¿Qué está pasando?

De una joya del soul al carbón ardiente del presente argentino

 

Dicen que, entre los seres vivos, ninguno posee una capacidad de adaptación más extraordinaria que la especie humana. Hay quienes se lo atribuyen al hecho de que vinimos a este mundo mal equipados, en términos agresivos: como no teníamos gran fuerza ni garras ni colmillos, la única forma de sobrevivir era aguzar el ingenio y valerse de lo que había a mano. (Un residuo indeseado de aquella experiencia original sería el miedo: eso de haber vivido cagado en las patas de modo constante —temerosos de las fieras, de los climas brutales, del fuego y del agua—, habría codificado la violencia y el instinto agresivo en nuestros genes, o al menos en nuestro inconsciente colectivo.) Otros dicen que nos moldearon los cambios climáticos: al vernos forzados a tolerar temperaturas extremas, nos habituamos también —a diferencia del resto de las especies— a comer de todo y nutrirnos con las dietas más variadas.

Somos criaturas plásticas, es cierto. Lo nuestro es el aguante, nos sabemos maleables. Creamos o encontramos recursos para cada circunstancia: somos como esas navajas que vienen con mil herramientas, los Swiss Army Knives de la coraza orgánica. Pero si se abusa de ella, la misma adaptabilidad que nos ayudó a llegar hasta aquí puede funcionar como un valor negativo.

Los seres humanos nos acostumbramos a todo. Lo cual incluye lo muy malo. Y no me refiero solamente a términos climáticos, aunque vivir en Cherrapunji, India —el lugar más lluvioso del mundo— o en las dinamarquesas islas Faroe —un rejunte de piedras en el cual cuando no diluvia, nieva— debe demandar lo suyo. Hablo más bien de lo que nos habituamos a tolerar, en términos sociales, políticos y económicos.

 

Las islas Faroe: tan bellas como ásperas.

 

Sin ir más lejos, convivimos con la esclavitud durante milenios. Ya en nuestros primeros registros era algo viejo: el Código de Hammurabi, que data del año 1760 A.C., establecía la pena de muerte para aquel que ayudase a escapar a un esclavo. Hoy suena intolerable, pero para muchas generaciones fue apenas un destino al que no cabía otra que acomodarse: tus padres lo habían sido y tus hijos lo serían — la normalidad es un concepto relativo, y en el magma de las instituciones de su tiempo la esclavitud estaba naturalizada, parecía un fenómeno tan inevitable como el clima.

Si quisiésemos armar una lista de situaciones indignas que bancábamos como algo dado, terminaríamos escribiendo un texto más largo que la Biblia. Religiones impuestas de modo compulsivo. Castraciones decididas por código de castas. Heterosexualidad forzosa. Primacía indiscutida de un género por encima de otro(s). Tiranías políticas o cuanto menos sistemas basados en principios antidemocráticos, como la aristocracia de la sangre. Conscripción obligatoria para ser enviados a guerras. Trabajos predeterminados, por familia o clase social. Imposibilidad de elegir pareja según el deseo personal. Penas de muerte por cuestiones morales. Discriminación por razas. Severas limitaciones a la libertad de expresión, de reunión, de agremiación. La ley no escrita del más fuerte...

 

 

Lo malo de nuestra adaptabilidad —su lado oscuro— es que tardamos poco en normalizar lo que debería sernos inaceptable. Integramos al paisaje aquello que debería resaltar como una anomalía. Lo que al principio sonaba como disonancia se nos vuelve música de ascensor. Lo escandaloso, aquello que subleva, pierde terreno ante el poder de lo habitual: dejamos de pensar en aquello que debería ser para rendirnos a lo que simplemente es, a la resignación que impone la evidencia.

 

What's Going On?

Hace pocos días se cumplieron 48 años de la edición de un disco que sigue siendo una de las joyas del soul: What's Going On, de Marvin Gaye. En 1971, Gaye era una estrella del sello Motown pero no la estaba pasando bien. Su situación personal lo asfixiaba. La adicción a la cocaina se le había vuelto intolerable, acababa de divorciarse, tenía problemas con la AFIP de su país —el IRS, en Estados Unidos— y se sentía atrapado por las condiciones que le imponía Berry Gordy, el capo de la discográfica, que le armaba un esquema férreo de giras, le decía cómo vestirse, cómo debía llevar el pelo y lo obligaba a estar siempre bien afeitado. Llegó al punto de intentar suicidarse de un balazo, un acto que abortó el padre de Gordy justo a tiempo.

 

Marvin Gaye, soulman.

 

"Mi éxito no se sentía real", explicaba. "Sentía que podía hacer más, y sin embargo actuaba como un títere... Tenía cabeza pero no estaba usándola".

El catalizador de la liberación de Marvin Gaye fue una circunstancia ajena que lo ayudó a mirar, y ver, más allá de la burbuja de su propia angustia.

Gaye tenía un hermano que había peleado en Vietnam y que le escribía cartas en las que compartía sus dificultades para adaptarse al país que había encontrado a su regreso. Esos relatos, meditaciones respecto de un paisaje que se le había vuelto irreconocible, ayudaron a Gaye a comprender que buena parte del malestar no era consecuencia de su mundo privado, sino —por el contrario— una respuesta a las transformaciones que se estaban verificando en los Estados Unidos.

Así sensibilizado, fue más que receptivo ante una canción que le llevó Renaldo Obie Benson de los Four Tops. Durante una gira, Benson había sido testigo de la brutalidad policial contra los manifestantes que rechazaban la guerra. Le contó su preocupación al compositor Al Cleveland, y juntos armaron una canción que los Four Tops desecharon ("Decían que era una canción de protesta, a mi juicio era una canción de amor y comprensión", reflexionó Benson), pero Marvin Gaye vio la oportunidad de inmediato. Le cambió la melodía, modificó parte de la letra y le agregó el estribillo y la línea que le da título: What's Going On, que significa literalmente ¿Qué está pasando?

La preocupación que expresaba parecía mal cortada para el soul, que es una música que tiende al relato romántico y/o erótico y al puro disfrute sensorial. (Cinco años más tarde, esa misma letra le habría quedado bien de sisa a cualquier canción punk.) Pero Gaye sintió que podía llevar el género más allá, llenar una forma bella de contenido trascendente, de modo que abrazase como propios los dilemas de aquella hora:

Madre, madre

Hay demasiadas de ustedes llorando

Hermano, hermano, hermano

Hay muchos más de ustedes muriendo

Sabés que tenemos que encontrar una salida.

(...)

Vamos, hablá conmigo

Así podrás ver

Qué está pasando

Decime qué está pasando.

 

 

 

Todos sabemos que nuestro país cambió mucho en estos años. Podríamos dar montones de ejemplos de esa transformación, sin tener que pensarlo demasiado. Pero aún así me pregunto, sinceramente: ¿somos conscientes de la totalidad de nuestra circunstancia, de la dimensión real de lo que está pasando, o el hecho de que protestemos a diario por el diez por ciento de lo que ocurre significa más bien que estamos tolerando, adaptándonos, al noventa por ciento restante del iceberg? ¿No sería necesario hacer un ejercicio de distanciamiento como el de Marvin Gaye, para recuperar perspectiva y no segmentar, achicar, el cuadro general de lo que está ocurriendo acá; para no sobreadaptarnos a una situación que, por cotidiana, nos acostumbra a vivir en la emergencia (en la incertidumbre, diría Esteban Bullshit); para no terminar normalizando lo que nunca debería dejar de sernos intolerable?

¿Qué está pasando acá, what's going on?

La tentación sería empezar por lo macro y decir que la geopolítica nos está jugando en contra. Que el gigante bobo del Norte despertó y volvió a agarrarnos del cuello, para que se lo cedamos todo sin conservar casi nada. Y que encontró eco en una porción de la dirigencia local igualmente boba, que se ofreció a viabilizar el expolio sin siquiera pensar que pronto quedaría entre la espada de Trump y la pared del pueblo argentino.

Pero arrancar por ahí sería un error. Lo que tenemos que hacer es, por el contrario, mantener la vista a la altura de los ojos y no mirar a la distancia ni hacia arriba, sino en derredor. Para entender, pero entender de verdad lo que está ocurriendo, no haría falta mirar más allá del diámetro que podemos trazar tirando piedras en las cuatro direcciones, desde cualquier punto donde estemos parados.

¿Qué está pasando acá, what's going on?

Pasa que el gobierno prendió una aspiradora tamaño industrial y se está llevando toda la guita de nuestros bolsillos. (Una parte queda en sus bolsillos, otra sigue rumbo hacia las arcas de sus bwanas del Norte.) El dictamen oficial afirma que esto es lo que hay que hacer —no hay plan B, es por acá— para recuperar la salud económica que según ellos nos estaba faltando. Pero esa explicación tiene tanto rigor científico como los médicos medievales cuando decían que iban a curarte llenándote de sanguijuelas o practicándote sangrías. (Una vez que estás muerto, no hay Libro de Quejas que valga.) Esta parte de la explicación es inapelable, porque es objetiva. Cuando se investigan ciertas estafas suele sugerirse: Follow the money, seguí el derrotero de la guita y llegarás al culpable, que seguramente la tiene encanutada. Acá ocurre lo mismo. La guita que te falta no se desintegró cuando escapó de tus manos, se fue a otras manos. Averigüá dónde está ahora y vas a entender quién te cagó.

¿Qué está pasando acá, what's going on?

Pasa que quien tiene pocos billetes, por simple ley de proporción, queda en pelotas más rápido por obra de la aspiradora oficial. Quien tiene un poco más se las rebusca mejor, pero ya no se salva ni la clase media. A partir del quince de mes, no queda clasemedierx que no se pregunte y ahora de qué me disfrazo. Comienza entonces la otra bicicleta, la de salvar un agujero creando otros nuevos, la de mantenerse en pie cagando a otra gente a la que no se le abona en tiempo y forma por sus servicios. La cadena de pagos se rompe bien abajo, a ras del suelo. Pedimos adelantos, créditos a tasa astronómica. Salvamos el hoy tachándonos la doble del mañana, alimentando una deuda que es como la mancha voraz de la vieja peli clase B: crece con vida propia, hasta que se lo devora todo. Y así andamos por la vida: vestidos con ropa vieja, con una mueca en la cara donde antes solía haber una expresión, incapaces de recordar cuándo fue la última vez que nos dimos un gusto –comer afuera, ir al teatro o al cine, hacer una escapada de fin de semana— sin antes producir mil y un cálculos y determinar qué santo desnudaremos para permitirnos ese goce irresponsable.

 

 

Escucho que la situación no es como la de 2001, que el estallido se produjo entonces porque la clase media no toleró que se metieran con sus ahorros. En todo caso, la diferencia está en las razones por las cuales no se estalla hoy, porque en lo que respecta al dinero la cosa no puede ser más parecida. En 2001 congelaron los depósitos bancarios y no podías disponer de tu plata. En 2019 encontraron una variante, pero los efectos son igualmente malévolos o incluso peores: no podés disponer de tu plata porque ya no tenés ahorros, y porque en el preciso instante en que cobrás tu sueldo ya no te pertenece, se eleva y vuela a las manos de sus verdaderos dueños. Antes había corralito, hoy simplemente estás acorralado.

¿Qué está pasando acá, what's going on?

Pasa que la aspiradora es sutil —ni nos damos cuenta de que nos está afanando—, pero el efecto que tiene entre los más humildes es el de una devastación nuclear. Esa gente se despierta y se acuesta en un paisaje de posguerra, su habitat cotidiano ha sido reventado por un bombazo económico. Millones de personas que viven dentro del Guernica de Picasso. Los días siguen fluyendo uno detrás de otro, pero la lógica que los enhebraba quedó pulverizada. Ya nada es lo que era, nada hace sentido. Que unx trabaje ya no significa que vaya a comer seguro, o al menos bien. Que unx acuda a la escuela ya no significa que vaya a aprender, en el mejor de los casos comerá algo.

 

 

Las consecuencias de la explosión son tan perversas, que obligan a vender la ropa y el calzado que ya no le va a los nenes para garantizar la comida de esa noche, y al hacerlo impiden que el pueblo conserve esos tesoros familiares (¿quién no se enternece al toparse con esas zapatillitas?) o que practiquen la generosidad con quienes nada tienen. Hasta eso tratan de impedir, nos escamotean la posibilidad de ser solidarios. Y aun así la solidaridad persevera, a pesar de la tortura que la realidad inflige a diario: los abuelxs que acogen a sus hijxs en desgracia y compran menos remedios para tener alimentos que compartir, los padres que no cenan para que sus propios hijos coman más, los hijos mayores que almuerzan frugalmente para que los hermanos menores calmen el rugir de sus tripitas...

¿Qué está pasando acá, what's going on?

Pasa que, a todos los efectos prácticos, estamos sufriendo un shock equivalente al del final de una invasión. Los colonizadores comienzan a replegarse, pero no sin antes manotear todo lo que puedan llevarse consigo y minar el terreno para proteger su retirada. Las arcas de la Nación quedan vacías, los colaboracionistas creen que conservarán los puestos en que los nombraron para garantizar la impunidad del ejército en repliegue. Al retirar las banderas y los pendones que representaban al régimen, el paisaje queda desnudo y su devastación es inescapable. Para cualquier lado que se mire, las marcas de la violencia son ostensibles. Tantos destrozos, que hasta aquellos que aceptaron la invasión de buena gana creyendo que reportaría el progreso de las civilizaciones más desarrolladas, enmudecen y se toman la cabeza.

 

 

Por eso digo que basta con mirar en derredor para medir las proporciones del desastre. Porque aunque nuestra situación sea desahogada, estamos rodeados de bombas humanas, de personas cuyo presente es un campo minado: desde lxs maestrxs de nuestros hijos, a lxs policías que circulan por la cuadra, a lxs emprendedorxs en bicicleta, a lxs conductorxs del transporte público, al calesitero de la plaza, a lxs pibitxs que lavan parabrisas o hacen malabares en las esquinas, a los empleados del taller mecánico, al personal municipal de la limpieza, a los recolectores de basura, al personal de nuestro edificio, a los técnicos de mantenimiento de los servicios, al vendedor ambulante, al comerciante del barrio, a lxs conductorxs que circulan por nuestras calles y así ad infinitum.

 

Incendiar pobres es incendiar el país, según Miguel Rep.

 

Bastaría con que uno de ellos sucumbiese a la angustia y se distraiga o confunda, para que nuestra circunstancia bendita abra la puerta a la catástrofe. Muchos ciudadanos responsables toleraron la violencia porque a su juicio ocurría lejos, y le ocurría a otros: los murgueritos y adolescentes de la villas, Santiago y Rafa Nahuel, las morochitas que circulan de noche y madrugada por los barrios, el Facundo Ferreyra a quien fusilaron a los 12 años, Sandra y Rubén volando en una escuela del Conurbano, el delincuente que se cruzó con Chocobar, los homeless prendidos fuego por personajes de La naranja amarilla, los pendejitos que cantaban y reían en el Fiat 147 que circulaba por una localidad que no sabrían ubicar en el mapa. Pero gente como esa —e incluso parientes y amigos de esa gente— nos rodea aunque para muchos sean invisibles, porque ellos son los que hacen funcionar al mundo y si dejasen de hacerlo por hache o por be el mundo se llamaría a un alto y todos los sistemas colapsarían.

 

Facundo Ferreyra, fusilado por la espalda a los 12 años.

 

¿Qué está pasando acá, what's going on?

Pasa que el país es hoy un edificio que ha sido desmantelado por su administración, aun con la gente adentro. Se han llevado casi todo, e intentan llevarse el resto de acá a octubre: empezaron por las alfombras y los helechos del palier, siguieron por los apliques y las bombitas de luz, removieron los cables de la instalación, la botonera de los ascensores, los caños maestros, las puertas, las ventanas, la caldera. No se sabe para qué quieren semejantes cosas, pero ya han anunciado que también vendrán por los pisos y el empapelado. Y el año que viene llegarán las autoridades del consorcio internacional al que la administración cedió el poder, reclamando el pago que estipula el contrato para permitirnos seguir ahí — un pago que cotiza en dólares.

Lo único que sostiene el edificio en pie, el prodigio físico que le permite conservar la verticalidad (una de las causas principales, habría que agregar, por las cuales no se produce un estallido como el de 2001), es la esperanza en octubre/diciembre.

La lógica de los datos sugiere que deberíamos dar por roto al tejido social, desgarrado de lado a lado por obra de la circunstancia que obliga al sálvese quien pueda y convierte al vecino en lobo del Otro. Pero eso no ha ocurrido porque, entre otras razones, no olvidamos que hasta no hace mucho vivíamos mejor; tanto, que hasta podíamos darnos el lujo de enseñarnos los dientes en un contexto donde nadie sufría de carencias extremas.

Hay gente que es irreductible y que siempre estará allí, ciudadanxs —porque lo son, también— que consideran que lo merecen todo y que detestan que los demás tengan algo, por magro que sea. A esa gente se le garantizan sus derechos, pero no hay que perder tiempo tratando de persuadirla de que abra su corazón. Es gente que sufre de anhedonia —incapacidad de gozar— y de aporofobia. (El miedo, rechazo, aversión por los pobres.) Si hasta Jesús, que era manso y paciente, entendía que hay personas que son un desperdicio de energía: "Ante cualquiera que se niegue a recibirlos o no quiera oírlos, salgan de la casa o de la ciudad y sacúdanse el polvo de los pies". (Mateo 10, 14.) Pero hay otros que, aunque también aspiran a más y preferirían concentrarse en su destino individual, no están seguros de hacerlo a costa del sufrimiento ajeno o al precio de vivir en una sociedad estragada por la violencia social. A esos, ante todo, hay que ayudarlos a mirar en derredor y plantearse la pregunta de la hora:

¿Qué está pasando acá, what's going on?

Pasa que tenemos que apuntalar los cimientos de este edificio para que no se nos venga en banda. Y una vez asegurados, encarar una tarea que es doble pero no de manera sucesiva, sino simultánea. Hay que reconstruir este lugar y hay que entender al mismo tiempo qué nos condujo a esta circunstancia. Porque no se trató de un fenómeno climático o sísmico sino de una desgracia que tornamos posible, a la cual convocamos, permitimos o al menos no supimos evitar. Ni esta administración criminal ni los asesinos que incendian pobres en la calle (si me preguntan, ese pelado que se deja ver tiene una pinta de rati que se cae) brotaron solos como hongos en este paisaje: son, por el contrario, una expresión de pulsiones tanáticas de nuestra sociedad que es imperativo desactivar y reducir a su mínima expresión.

Si no aislamos y metemos en caja legalmente a aquellos que expresan vocación antidemocrática, si no blindamos el edificio a prueba de saboteadores, en quince o veinte años volveremos a verlo arrasado por invasiones y bombas inteligentes de esas que convierten a la gente en un licuado o en zombies y que dejan las casas —y a nuestra dignidad, y al mañana de nuestrxs hijxs— hechas un páramo.

 

Renaldo "Obie" Benson: una canción de amor y comprensión.

 

Déjenme parafrasear al morocho Obie Benson de los Four Tops: aunque lo parezca, esta no es una canción de protesta. Es, más bien, una canción de amor y comprensión. Que sé que disfrutarán, y que los hará bailar, porque ustedes también tienen la convicción de que somos más y de que aquello a lo que aspiramos es tan justo como elemental, una demanda (atenti al neologismo) basiquísima: la de construir una sociedad perdurable en la cual ninguna vida sea de segunda marca; donde la existencia de nuestrxs niñxs vulnerables sea el precio más cuidado.

Pero, ojo: para que vuelva a pasar lo que realmente queremos —cerrar el más amplio de los contratos sociales y consolidarlo en el tiempo— necesitamos ser tan persuasivos como la belleza con la que presentemos nuestra visión. (Que suele derivar, indefectiblemente, de la belleza con la que encaremos nuestras vidas cada día.) Y si no me creen acudan al amigo Marvin, que todo lo dice mejor.

Oh, sabés que tenemos que encontrar una forma

De producir algo de comprensión, aquí y ahora.

(...)

No me castigues con tu brutalidad

Vení, hablame

Para que puedas ver

Qué está pasando

Decime qué esta pasando

Yo voy a decirte qué está pasando

Right on, baby

Right on.

 

 

 

 

 

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