos que, dentro de las limitaciones del ramo, la pasaban pipa?

Lo que deben entender es que no queda tiempo para seguir boludeando, porque la expectativa de una esclavitud light es una fantasía. Lo que les espera es el destino de la vaca cubana de la canción del Indio: podrán estar chochos con su pastito, sus cuatro estómagos y su digestión lenta, pero si no se avispan ya mismo les va a caer un cacho de satélite en la cabeza... y fueron. ¿No escucharon a los científicos de las Naciones Unidas, que apuestan nuestra última ficha a un cambio tan profundo como urgente?

 

 

 

 

La única ventaja de esta situación es que se trata de lo que en inglés se llama no brainer: algo tan claro y evidente que lo entendería hasta un pelotudo. Si no tomamos medidas drásticas en breve, la que terminará suicidándose no será la democracia sino la humanidad. El colapso de la ecuación ecológica encadenará desastres: reducción de espacios sembrables por culpa de las sequías e incendios, que derivará en escasez de alimentos; poca agua para demasiada gente, que además habría que compartir con el ganado; relajación de controles sanitarios que tornará más factible la expansión de pestes que afectarán a humanos y animales. Estos males no perdonarán a nadie, como comprenderían hasta los poderosos si hubiesen leído La máscara de la muerte roja. (Me imagino que Mauricio tampoco lo habrá hecho, por culpa de Netflix.) Por más ricos que sean, el hecho de que empoderen a tipos como Trump, Bolsonaro y el quetejedi los ubica en el grupo de los pelotudos que no entienden ni un no brainer. En un planeta que colapsa —en una nave que se hunde y no dispone de salvavidas—, el dinero sirve de poco. Puede comprarles un poco de tiempo extra, pero eso es todo. Más temprano que tarde se los devorarán las pestes nuevas, para las que no habrá antídotos, o sus propios ejércitos, como hicieron los pretorianos en la Roma Imperial. Al truncarse su vida antes de tiempo, comprenderán que lo que hicieron contra la democracia no los preservó del más democrático de los poderes: aquel que encarna la muerte.

Como parte de nosotros también es dura de entendederas, puede que haga falta más evidencia que nos despabile: continentes enteros que se vuelvan inhabitables, aguas que suban turbias y achiquen territorios, fenómenos climáticos que devengan serial killers, virus que enloquezcan y arrasen con millones. Pero, como el equilibrio de este planeta es delicado y no se sabe qué cosa arrasará cada ficha del dominó al caer, lo razonable sería no esperar a que eso pase.

 

Para emprendedores del futuro: el turismo de aventura por paisajes apocalípticos.

 

En términos numéricos, son muy pocos aquellos que nos condenan a todos. Si fuésemos la mitad de listos que creemos ser, ya los estaríamos frenando en seco, juzgándolos por sus crímenes y metiéndolos en un lugar donde ya no puedan hacer ni hacerse más daño. Después de todo el dinero es una convención, que —como todas— pierde poder cuando dejamos de creer en ella.

Puede que no comprenda por qué la democracia se suicida, pero entiendo que no quiero suicidarme con ella; e imagino que ustedes tampoco. Somos muchos los que creemos que esta vida es, o puede ser, mucho más que el runrún de un motorcito al que estamos habituados. Todx aquel/la que se haya detenido a contemplar el cielo, vibrado con la música y amado de verdad sabe que hay mucho por defender, aun cuando esto suponga la tarea extra de defender a mucha gente de sí misma. Pero las cartas están sobre la mesa. La opción es ser osados y creativos ahora mismo —o sea, reconectarnos con la "apasionada intensidad"— o sentarse a esperar la nada. Llegó la hora de faltarle el respeto a Yeats (después de todo, si no movemos el culo no habrá futuro desde el cual seguir admirándolo) y tomar aquel verso de The Second Coming ("Seguramente estamos cerca de una revelación") para cambiar revelación por otra palabra que suena parecido.

 

 

 

 

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