Proezas irrelevantes

La eficiencia de un gobierno no se mide por la honestidad de sus funcionarios sino por resultados

 

A fines del 2011, Carlos Corach publicó sus memorias: 118.885 días de política. Además de la brevedad, que agradecemos, el libro tiene la cortesía de evitar tanto la indignación moral como la encuesta judicial, dos calamidades de época. Podemos acordar o no con los diagnósticos e incluso las justificaciones del ex ministro del Interior de Carlos Menem, pero sus análisis nunca dejan de ser políticos. No se detiene a señalar la maldad intrínseca de quienes refutan sus opiniones, ni tampoco nos agobia extasiándose por la virtud celestial de quienes las comparten.

Las memorias relatan el amplio derrotero político de ese nieto de inmigrantes polacos e hijo de un abogado laboralista del Partido Socialista, desde su temprana militancia socialista en la escuela secundaria hasta su llegada al gobierno nacional de la mano de Menem, pasando por el período desarrollista que lo tuvo en las filas de la Unión Cívica Radical Intransigente de Arturo Frondizi, luego del golpe de 1955.

Corach evita el encono personal y suele preferir una explicación política antes que una justificación moralista. De ese estilo llano sobresale, sin embargo, un párrafo sobre el Presidente radical Arturo Illia: “De Illia se rescata que fuera a la Casa de Gobierno en subte o que después de su derrocamiento tomara un taxi para volver a su domicilio. Estos gestos demagógicos, porque no son más que esto, en nada mejoran la calidad de un gobierno ni pueden ocultar su fracaso y su ineficiencia”.

El ex funcionario, a quien le debemos calamidades perdurables como el rediseño de la Justicia Federal con los famosos “jueces de la servilleta” –incluyendo a Claudio Bonadío, su ex mano derecha en la Secretaría Legal y Técnica– demuestra un fastidio inocultable frente a lo que considera un gesto demagógico. No cualquier gesto demagógico, sino uno que tiene que ver con rescatar virtudes individuales, reales o supuestas, de quienes deberían ser juzgados exclusivamente por sus resultados colectivos.

Hace unos días, el Presidente Alberto Fernández anunció que al dejar su cargo el 10 de diciembre próximo presentará su declaración jurada de bienes. “Hay un Presidente y muchos funcionarios en mi gobierno que se van a su casa igual que cuando llegaron, ninguno más enriquecido”, sostuvo durante la presentación de la Mesa Nacional de Integridad y Transparencia, un coso creado en 2021 destinado a articular vaya uno a saber qué cuestiones relacionadas a la ética pública. Alberto también señaló la necesidad de contar con un Estado eficiente: “No hay espacio para la corrupción; no es algo tolerable; es algo absolutamente intolerable”.

 

 

Son afirmaciones que generan varios niveles de perplejidad. Si el Presidente hubiera ahorrado la mayor parte de su sueldo llevando una vida monacal y al finalizar su mandato dispusiera de una mayor cantidad de dinero que al inicio, ¿eso haría de él un peor gobernante? Si, al contrario, hubiera evaporado su patrimonio llevando una vida disoluta y el 10 de diciembre se fuera a su casa más pobre que al llegar, ¿eso lo transformaría en un Presidente más virtuoso? ¿Por qué la ausencia de ahorro en cuatro años de mandato sería una virtud y, además, una virtud que beneficiaría de algún modo a sus gobernados?

Por otro lado, asimilar el aumento patrimonial reflejado en una declaración jurada a la corrupción es de un candor asombroso. Por definición, la corrupción no se declara. Considerar, además, que la eficiencia del Estado se mide por la honestidad de sus funcionarios y no por los resultados de sus políticas es una vieja letanía honestista. Un ministro puede ser tan probo como inútil y un Presidente puede perjudicar a las mayorías con sus políticas sin por ello robarse un cenicero de su despacho o pasar viáticos imaginarios.

Pero más allá de eso, que un jefe de Estado se vanaglorie de sus virtudes individuales sin correlato alguno con el bienestar de las mayorías es, sobre todo, políticamente irrelevante. Esperamos de nuestros gobernantes que mejoren la vida de los muchos, que construyan escuelas, represas, rutas, hospitales, que den conectividad al país, que amplíen derechos, que mejoren el poder adquisitivo de sueldos y jubilaciones, que impulsen el desarrollo industrial del país, que respondan al mandato constitucional de una vivienda digna para cada familia, que atenúen desde el Estado las posiciones dominantes de las grandes corporaciones o que mejoren la distribución del ingreso. Es decir, que enriquezcan –en el sentido más amplio– a la ciudadanía, algo que no ha ocurrido durante el gobierno de Alberto Fernández. Al contrario: la mayoría de los argentinos no se va como llegó en 2019, sino peor.

Por eso, de lo único que debería jactarse un gobernante es de haber aumentado el patrimonio de sus gobernados. Vanagloriarse por no haber aumentado el suyo, aún en el caso de que fuera cierto, es un gesto demagógico que en nada mejora la calidad de un gobierno, como señaló Corach en referencia a Illia.

 

 

 

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