El problema no es la inflación

Las medidas antiinflacionarias fracasan porque lo que hay que atacar es el alza de precios

 

El argumento con más convocatoria para la lucha contra la inflación afirma que es una fábrica de pobres. El argumento no es correcto. Lo que genera pobres es la voluntad política de no restablecer el poder de compra de los ingresos, perdido a causa del aumento de los precios. De ahí que resulta nada trivial distinguir inflación real de alza de los precios. Lejos, muy lejos, de tratarse de un juego de palabras. No son la misma cosa. En principio, las medidas que se tomen para enderezar la situación son muy diferentes si proceden de creer que son causadas por inflación o, en cambio, por alza de los precios.

La inflación real es un exceso del poder de compra nominal con respecto al valor nominal de la producción global —o sea: un exceso de la demanda sobre la oferta— a un nivel de precios dado. El aumento de ese nivel de precios es el medio para alcanzar un nuevo equilibrio. En otras palabras, la reacción automática del mercado aumenta el valor nominal de la oferta a la altura de la demanda. La inflación real, la inflación de demanda, por definición, no puede existir cuando falta demanda. El clamor antiinflacionario, que en nombre de no agravar la pobreza aúna a las almas bellas y feas, resulta desmentido así en su pretensión de que aquí y ahora se trata de inflación real.

Keynes subrayaba que la inflación real era un fenómeno extremadamente raro, generalmente acontecido durante las guerras o desordenes por el estilo. Tenía muy claro que el problema del capitalismo provenía de su tendencia a la deflación. La deflación consiste en que las mercancías se vendan a un precio menor que el necesario para cubrir sus costos más la tasa de ganancia normal. Eso refleja una demanda estructuralmente insuficiente. La tendencia bajista de los precios desata la crisis. Hoy, al mismo proceso se lo llama estanflación. La apócope refiere a estancamiento, sinónimo de deflación. La aféresis alude a inflación. ¿Una contradicción en los términos: deflación pese a la inflación? Si en lugar de inflación colocamos alza de precios, no hay tal contradicción. Se trata de algo perfectamente consistente y reconocible también para los argentinos: alza de precios pese a la deflación.

Hoy, con la idea de sosegar los precios comprimen la demanda bajando jubilaciones e impidiendo aumentos de salarios. Al mismo tiempo, inflan los costos mediante tarifazos y aumentos de la tasa de interés. Los precios suben por lo segundo, pero no tanto como debieran, por lo primero. Es el resultado absurdo, más absurdo, que alcanzaron una y otra vez los planes de estabilización, que nunca estabilizaron nada. Si el de ahora no resulta tan dañino como los de décadas anteriores, es por la existencia de la AUH y el que la cantidad de jubilados sea el doble que la de antes, lo que estabiliza la debacle e impide caer aún más. El peso de la herencia.

 

El dilema

La inflación real no es la causa de lo que sucede en la Argentina. Tampoco el diagnóstico oficial basado en el déficit fiscal y el control de la cantidad de dinero tiene mayor asidero. La cantidad de dinero la determina el funcionamiento de la economía y es incontrolable para el Banco Central. El aumento de los precios en nuestro país se debe al aumento estructural de los costos, proveniente de las alzas en las tasas de remuneración de los factores (trabajo, capital, gobierno, tierra), del dólar y de la modificación en las condiciones técnicas de la producción. Las alzas de los precios expresan eso y no un aumento de la demanda global por sobre la oferta global de la economía, en cuyo caso lo del déficit fiscal tendría algún sentido.

Un simple ejemplo numérico ilustra cómo opera el proceso en el precio más importante de la economía: el salario. Supongamos que el Producto Interno Bruto (PIB) es de $ 1.000. Los salarios participan en $ 300; o sea, significan el 30 por ciento del PIB. Un gobierno populista alienta subirlos a $ 400. Un aumento del 33 por ciento. Los empresarios para pagar ese aumento salarial lo trasladan completamente a los precios. Permaneciendo todo lo demás igual, el PIB aumentara nominalmente a $ 1.100 (los $1.000 originales más los $ 100 del aumento). El alza de precios, mal llamada inflación, será del 10 por ciento ($100 sobre $ 1.000). La participación de los salarios en el PIB se habrá incrementado en términos nominales 36 por ciento (400/1100) y 24 por ciento en términos reales, esto es: una vez descontada al incremento nominal la incidencia del alza de los precios. El 33 por ciento del avance nominal de los salarios, en términos reales resulta del 21 por ciento.

A partir de la diferenciación hecha entre inflación y alza de precios y el ejemplo numérico dado, se pueden notar dos cosas. La primera es que así se explica una porción considerable de la dinámica en materia de precios de 2003 hasta 2015. La porción restante debió su magnitud a la variación de los otros factores de costo, cuyos precios son fijados de modo exógeno: vivienda, intereses, impuestos, etc. La segunda, pero no en importancia, es que sin aumento del nivel de precios causado por los salarios no hay forma de salir de la pobreza. Aquí es donde se presenta el dilema. La demagogia antiinflacionaria de la derecha hace estragos y todo el mundo sube a su carro.

La dirigencia popular se desorienta, entra en la variante y responde boyando alrededor de las indefinidas políticas de ingresos. Tales políticas son una versión culposa que fluctúa entre los dos caminos que tomó alternativamente la cultura política que anida en la actual coalición gobernante para abatir los salarios y hacerle pagar a los trabajadores la cuenta del banquete antiinflacionario. Indirecto: devalúan en nombre de la esquiva competitividad, cuando en realidad buscan hacer caer los salarios. El directo actual: desplumar los salarios frenando su recuperación.

Ciencia y experiencia demuestran lo peligrosos que son ambos caminos. Restringen la demanda en un momento donde, pese al alza de los precios, la demanda efectiva no solamente no es excedentaria, sino particularmente deficiente como consecuencia del estancamiento. En esas circunstancias aciagas, estanflacionarias, combatir los factores-demanda imaginarios conduce a efectos reales desastrosos sobre los costos y finalmente sobre los precios. Es que bajar la producción no baja los precios. En la fabricación moderna los costos fijos son tan importantes que la mínima caída de la producción provoca un agravamiento importante de los costos de cada bien que se hace. Como la demanda está en baja, esos mayores costos son a medias trasladados a los precios. Pronto se llega a la reacción en cadena de las quiebras y a la par el desempleo. El capital, sin poder reinvertirse se va. Lo cual agrava la estabilidad del dólar. El círculo se cierra. Querer abrirlo en medio de condiciones recesivas intentando secar las lagrimas de los empresarios con un pañuelo áspero y estimularlos para que inviertan o que la mantengan en igual ritmo, aún con los medios más audaces, en el mismo momento en que el consumo final declina o simplemente se estanca, es una utopía. Es ese, por otra parte, el sueño secular no realizado del capitalismo: maximizar la acumulación sin aumentar los salarios.

 

La salida

Sin aumentos de salarios sigue la mala hora. Con aumentos de salarios se desata la ordalía antiinflacionaria. La salida del dilema está en financiar los aumentos de salarios privados, de suerte tal que no impacten en los precios. El único con capacidad de hacerlo es el Estado. Hasta ahora las propuestas en esa dirección son bastante prudentes, por así decirlo. Se comprende más por las dificultades políticas que económicas. Un bono a largo plazo dado por las empresas al Estado en reconocimiento de la deuda contraída para pagar el aumento de salarios, de varias formas puede terminar licuado por el aumento de precios anuales –muy atenuados por la financiación— ocurridos en ese lapso.

Desde el punto de vista político y cultural hay que vencer muchos prejuicios. Nada fácil. Además, hay que acordar con los empresarios que ése es el camino. Bien difícil. Es verdad la caracterización de que los empresarios si bien constituyen una clase no funcionan como tal. Ese es el estado de la naturaleza. Todavía hay que probar que el optimismo de la voluntad en actuación conjunta con el pesimismo de la razón, es decir: la acción política no puede articularlos como clase en función de los intereses nacionales. Sería extraño que la política no pueda hacerlo. De paso, dejaríamos de seguir regalando a los liberales la supuesta representación política del empresariado. Las demandas de la transición deben ser atendidas.

El grado de mayor solidez de la democracia argentina se alcanza en el punto donde el reparto del ingreso nacional es mitad por mitad entre salarios y ganancias. Las ganancias no pueden avanzar sobre los salarios ni los salarios sobre las ganancias sin romper el equilibrio de fuerzas. Ese cambio de cantidad cambia la calidad de la lucha de clases y ésta de ser una acre disputa política, pasa a ser una discusión económica que vigila que nadie saque los pies del plato. Moverse en esa dirección estratégica parecería que es lo único que puede, a su tiempo, lograr que el nivel de precios avance al ritmo normal que deja atrás la extravagante experiencia argentina.

Mientras tanto, podemos seguir abusando del lenguaje y hablar de inflación, con alguna conciencia del carácter reaccionario de la cortada discursiva. También, dejar de culpar por la inflación desde el verdulero de la esquina hasta el gran supermercado, sin olvidarnos de la maldad humana y la avidez de los oligopolios; todas cosas sin mayor fundamento. El asunto es bastante más serio.

 

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