¿QUÉ CORTE?

Sería molesto ser gobernado por Guardias Platónicos, aun si supiéramos cómo elegirlos

 

El Presidente anunció que está casi listo el proyecto de reforma judicial. En ese marco,  informó que no cree necesario aumentar el número de miembros de la Corte Suprema, pero que no es un tema cerrado, y aludió a su intervención en causas de derecho común por la vía del recurso extraordinario.

Desconozco el contenido de la reforma, también si tiene un capítulo dedicado a la Corte.

Las propuestas sobre la Corte habitualmente se centran en:

  • número de integrantes;
  • división en salas;
  • obligación o no de tratar y, en su caso, de fundar o no, todos los recursos que llegan al tribunal, aun los que considera “improcedentes”;
  • modo de selección de los jueces; y, más raramente,
  • perfil del candidato a juez. (1)

Creo que hay un debate anterior: que debe haber una discusión respecto de cuál es el rol político de los jueces en general, y principalmente de la Corte.

Se dice, en realidad, lo dice la Corte, desde hace más de un siglo en numerosas sentencias, que ella es el “máximo y último intérprete de la Constitución” (2).

Es una verdad a medias. Lo es, pero solo en las causas judiciales. Cuando hay caso. Controversia. No en todos los asuntos. Esto es relevante pues delimita la competencia de la Corte. Si tuviera la palabra final en todos los asuntos, sería una suerte de poder único, casi monárquico.

La Constitución otorga a los jueces un inmenso poder. Pueden declarar que una regla establecida por la mayoría (el Congreso) o un acto del Ejecutivo es inconstitucional. Pero ese poder solo puede ser usado en los casos, en las controversias que les presenten. En conflictos concretos entre partes contenciosas, donde una parte invoca un derecho subjetivo e identifica a la contraparte. Y la decisión tiene efectos limitados a esas partes que, en el proceso, pudieron alegar derecho, probar hechos y argumentar. No a los que no fueron parte del proceso.

Si los jueces pudieran establecer reglas generales, o aun derogar con efectos universales una ley por inconstitucional, no estarían resolviendo conflictos entre partes, sino legislando.

La regla de la democracia es que, de un modo u otro, todos intervenimos indirectamente, por medio de los representantes, en la elaboración de las normas y de las soluciones. Esa participación es lo que hace que nos sean oponibles, porque consentimos el modo de producción. Si los jueces pudieran sustituir a los legisladores y establecerlas en procesos donde la mayoría —o alguna minoría— de los ciudadanos no interviene, el origen de esas reglas no sería democrático.

Este tema no es nuevo. Por ejemplo, el Código Civil francés de tiempos de Napoleón prescribía que los jueces no podían dictar normas generales, lo que fue tomado acá en el siglo XIX en el Código de Comercio en cuyo título preliminar se establecía, textualmente, “III. Se prohíbe a los jueces expedir disposiciones generales o reglamentarias, debiendo limitarse siempre al caso especial de que conocen. IV. Sólo al Poder Legislativo compete interpretar la ley de modo que obligue a todos” (3).

Es cierto que en las últimas décadas las partes, abogados y la sociedad de algún modo, por derecha y por izquierda, reclamaron de los jueces decisiones con efectos generales, de modo directo o indirecto (4).

También es cierto que, por derecha y por izquierda, hubo quejas por la intervención de los jueces en temas políticos, fijando reglas que exceden a los litigantes, o adoptando criterios políticos o morales de “mérito y oportunidad”, aun sustituyendo al órgano que la Constitución encarga determinadas decisiones.

Resumiendo. Hay una línea tradicional de limitación de la intervención de los jueces a casos contenciosos, con sentencias de efectos directos limitados a las partes, e indirectos porque provee la solución jurídica para conflictos similares. Y otra que admite una actuación mayor de los jueces en el juego político, interviniendo con sentencias de las que emanan reglas de efectos casi generales, o sustituyendo a los órganos políticos en decisiones de mérito y oportunidad.

Sobre estas dos prácticas constitucionales las posiciones políticas varían por el contenido de la decisión: si los jueces deciden como yo pienso, es la República y la justicia; si no es así, es el avance de las élites sobre las mayorías o la “Corte partidista”. Esto no contribuye a un sistema institucional sólido y previsible; ni a lograr un perfil de la Corte donde sean claras sus competencias.

Pienso que debería prevalecer la línea tradicional. Tal vez con una ampliación de la legitimación activa para permitir la defensa de derechos de grupos homogéneos. La segunda supone que el debate intelectual ante los jueces tiene mayor profundidad que el parlamentario. No creo que el riesgo sea “el gobierno de los jueces”. Pero sí que, a la larga, conlleva el retroceso político de los órganos representativos que deben expresar la democracia (5).

Pero, obviamente, no importa mi opinión, sino que el problema se ponga de manifiesto y se discuta. Que políticos y jueces, y la sociedad en general, sepan los roles de cada uno. Que constituya un acuerdo estable. El escenario actual supone un sobreentendido donde la Corte adopta decisiones políticas, pero sus integrantes son elegidos por un saber técnico (6).

Este asunto determina el perfil del juez. Si los jueces, en particular la Corte, van a adoptar decisiones donde explícitamente las convicciones políticas y morales tengan un rol importante, esto debe ser tenido en cuenta en las designaciones. Esas creencias y convicciones deben ser expresadas por el candidato a juez, y valoradas en su elección. Porque el juez no será la boca muda que expresa la ley descrita por Montesquieu. No se elige solo un técnico, sino un político con convicciones morales.

Alguno dirá que, cuando los políticos se equivocan alguien debe corregirlos. Es cierto, el problema es quién decide si hubo error o no. Suponer la infalibilidad de los jueces no es una base razonable para establecer una teoría política. Y no creo que haya estado en la idea de los constituyentes.

Finalizo con la oportuna ironía de Learned Hand: “Yo pienso que sería extremadamente molesto ser gobernado por un grupo de Guardias Platónicos, aun si supiéramos cómo elegirlos, lo que yo con toda seguridad no sé. Si ellos estuvieran a cargo del gobierno, yo perdería el estímulo de vivir en una sociedad en la que yo tuviera, al menos teóricamente, alguna parte en la dirección de los asuntos públicos. Por supuesto, yo sé qué ilusoria sería la creencia de que mi voto determina algo; pero al menos cuando voy a las urnas tengo la satisfacción en el sentido de que todos estamos participando de una empresa en común. Si usted replica que la oveja de una manada puede tener el mismo sentimiento, yo replicaría como San Francisco: ‘Mi hermana, la Oveja’” (7).

 

 

Notas.

(1) Todos los temas son interesantes, pero tratarlos haría muy largo el texto. Dejo unas líneas sobre algunos de estos puntos. En algunos de ellos, las opiniones son diversas, aun en el Cohete. Intento contribuir al debate.
Si la Corte debe estar integrada por cinco, siete o nueve miembros, no me parece un punto sustancial, salvo que sea un modo repudiable de conformar una mayoría automática, como en los ’90. Que sean cinco, siete o nueve no conlleva, por sí mismo, mayor o menor celeridad en la tramitación de las causas. El número es funcional a acuerdos políticos, de buena fe, de mayor participación de diferentes sectores, logro de consensos, etc. Hace al diseño de cada Corte, pero no a su estructura.
Sí, en cambio, creo relevante y no comparto la idea de la división de la Corte en salas, para tratar las diferentes materias, algunas de derecho común. La propuesta sugiere que cuando en una causa el tribunal declare inconstitucional una norma, debería hacerlo en pleno. La propuesta transformaría a Corte en dos tribunales, uno de casación de derecho común o aun federal, las salas, y otro constitucional, el pleno.
No creo que la única objeción sea la del texto constitucional que habla de “una Corte”, que es pertinente (art. 108 C.N.). Supone que la Corte tiene competencia para intervenir en temas de derecho común (civil, comercial, laboral o penal), lo que contradice a la Constitución que reserva esa facultad para las provincias (art. 75 inc. 12). Si la Constitución y las leyes del Congreso, en principio, excluyen de la competencia de la Corte los asuntos de derecho común, en los que el Poder Judicial nacional solo puede actuar en razón de las personas, no veo que tenga sentido organizar al tribunal para ese fin.
De paso, esta es la razón por la que resulta discutible la afirmación de que la Corte necesita penalistas, laboralistas o civilistas. Reitero: su competencia principal no incluye esas materias. La Nación dicta los códigos de derecho civil, comercial y laboral, pero los aplican las provincias (art. 75 inc. 12, cit.).
(Esa cláusula constitucional también refiere al código de minería, que merecería consideraciones más extensas, pero no quiero dejar pasar que su conceptualización como un repertorio de derechos individuales, en lugar de un sistema de planificación estatal de la explotación de recursos naturales, conlleva el mantenimiento de una ideología que atrasa casi dos siglos).
Retomando la idea de la declaración de inconstitucionalidad en pleno, como actividad especial, casi diferenciada de la resolución de casos, aleja a la Corte del rol de tribunal que resuelve casos (función jurisdiccional) y lo acerca a la idea de los tribunales constitucionales europeos que disponen con efectos generales (una función más política).
Con respecto a la cantidad de recursos extraordinarios donde la Corte por su discreción (art. 280 CPCCN) los rechaza con la mera referencia a que los considera improcedentes, sin expresar los motivos, merece algunas aclaraciones. No creo que sea razonable pretender que un tribunal intervenga en cientos o miles de casos. Es imposible materialmente. No serían los jueces de la Corte los que los resolverían, sino sus relatores, etc. Ni podrían tener la meditación y estudio que se pretende de una sentencia de la Corte. Si la solución fuera simplemente crear más tribunales o designar más jueces, no habría sentencias injustas. Tal vez, para ese asunto, las preguntas deban ser: ¿hay realmente tantas sentencias injustas en las instancias anteriores, de los tribunales superiores provinciales y de las cámaras del Poder Judicial nacional, tanto de las federales como de las de derecho común radicadas en CABA?; y, si las hay ¿cómo mejorar esos servicios de justicia?
Aun no siendo competencia del Poder Judicial nacional juzgar casos de derecho común, es cierto que, por la vía de la arbitrariedad, la Corte fue creando un modo de intervención cuando cree que es necesario dar una señal en el modo de interpretación de ciertos aspectos del derecho común o cuando lo que llega por esa vía es más un mamarracho que una sentencia, y resuelve no dejarlo pasar. Pero más allá de las valoraciones que se formulen sobre esta práctica, que la Corte funda en la garantía federal al debido proceso adjetivo, ella no modifica la regla constitucional que remite la aplicación del derecho común a los jueces provinciales.
Unas acotaciones más:
a) Todos los recursos son analizados y giran por las vocalías con un informe serio;
b) El rechazo con la invocación del art. 280 del Código Procesal no significa que el recurrente no tenga razón, sino que la Corte decide no intervenir: un 280 no confirma la sentencia recurrida por sus fundamentos, ni conlleva que la Corte haga propio el razonamiento de la sentencia que no revoca;
c) Si la Corte dictara sentencia fundada en cada uno de esos recursos, a pesar de la imposibilidad material, se transformaría en la cámara de apelación de todo el país, casi en un tribunal único, y los juicios serían aún más largos de lo que son;
d) Un importante número de recursos extraordinarios provienen de controversias sustanciadas ante la justicia nacional de derecho común con sede en CABA, donde la Cámara, la segunda instancia, es el tribunal superior de la causa; seguramente disminuirán cuando el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad sea considerado superior tribunal de la causa en esos procesos, lo que parece ser una tendencia. El traspaso de las competencias judiciales de derecho común a CABA es un punto no menor del diseño judicial, y obliga a repensar cuáles son las materias donde hay interés federal (sugiero considerar los temas de sociedades extranjeras, cotizantes, tanto su registro como actividad, los concursos y quiebras, entre otros). 
(2) Es interesante como la página institucional de la Corte la presenta.
https://www.csjn.gov.ar/institucional/historia-de-la-corte-suprema/el-tribunal
Esto es una novedad de los últimos años. Desconozco la fecha del texto.
Declara que “su misión consiste en asegurar la supremacía de la Constitución, ser su intérprete final”. Recién en el segundo párrafo alude a la resolución de conflictos, agregando que también es su función “la interpretación y sistematización de todo el ordenamiento jurídico y el control de constitucionalidad de las normas y actos estatales”.
El tercer párrafo dice así: “La Corte es un órgano de gobierno cuya competencia consiste en el control de constitucionalidad y cuyos actos son los fallos institucionales. Asimismo, la función de control político que desempeña es la de un poder llamado a equilibrar el sistema político. Tiene como fin garantizar la eficacia en el logro del bien común, la legitimidad y juridicidad de la actuación estatal y la activa defensa de los derechos humano”.
Estas definiciones, a mi modo de ver, no surgen de la Constitución ni de las leyes del Congreso que regulan su competencia, al menos del modo enfático y general en que es expuesto.
(3) El Código de Comercio fue redactado por Acevedo y Vélez Sarsfield para la provincia de Buenos Aires en 1858, y aprobado por ella en 1859. Unificada la confederación con esa provincia, el código se transformó en nacional por medio de la ley 15, durante la presidencia de Mitre. Sufrió una reforma en 1889 y fue derogado en 2014 al sancionarse el actual Código Civil y Comercial.
Aun cuando se incorporan a los códigos de derecho privado, son reglas de derecho público, constitucional. Así, por ejemplo, en Baudry Lacantinerie (Traité théorique et pratique de Droit Civil, París, 1902, I, parag. 233), que cuando trata de la aplicación e interpretación del derecho comienza con una cita de Montesquieu, del libro XI, capítulo 6, del Espíritu de las Leyes, donde advierte que es esencial a la libertad que el poder de juzgar esté separado del poder de legislar.
(4) A modo de ejemplo, sin pretender una enumeración exhaustiva recuerdo el caso “Zavalía” que dispuso la nulidad de una convocatoria a elecciones constituyentes por el interventor federal de Santiago del Estero; “Rizzo” que virtualmente derogó una reforma del Consejo de la Magistratura; “Halabi” que también virtualmente derogó una ley que ordenaba a las telefónicas preservar los contactos telefónicos entre los usuarios y, en cierta lectura, permitía una intervención inadmisible en las comunicaciones privadas; o la anulación de la suspensión por el Senado del luego removido Boggiano; o acordadas como la del 30 que convalidó el golpe de estado o la de los ’90 que derogó de hecho la obligación impuesta por ley a los jueces para que pagaran impuesto a las ganancias, etc. No opino si las decisiones declaradas inválidas por la Corte eran jurídicamente correctas o no, solo señalo los efectos generales de las sentencias, o que puede considerase que hubo una sustitución en la decisión política del órgano representativo designado por la Constitución para adoptarla. En el rol político, cuando Guido cerró el Congreso en “Spangenberg” optó por la vía del rechazo formal, una pena. En instancias inferiores, la declaración de inconstitucionalidad del tratado con Irán, cualquiera fuera su mérito, es otro ejemplo de una sentencia que adopta una decisión política, en el caso, en materia de relaciones exteriores.
(5) A veces los políticos creen que sus decisiones no son finales, lo que puede acarrear que no mediten y asuman en plenitud la responsabilidad de la decisión que adoptan.
(6) La elección de políticos (legisladores, constituyentes, etc.) fue la tradición en casi toda la historia constitucional, al menos hasta las primeras décadas del siglo XX.  Luego, creo no varió. Dijo una vez Petracchi: “Se dice que los jueces no son políticos, pero, ¡cómo no van a ser políticos!, son políticos les guste o no. A lo sumo, les va a pasar lo que al cangrejo, que es crustáceo pero no lo sabe.”
Pero el discurso público de selección y presentación de los candidatos fue y es, salvo excepciones, el del jurista, como un técnico, dueño de un saber casi propio de una ciencia exacta. Parecería que la sociedad cree o simula elegir un técnico, al que luego le pide decisiones políticas, y se queja si la que adopta no es la que cree moral o políticamente adecuada.
(7) La cita en Nino, Carlos, Fundamentos de Derecho Constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, p. 685.

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