Profecía autocumplida

Apocalipsis: entre lo previsible y la intención

 

La frecuencia de noticias acerca del futuro de la humanidad y su extinción no deja de sorprender. En solo una semana se escriben y difunden varias notas que procuran interpretar las oscuras frases de Nostradamus, transcriptas en fechas probables de ocurrencia y eventos temibles: Tercera Guerra Mundial, catástrofe climática, cambios en el Vaticano, terremotos, entre otros. Cuando no se le atribuye a aquel, surgen otros nombres: Rasputín, Isaac Newton, una historiadora que cree que Da Vinci predijo que sería el 21 de marzo de 4006, el calendario Maya, Baba Vanga, María Simma e infinidad de casos más.

Aunque se sostiene que IA es incapaz de dar opiniones o sensaciones­ –debido a que se basa en una secuencia de datos sobre la que fue programada­–, sí puede simular diferentes escenarios bajo parámetros establecidos. De este modo, a alguien se le ocurrió preguntarle sobre este “anunciado futuro apocalíptico y “predijo” que en 2099 habrá esa paz tan deseada. Deduzco de ello que nada de esto es inminente si creo en IA.

El problema es que también la IA se halla señalada como peligro que puede destruir a la humanidad. Sobre esta base, varias importantes personalidades también expresaron cierta preocupación. Y no es para menos, pues se va viendo cómo crece la desinformación, y la liviandad de muchos análisis sobre temas complejos y profundos.

La pandemia del Covid-19 contribuyó sin duda a la proliferación de sectas que predican desde hace años la proximidad del Apocalipsis. Asumo que la actual guerra entre Ucrania y Rusia debe de haber atizado las cenizas de la pandemia, hasta convertir en llamas esta suerte de demencia colectiva que ensombrece las esperanzas que, a través de la respuesta de la IA, posterga por 76 años los sueños de “la gente de a pie”, como gusta Josep Borrel denominar a los ciudadanos comunes. Aunque tal vez esta categoría se aplique al subconjunto europeo. No es exagerado sostener que, al margen de sus creencias religiosas e inquietudes espirituales, el mundo del trabajo continúa siendo para la gente aquel que demarca la primera línea divisoria entre ser y no ser, estar incluido o excluido, poder realizar sueños o tener que renunciar a ellos.

En el Informe sobre el futuro del empleo 2023 –lanzado ni más ni menos que el 1º de mayo desde Ginebra– publicado recientemente por el Foro Económico Mundial (FEM), se anuncia que hasta una cuarta parte de los puestos de trabajo cambiarán en los próximos cinco años y que casi una cuarta parte del empleo cambiará de aquí al 2027, con una pérdida neta de alrededor del 17% de los puestos laborales. El cruce de estas cifras implicaría un 4% de desempleo estructural, que se sumará al ya existente a escala global, pero en la cuenta del FEM es solo 2%. La primera pregunta que se me ocurre se refiere a cómo se distribuirá esta ganancia de productividad entre los propietarios de plataformas, algoritmos y robots, entre sus mediadores incluidos y aquellos excluidos. Mientras en los países desarrollados agrupados en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se advierte que la brecha entre salarios y precios ha incidido en mayores ganancias corporativas en los últimos tres años, las iniciativas de establecer un ingreso universal básico no han dejado de constituir una propuesta genérica con un debate inconcluso a causa de que no se aclara de dónde provendría el financiamiento de dicho ingreso. Tampoco se discute acerca del rechazo a otras formas de inclusión propuestas para emplear a aquellas personas que poseen solo habilidades rudimentarias y que podrían ser incluidas en trabajo útil intensivo en mano de obra [1]. Y ello no sorprende porque precisamente la tecnología supone casi siempre la posibilidad de reemplazar trabajo humano por máquinas, procesos automatizados, etc., debido a que reduce costos y además evita las transacciones entre empresas y sindicatos o con los “gobiernos y sus regulaciones laborales siempre tan anticuadas y molestas”.

Una solución generalizada también supone la reducción de la jornada laboral. Al respecto un informe de la OIT señala que “es imposible saber si la innovación y la automatización provocarán una reducción de la semana de trabajo, lo cual generaría cambios estructurales en todos los ámbitos. Es posible que la innovación y los avances técnicos den paso a una reducción de las horas de trabajo”. De hecho –dice este documento–, Keynes proyectaba un futuro en el que todo el trabajo necesario para la vida humana sería realizado por “esclavos mecánicos”.

Pero la OIT expresa también algo que es central a esta problemática, la que ya no constituye una predicción apocalíptica sino una previsión de actores de carne y hueso. Así pone en el centro lo sustantivo del problema cuando indica que “considerando las constituciones psicológica y social actuales de la raza humana, esta previsión parece de momento muy lejana”.

Una pregunta lícita es, entonces: ¿qué tipo de contenidos culturales, de difusión científica y de pensamiento vulgarizado nos ha conducido a esta prisión donde son las constituciones psicológica y social actuales de la raza humana el principal obstáculo para que el enorme progreso alcanzado se haya convertido a su vez en su peor amenaza?

El espíritu de la época no es, claro está, uno de optimismo, sino de un pesimismo sembrado a tal punto que hasta ahoga todo sueño de felicidad colectiva, pero también, para grandes mayorías, el de una felicidad individual. De esperanza creativa para las nuevas generaciones, de ideas políticas e instituciones adecuadas para un avance ético y moral, como el que se suponía que iba a acompañar el progreso material de la humanidad desde la Ilustración a mediados del siglo XVIII, culminando con la gran promesa de Marx “de pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad” a través de la abolición de la propiedad privada. No es necesario recordar que hay ejércitos privados que pueden amotinarse en Rusia; que en China solo un porcentaje mínimo accede a viviendas propias y que, como advirtiera Dwight Eisenhower en 1951, el complejo militar-industrial se ha convertido en una amenaza a la democracia desde hace muchísimos años en los Estados Unidos, pero también para la paz mundial.

En este contexto, también desde al menos la década del ’60 del siglo pasado el pesimismo llevó a considerar que es el exceso de población el que estaba en la raíz del problema y no nuestro estilo de vida, creencias y hábitos. El neo-malthusianismo en la obra Bomba P (The Population Bomb), escrita en 1968 por el matrimonio Ehrlich, ha sido vinculado con el pensamiento supremacista blanco de los Estados Unidos y luego en cierto modo reescrito en los numerosos trabajos del Club de Roma como un enfoque del mundo del Norte Rico, para detener el crecimiento económico del resto del mundo, más que para rescatarlo de sus peligros. Recordando que este mundo rico representa menos del 15% de la población mundial, es bueno repasar que el 85% restante le ha seguido los pasos como un sueño deseado y en parte lo ha logrado por sus clases medias, mientras que otros mueren ahogados o muertos de sed antes de alcanzar las costas de las tierras prometidas. Unas que están cercadas de muros, cárceles, guardias, patrullas fronterizas y drones.

¿Hay algún vínculo entre esta preocupación por el tamaño de nuestra especie y la repetición casi cotidiana de que hemos de extinguirnos, sea por pandemias, guerras, pecados o meteoritos? ¿No es llamativa esta ausencia de futuro común? ¿Es este el destino de la vida en la Tierra?

Aún hoy lo único que parece ser un discurso capaz de unir voluntades políticas con aspiraciones colectivas, internacionales e intergeneracionales, es el que refiere al cambio climático. Sin embargo, muchas de las recomendaciones para “combatir a este enemigo que es el calentamiento global” contienen un sospechoso sesgo anti-humano (o al menos anti-humanos pobres). Ello va desde el combate a la agricultura en gran escala, hasta el acceso a la energía y a vivienda sustentables, en la medida en que los productos alternativos que supone son más caros o inviables en escalas masivas, o bien porque determinadas regulaciones no permitirán el incremento de la oferta. Para el caso de los países menos desarrollados estas transiciones “bondadosas” suponen requerir inversiones gigantescas para reemplazar equipamientos e instalar nuevos como prioridad de la política pública, con lo cual las posibilidades de la inversión para reducir la pobreza y la miseria se ven postergadas. Es curioso percibir que temas como regular el tamaño máximo de los vehículos particulares, establecer políticas respecto a la obsolescencia forzada o destinar súper rentas a la resolución de problemas humanos básicos se hallan ausentes en las propuestas acerca de estas grandes transiciones tecnológicas que revolucionan desde la geopolítica hasta la percepción de un futuro prometedor en lo climático y en otras dimensiones, como las del empleo y la equidad. Las cuatro por cuatro de las marcas chinas como Haval o Changan revelan un patrón común de modas y estilos tecnológicos que se corresponden con imaginarios de poder personal y ostentación, pero también con el grado en que las empresas chinas han efectuado negocios con líderes de la industria automotriz a escala global.

En simultáneo, adquirir una vivienda, acceder a una buena dieta alimenticia y a bienes y servicios esenciales es para los jóvenes cada vez una meta más difícil de alcanzar, precisamente porque el futuro del trabajo se vislumbra como uno de un mundo apocalíptico. No es de sorprender que libros como Un mundo feliz de Aldous Huxley (escrito en 1932) o 1984 de George Orwell (escrito entre 1947 y 1948, publicada en 1949) sean una referencia obligada para aceptar este presente; como una profecía auto-cumplida de adónde nos conduciría no necesariamente el progreso tecnológico, sino las constituciones psicológica y social actuales de la raza humana. ¿Alguna herencia filosófica que explique este oscuro período entre la crisis de 1930, la Segunda Guerra Mundial y las diferentes formas totalitarias que emergieron?

Y es precisamente en este campo donde todo está minado, pues el propio concepto de lo humano parece haber trocado por sueños post-humanos creados y difundidos por los nuevos grandes profetas que encarnan no ya al genérico superhombre de Nietzsche como aquel nacido de una liberación de fuerzas ideológicas e institucionales que predicaban acerca del bien y del mal desde el oscurantismo, sino encarnados ahora en un club de multimillonarios que obran como si fueran dioses luminosos que tal vez incursionen en privado en ciertas prácticas oscuras que deben ser ocultadas, pues al parecer aún subsiste el bien y el mal como valores bastante discernibles. Como tales –pues son dioses– son capaces de decidir acerca de quiénes tienen derecho a vivir, cómo deben hacerlo y quiénes no lo tienen porque su mera existencia es una contundente prueba y denuncia de que las ideas acerca de la supremacía racial no han acabado y de que el progreso tecnológico y material no bastan de por sí. Y ello excede a Trump y sus seguidores, a Putin y los suyos. A su modo, tras la promoción de los valores de las democracias occidentales también hay una visión totalitaria, aunque sutil y encubierta. La promoción del odio está de moda y la sobre-simplificación de recetas enlatadas estrecha las mentes y opiniones al punto de fomentarlo.

Es en este contexto de pobreza de ideas e insensatez que los mensajes apocalípticos nos preparan para ser espectadores pasivos de la destrucción humana. Muy recientemente ha circulado la comparación de cuánto dinero se ha invertido para rescatar a los cinco tripulantes que murieron tras implotar el sumergible Titan, que los llevaría a ver el Titanic por solo unos 250.000 dólares el billete, en comparación con los escasos recursos destinados a rescatar a los más de 700 migrantes hundidos y muertos cerca de las costas de Grecia mientras las patrullas observaban la catástrofe. Marianne, ¿somos iguales y fraternos?, preguntaría si fuera ella capaz de salirse de su victoriosa revolución y bandera.

Para esta nueva raza elegida, las constituciones psicológica y social actuales de los humanos tendrían también soluciones tecnológicas. Hasta el sol debería ser cubierto con polvo para evitar el calentamiento global y todo lo puede resolver una economía circular. Es claro que nuestros políticos y empresarios van hacia donde el financiamiento lo indica, pues la voluntad no tiene fondos.

La idiotización del planeta está en marcha y el problema radica en que estos nuevos dioses cuentan con los recursos para hacer de sus extravagantes sueños una realidad; de su delirio se alimenta la realidad cognitiva, mientras que las noticias emergentes de los celulares orientan sobre qué informarse. Pero no solo ello: los intelectuales en general parecen poco propensos al riesgo de quedar expuestos al ridículo si osan ir más allá del cerco que los sucesores de Torquemada han impuesto al discurso admisible aún en el marco de la confrontación científica.

Aunque parezca una catarsis del autor, en verdad pretendo invitar a interrogarnos acerca de qué cosa somos los humanos y por qué motivo hemos abandonado indagar más acerca de aquello que se suponía era nuestra mayor virtud: precisamente la emergencia de la conciencia en el proceso evolutivo. Uno que nos invita a ser, no solo a tener.

 

 

 

 

* El autor es profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro, experto en economía, urbanización, desarrollo y energía.

 

[1] Por ejemplo, en Kozulj, R. (2017)   ¿Cómo lograr el Estado de bienestar en el Siglo XXI? Pensamiento económico, desarrollo sustentable y economía mundial 1950-2014. Río Negro, Editorial UNRN, 2017. pág. 317.

 

 

 

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