¿Quién corrige a Sus Señorías?

La ineficacia de un tribunal superior para frenar las arbitrariedades de los tribunales federales penales

 

In memoriam Carmen Argibay

 

La gran diferencia de la Constitución argentina respecto a la de Estados Unidos en relación a la organización del Poder Judicial reside en las llamadas cláusulas de reserva de jurisdicción (artículos 75 incisos 12 y 116). Por ellas el Congreso concentra las facultades de legislación del llamado derecho común (civil, comercial, penal, laboral y de minas) cuya aplicación corresponde a los tribunales de provincias o federales (fuero nacional de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, CABA) según se trate de pleitos sobre “personas o cosas” que caigan en sus respectivos territorios, y excluye de la decisión de estos litigios a la Justicia Federal, incluida la Corte Suprema. Incluso si en un pleito se presentan concomitantemente cuestiones federales y de derecho común, la jurisdicción se desplaza a los tribunales provinciales o nacionales de CABA, que entienden de modo primario en los juicios de materia mixta, siendo apelables las sentencias definitivas de esos juicios ante la Corte, exclusivamente respecto de las cuestiones federales planteadas (artículo 31 de la Constitución).

Estas distinciones –entre derecho común y federal– y esta prohibición –a la Justicia Federal para resolver causas de derecho común– han sido sostenidas como principio por la jurisprudencia de la Corte Suprema por más de 100 años. Como consecuencia, un inmenso número de recursos extraordinarios contra sentencias de superiores tribunales provinciales y nacionales fueron sistemáticamente rechazadas por la Corte, de modo formulario y con mucha antelación a la introducción del certiorari argentino en 1990: el artículo 280 del Código Procesal.

Contra lo que podría pensarse, la Constitución de 1853 –de cuño federal– rechazaba este diseño del Poder Judicial deferente con las provincias, que fue adoptado por la convención unitaria de 1860. Alberdi, inspirador del texto de 1853, había diseñado un sistema que atendía a la idiosincrasia judicial de la institucionalidad hispano-americana (con sus audiencias virreinales que abarcaban inmensos territorios, en los que regía el único ordenamiento jurídico de todas las españas). Alberdi quería que el Congreso no sólo dictara un derecho uniforme para todo el país sino que estableciera una única justicia federal para aplicar ese derecho en todo el territorio, actuando la Corte como un verdadero tribunal de casación de ese vasto ordenamiento normativo. Dejaba a los tribunales provinciales solamente los asuntos de derecho público local.

Podría decirse que Alberdi era unitario en materia judicial. Fueron paradójicamente los unitarios Mitre, Vélez Sarsfield y Sarmiento quienes en 1860 introdujeron las cláusulas de reserva de jurisdicción a favor de los tribunales provinciales. No debe pensarse que ello obedeció a altas razones de diseño institucional, ni que fue una graciosa concesión hacia las odiadas provincias. Mitre tenía un dilema práctico con el diseño judicial de Alberdi. Al incorporarse Buenos Aires a la Confederación, el gobernador pretendía que fueran los jueces de Buenos Aires, por él digitados y nombrados, los que aplicaran en su ciudad y provincia la legislación uniforme –especialmente la penal– que debía dictar el Congreso en el futuro. Era un Congreso que Mitre, derrotado en Cepeda, no controlaba, y cuyo Senado –integrado por una mayoría aplastante de senadores provinciales– participaría en la designación de los jueces nacionales que aplicarían ese derecho. Los crímenes de Mitre y sus partidarios, que fueron tanto previos como posteriores a su asalto al poder nacional en 1861, explicaban sus prevenciones en 1860 contra los futuros jueces nacionales, lo que llevó a la modificación transaccional favorable a la jurisdicción preeminente de los jueces provinciales que, en Buenos Aires, eran los jueces mitristas: serían ellos quienes juzgarían a Mitre y sus partidarios. La Justicia Federal no existía todavía, y la primera Corte la establecería el propio Mitre en 1863, junto a los primeros jueces federales, con acuerdo de un Senado ya adicto al Presidente triunfador en Pavón. A diferencia de lo que dicen sus panegiristas, Mitre designó en la Corte cinco jueces que le respondían, empezando por su jefe intelectual Salvador María del Carril. Se aseguró así, primero, el control de la justicia provincial –que él mismo definió como estratégica en la organización constitucional– y un tiempo después de la federal. Mitre tenía claro que los jueces suelen ser más importantes que el derecho en Argentina. Nihil novum sub sole.

Las claras prescripciones constitucionales de 1860 sobre las jurisdicciones divididas entre federal por un lado y provinciales y nacionales por el otro empezaron a desdibujarse, a nivel de la Corte Suprema, a partir de 1909. Ello fue obra de cierta jurisprudencia (casos “Rey y Rocha”; “Storani” de 1939; “Compañía Primitiva de Gas” de 1948) que elaboró la llamada doctrina de la “arbitrariedad” de sentencias.

Esta doctrina, en sentido estricto, no es más que una categoría jurisprudencial que, invocando garantías constitucionales genéricas (Preámbulo, artículos 1, 16, 17, 18, 19, 31 y 33), habilitó a la Corte para revocar sentencias definitivas dictadas por los superiores tribunales provinciales y nacionales, que decidían exclusivamente sobre materias de derecho común –no federal– bajo el argumento de que eran “arbitrarias”. Como se dijo, la Corte tiene constitucionalmente vedado decidir sobre materias no federales; con la doctrina de la “arbitrariedad” empezó a hacerlo. El Alto Tribunal consideró que la Constitución la amparaba para apartarse de sus artículos 75 incisos 12 y 116 cuando se encontrara, según su discrecional juicio, con una sentencia arbitraria, a la que podía dejar sin efecto.

¿Estoy sugiriendo que la doctrina de arbitrariedad de la Corte es una jurisprudencia inconstitucional? En sentido estricto, sí. Tanto es así que parte de esa jurisprudencia –como la doctrina servil a ella– afirma que la arbitrariedad convierte los juicios “no federales” en “federales”. Una categoría jurídica –como cualquier categoría lógica– no se transmuta en una categoría distinta por meras apreciaciones subjetivas: un litigio exclusivamente civil, comercial, penal o laboral sigue siendo tal aun cuando en ellos se dicte una sentencia arbitraria, que será una sentencia arbitraria de derecho común; sigue siendo de materia “no federal” tanto antes como después de la sentencia arbitraria; y las autoridades judiciales finales para la decisión de tales litigios –conforme la Constitución– siguen siendo los tribunales superiores provinciales o nacionales, no la Corte. La única apreciación subjetiva admisible es que los jueces provinciales o nacionales dictaron una sentencia arbitraria, no que se federalizó mágicamente el derecho sobre el que versa, por ser arbitrario el pronunciamiento que recayó en el juicio. El problema no está, nuevamente aquí –como en el caso del artículo 280– en los incisos 12 y 116 del artículo 75 de la Constitución. El problema está en el tribunal o juez provincial o nacional que dictó una sentencia arbitraria, y está en la Corte que –quizás bajo un fin loable– amplió desde 1929 su jurisdicción apelada a causas de derecho común, lo que tiene expresamente vedado por la Constitución.

La Corte se vio inundada, como consecuencia de su propia jurisprudencia, por miles de juicios donde algunas de partes derrotadas, como es lógico, sostenían que la sentencia definitiva dictada por el tribunal superior, nacional o provincial, era arbitraria. Se elaboró una compleja casuística sobre arbitrariedad, y la Corte se terminó convirtiendo en un tribunal de cuarta instancia en los juicios provinciales, y de tercera en los del fuero nacional, a espaldas del sistema diseñado en 1860. La legislación del certioriari argentino de 1990, mediante el artículo 280, fue una medida pensada en parte para desechar masivamente estas apelaciones.

Lo dicho hasta aquí, mejor y más completo, lo ha sostenido ya la fallecida jueza Carmen Argibay en un recordado artículo.

La jurisprudencia de arbitrariedad de la Corte es aplicable también en las causas federales, y allí no hay obstáculo constitucional para que el alto tribunal revise esas sentencias arbitrarias, precisamente porque su materia es federal, no porque sean arbitrarias.

La distinción jurídica y constitucionalmente relevante entre las sentencias que son apeladas ante los estrados de la Corte no es entre sentencias arbitrarias o no arbitrarias, sino entre sentencias de derecho federal y sentencias de derecho no federal, siendo irrevisables por el tribunal estas últimas. Dentro de cada una de esas dos categorías podemos encontrar, en los litigios concretos, sentencias que son arbitrarias y otras que no. La Corte solamente puede revisar sentencias de contenido federal (arbitrarias o no), nunca sentencias de contenido no federal, por más arbitrarias que sean. Si lo hizo desde 1929 fue en base a consideraciones que por su finalidad de justicia no condeno pero que se apartan del programa de la Constitución de 1860.

El Consejo Consultivo para la Reforma Judicial ha propuesto la creación de diferentes modelos de tribunales intermedios, en relación a la doctrina de la arbitrariedad. No voy a detenerme en el examen de cada propuesta. Simplemente voy a señalar, conforme lo expuesto hasta aquí, lo siguiente:

1) Si la arbitrariedad se encuentra contenida en sentencias provenientes de tribunales federales, la sentencia de cualquiera de los tribunales intermedios propuestos será recurrible ante la Corte, aun cuando ello se encuentre prohibido por la ley de creación del tribunal intermedio: tal prohibición sería inconstitucional y la Corte podría decretarla de un plumazo, que sería fundado. El carácter de máximo tribunal federal de la Corte emana directamente de la Constitución, no puede ser derogado por ley alguna, ni sustituida en sus funciones de instancia final, en material federal, por ningún otro tribunal.

2) Sí puede postularse el establecimiento de un Tribunal Superior Nacional –no intermedio sino de última instancia– para revisar las sentencias arbitrarias de derecho común –no federal– e incluso, si se considerara conveniente, ejercer funciones de casación nacional sobre el derecho común. Su creación requeriría el consentimiento de las provincias y del Congreso (respecto del fuero nacional de CABA); de lo contrario, implicaría la violación de los artículos 5, 75 inciso 12, 116 y 121 de la Constitución, dejando a salvo el derecho de las provincias que no quieran concurrir al pacto intra-federal de creación de este tribunal. Instituido bajo esas condiciones, debería disponerse legalmente el carácter no apelable de las sentencias de este tribunal ante la Corte (conforme las cláusulas constitucionales de reserva de jurisdicción), regulando un mecanismo de opción excluyente para las partes entre este tribunal y la Corte, al interponer su apelación contra las sentencias definitivas de los superiores tribunales provinciales y nacionales. Deberá preverse que el nuevo Tribunal Superior Nacional rechace in limine la apelación o queja que plantease cuestiones federales, quedando firme la sentencia del tribunal superior de la causa, provincial o nacional; en el caso opuesto, que la parte interponga recurso extraordinario o queja ante la Corte en un caso de contenido no federal, la Corte también deberá rechazar in limine la presentación, quedando firme la sentencia del tribunal superior de la causa, provincial o nacional. Deberá considerarse causal de mal desempeño, para los jueces de la Corte, la admisión o decisión de causas que no versen sobre materia federal, aun cuando se invoque arbitrariedad. Deberá considerarse causal de mal desempeño, para los jueces del Tribunal Superior Nacional, el dictado de sentencias que versen sobre materia federal o puntos de la Constitución Nacional.

Ahora bien, conforme el punto 1, un eventual tribunal federal de arbitrariedad no servirá para poner fin, en esa instancia, a las arbitrariedades presentes de los tribunales federales en materia penal. Esos juicios siempre terminarán en la Corte, por disposición de la Constitución.

Las arbitrariedades judiciales se corrigen con el mecanismo del enjuiciamiento de los magistrados que incurren en tales conductas ante el Consejo de la Magistratura, no por la alteración del sistema constitucional de organización del Poder Judicial y menos creando nuevos tribunales que afiancen vicios que ya existen.

Sobre juzgar a los jueces, y la disfuncionalidad constitucional de la actual conformación del Consejo de la Magistratura, nos ocuparemos en una próxima nota.

 

 

 

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