Que te recuerden así

Fito entra al Olimpo en Canción sobre canción

 

I.

No era cosa fácil hacerse un lugar en el rock: Charly, Zeus avizor e invencible; Spinetta, Orfeo de lira áurea; Pappo, pistolero con metralleta de seis cuerdas y cara de pocos amigos.

Ante esa escuadra, creara lo que creara –grandes discos en solitario y alguno junto a los dioses; cantara él con “El Polaco”, “La Negra” y hasta Pugliese; interpretara al “Cuchi” o a Ramón Ayala– se le hacía saber a Fito que su talla era la de Gulliver, o peor aún, la de un simple espantapájaros.

La crueldad llegó a la cúspide cuando, tras uno de los mejores discos de la historia del rock argentino (El amor después del amor), se le regalaba un elogio (“¡Qué discazo!”) aunado a una lapidación (“Pero luego no hizo nada bueno, ¿no?”).

Como si no hubiera habido conquistas previas ni joyas que Fito legará tras ese Rubicón, el público juzgaba (Vox populi, Vox dei) mal, con elogios que matan.

Otra vez “al costado del camino”, Fito no desesperó. Sabía que el tiempo, a veces, juega a favor de los espantapájaros.

En estas horas una serie (El amor después del amor, Netflix) pone a Gulliver si no en el Olimpo, en la vidriera insomne. Lo hace con golpes de efecto y emotividad, desde el basurero del arte audiovisual, con los detritus de la TV y del folletín que son la base de la narrativa serial, la dominante ad nauseam.

Pero a veces reaparece el cine, ese arte del siglo XX, y abre una grieta que permite ver el pasado desde otra lengua y bajo otra luz. La lengua es la de los hermanos Lumière, que supieron encuadrar para que, frente a una cámara, el milagro suceda. La luz es la de un diálogo, nada más ni nada menos, que entre un muerto y una asesina.

Quien enfoca la cámara, no a la salida de los obreros de una fábrica ni a la llegada de un tren, sino al sillón de la casa en donde se sentaban cada noche Liliana Herrero y Horacio González, es Fernando Arca, director de Canción sobre canción, documental presentado en el último BAFICI que se propone, antes que entretener con un ícono del rock, escribir en letra de molde el lugar de Fito en el libro de la historia de la música.

 

 

 

 

 

 

II.

Liliana Herrero no se anduvo con chiquitas en sus reversiones: “El Cuchi”, Fandermole, Atahualpa pasaron, de a uno en vez, transfigurados por una experta en vivisección del folklore, mujer eximia en el arte de quitar la injusta pátina de pasado que se adhiere a ese género para volverlo pieza cósmica y futurista.

Cuando realizó Canción sobre canción (2019), disco de sus versiones de temas del cantante rosarino, dio vuelta la taba y, a Fito, que bien podría ser su hijo –por edad, pero también por la admiración que por ella profesaba– lo ubicó como a un padre. Porque de más está decir que no se mata a cualquiera para encontrar la propia voz: se mata al padre.

Hubo un tiempo en que, ya en ronda y en un descampado o en butacas paquetas de salones monumentales, los seres humanos nos sentábamos a apreciar la música, a dejarnos llevar por ella. Esa experiencia quedó atrás con Spotify y los auriculares 24/7, que vuelven a la escucha, a toda hora, planicie de duermevela. Con Canción sobre canción, el filme, salimos de ese abismo, volvemos el tiempo atrás, a cuando llegábamos a casa con “el último de” para escucharlo con una disposición expectante –la del sacudón de la sorpresa– que la velocidad de esta era ha destruido.

Escuchamos el comienzo de Giros en voz de Liliana, de cadencia honda y ensimismada: “Giros / Existe un cielo y un estado de coma / Cambia el entorno de persona a persona / Giros / Dar media vuelta y ver qué pasa allá afuera / No todo el mundo tiene primaveras”.

Cómplice, la intérprete mira a su marido, ahora exégeta, y dispara: “¿Te gusta a vos?”.

“Sí”, dice él, y ríe. “Me siento absolutamente giroscópico”, agrega, y ríen antes de iniciar esta intensa sesión de apreciación musical al compartir una y otro qué les parece esta canción y luego cada versión de temas de Fito, ese músico que –al decir de González– “menos mal tiene la cabeza trastocada”.

Tras la operación de Herrero, la de “gir[ar] y ver qué pasa allá afuera [de cada tema]”, el ejercicio se repite (“ese acorde que va para arriba”, dirá ella una vez; “ese mariposeo”, marcará él). La Herrero se escucha cantar y canta, ahora junto a su marido, sobre su propia voz. Y se emociona. Mucho. Esta vez no lo hace como intérprete, como cuando en sus conciertos evoca a Milagro Sala aún presa o a los desaparecidos, sino como todo aquel que se emociona al escuchar un verso-flechazo, como quien se emociona hasta las lágrimas y el hipo tonto que agradecemos cuando aparece, si es que nos damos el tiempo para que aparezca, claro.

La hermenéutica de un puñado de versos la hacen ella, licenciada en filosofía además de música, y él, uno de los ensayistas más destacados de su generación. “Dejarlas partir, se llama. Hay un corte aquí en la vida de Fito, muy fuerte”, empieza Herrero. “Es la desaparición de su tía, de su abuela y de la señora que las cuidaba. Entran tres locos y las matan, y ya: y cambia la vida de alguien, ¿no? Se termina una época y empieza otra, dolorosa, profundamente dolorosa”, sigue. “Una cosa es el dolor metafísico del fin de los tiempos, del final de las vidas. Y otra cosa es acompañar esa constitución propia de cada persona, digamos, en relación al tiempo, y adosarle, adherirle a eso el dolor de la desaparición de alguien, de esa brutalidad. Y tiene la frase clave para mí que es si pudiera explicar, si pudiera explicar. No es una pregunta. No es un ruego. ¿Qué es si pudiera explicar? Nadie puede explicar el horror”, concluye. Y ante su pregunta (¿“Y a vos qué te parece?”), ante tamaña interpretación, Horacio concluye: “Me parece que no tengo nada para agregar. Muy bien. Está todo dicho”.

Luego de escuchar otro tema, Horacio González comenta: “Los zapatos de charol, que son zapatos de baile […] de una elegancia ficticia y un poco presuntuosa. […] Creo que es un hallazgo poético ligar la infancia a los zapatos de charol. […] Fito es muy feliz en el recuento, en ese aleteo del recuerdo: el club, el fútbol, el gol, el diario La Capital de Rosario”. Herrero lo escucha como lo escuchábamos en clases, programas televisivos o radiales y en actos públicos, como quien escucha un oráculo, pero no cualquiera, sino uno al que ella le contrapone un matiz, una compadrada (“He dicho una genialidad, González”, lo frena pícara) o un disenso (“Yo ahí no coincido”, se le escucha decir) que ambos celebran y ríen cuando Horacio dice: “Menos mal que introdujimos una dramática incisión en nuestra relación”.

Horacio a veces no escucha lo que dice Liliana. El film también es reflejo de toda pareja (de ahí que ahora hable de “Horacio” y “Liliana”): no nos escuchamos, y sin embargo, nos amamos. “Y yo sigo con vos / ¿Sabés? / Se hace difícil seguir anclado sin tu amor, sin tu amor”, canta la Herrero. “Es casi una confesión, González, que te hago acá públicamente”, dice ella a pie de versos. “¡Mirá qué piropo que te dije, González!”, insiste. “¿Estás segura que no están prohibidos los piropos todavía?”, gambetea, pudoroso con puñal, él. “Me parece que pronto van a ser prohibidos. Sí, me parece”, responde irónica ella, que poco después de que se ruede este filme, tras una pandemia que se lo lleva a él a un más allá del hospital que no conocemos, se le hará “[muy] difícil seguir anclad[a] sin [su] amor”.

–Nací en el 63, con Kennedy en la cabeza –se escucha cantar a Liliana un verso de Fito.

–¡Tengo 10 años menos que Fito! –grita Horacio.

–¿Me podés repetir? –pide Liliana sorprendida.

–Yo nací en el 73 con Perón en la cabeza –dice y ríen, y se abrazan para siempre.

Para siempre.

Porque hay personas, las tres de este bello film dedicado a Horacio González, que viven por siempre.

 

 

 

III.

Se milita a un amigo. Es, acaso, uno de los mayores gestos de generosidad que se puede tener con él.

Beatriz Sarlo militó a Juan José Saer. Desde su cátedra (en la UBA), desde su revista (Punto de vista), lo instaló como quien terminó siendo, gracias a esa operación, “el” escritor inevitable tras el ocaso de la larga gravitación-Borges.

“Fito fue no tan enteramente comprendido en sus hallazgos”, comenta González en tren de reivindicación militante. “Escribió novelas, hizo películas, hizo innumerables canciones desparejas. […] Es un poeta, un director de cine, un novelista. En ninguna de esas cosas es enteramente reconocido como tal. […] Fito es un gran poeta. Uno no puede ser un gran poeta si no puede encubrirse en aquello que lo castiga. Por eso me parece que Fito tiene que ser recobrado, reconstituido, porque él carga a Charly y a Spinetta”, concluye González, con quienes no podemos no coincidir si recordamos más de un puñado de versos memorables, su impar trayectoria como músico y una gran película injustamente olvidada, Vidas privadas (2001).

En sentidas palabras de despedida, Beatriz Sarlo escribió que Horacio González fue para ella “el polemista implícito que yo tenía, mi interlocutor ideal. Fuimos como los dos teólogos del cuento de Borges que se pasaron la vida discutiendo y, al llegar al paraíso, se dieron cuenta de que eran la misma persona”.

¡Quién pudiera que lo recuerden como Sarlo a Horacio!

Después de ver Canción sobre canción, una vindicación de Fito como poeta, cineasta y músico, un acto militante de dos entrañables amigos, no cabe más que decir: ¡Quién pudiera que lo recuerden como Horacio y Liliana a Fito!

 

 

 

 

 

 

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