¿Quién diablos somos?

La última columna de Uri Avnery, publicada el 4 de agosto, dos semanas antes de su muerte, a los 94 años

 

Hace años tuve una amistosa discusión con Ariel Sharon.

Le dije: “Ante todo soy israelí, y después judío”.

Él me contestó acoloradamente: “Yo ante todo soy judío, y solo después israelí”.

Este puede parecer un debate abstracto, pero en realidad es la cuestión central de nuestros problemas básicos, el núcleo de la crisis que está desgarrando a Israel.

La causa inmediata de esta crisis es la ley que sancionó de apuro a fin de julio la mayoría derechista del parlamento, y que se denomina "Ley Básica: Israel, la Nación Estado del Pueblo Judío”.

Es una ley constitucional. Cuando se fundó Israel, durante la guerra de 1948, no adoptó una Constitución. Un conflicto con la comunidad religiosa ortodoxa hizo imposible alcanzar una fórmula consensuada. En su lugar, David Ben-Gurion leyó una "Declaración de la Independencia", que anunciaba que "estamos fundando el Estado judío, es decir, el Estado de Israel".

Esa Declaración no se convirtió en ley. La Corte Suprema adoptó sus principios sin base legal. Sin embargo el nuevo documento es una ley obligatoria.

Entonces, ¿qué hay de nuevo en la nueva ley, que a primera vista parece una copia de la Declaración? Contiene dos omisiones importantes: la declaración hablaba de un estado "judío y democrático", y prometía la plena igualdad entre todos sus ciudadanos, independientemente de la religión, la etnia o el sexo. Todo esto ha desaparecido. Sin democracia. Sin igualdad. Un estado de los judíos, para los judíos, por los judíos.

Los primeros en protestar fueron los drusos.

Los drusos son una minoría pequeña y unida. Envían a sus hijos a servir en el ejército y la policía israelíes y se consideran a sí mismos "hermanos de sangre". De repente, les han quitado todos sus derechos legales y sentido de pertenencia.

¿Son árabes o no? ¿Musulmanes o no? Eso depende de quién esté hablando, dónde y para qué. Amenazan con manifestar, dejar el ejército y rebelarse. Benjamin Netanyahu intenta sobornarlos, pero son una comunidad orgullosa.

Sin embargo, los drusos no son el punto principal. La nueva ley ignora por completo al millón ochocientos mil árabes que son ciudadanos israelíes, incluidos los beduinos y los cristianos. (Nadie siquiera piensa en los cientos de miles de cristianos europeos que inmigraron con sus cónyuges judíos y otros parientes, principalmente desde Rusia.)

El idioma árabe con todo su esplendor, que hasta ahora era uno de los dos idiomas oficiales, fue degradado a un mero "status especial", sin que se sepa qué significa.

(Todo esto se aplica a Israel propiamente dicho, no a los aproximadamente cinco millones de árabes en la ocupada Cisjordania y la Franja de Gaza, que no tienen ningún derecho.)

Netanyahu está defendiendo esta ley como un león contra las crecientes críticas internas. Declaró públicamente que todos los críticos judíos de la ley son izquierdistas y traidores (sinónimos), "que han olvidado lo que es ser judío".

Y ese es realmente el punto.

Hace años, mis amigos y yo pedimos a la Corte Suprema que cambiara nuestro documentos de identidad allí donde dice nacionalidad, y en vez de judía pusiera israelí. Los tribunales se negaron, afirmando que no hay una nación israelí. El registro oficial reconoce casi un centenar de naciones, pero no una israelí.

Esta curiosa situación comenzó con el nacimiento del sionismo a fines del siglo XIX. Era un movimiento judío, diseñado para resolver la cuestión judía. Los colonos en Palestina eran judíos. Todo el proyecto estaba estrechamente relacionado con la tradición judía.

Pero la segunda generación de colonos se sentía incómoda por ser solo judía, como judíos en Brooklyn o Cracovia. Sentían que eran algo nuevo, diferente, especial.

Los más extremos fueron un pequeño grupo de jóvenes poetas y artistas, quienes en 1941 formaron una organización apodada "los cananeos", quienes proclamaron que éramos una nación nueva, una nación hebrea. En su entusiasmo se fueron al otro lado, declarando que no tenemos nada que ver con los judíos en el exterior, y que no había una nación árabe: los árabes eran solo hebreos que habían adoptado el Islam.

Luego vinieron las noticias del Holocausto, los cananeos fueron olvidados y todos se convirtieron en súper-judíos arrepentidos.

Pero no era real. De modo inconsciente, el lenguaje popular de mi generación adoptó una clara distinción: diáspora judía y agricultura hebrea, historia judía y batallones hebreos, religión judía e idioma hebreo.

Cuando los británicos estaban aquí, participé en docenas de manifestaciones gritando: "¡Inmigración gratis! ¡Estado hebreo!". No recuerdo una sola manifestación en la que alguien gritara "Estado judío".

Entonces, ¿por qué la Declaración de la Independencia habla de un Estado judío? Simple: alude a la resolución de la ONU que decretó la partición de Palestina en un estado árabe y otro judío. Los fundadores simplemente declararon que ahora estábamos estableciendo este estado judío.

Vladimir Jabotinsky, el legendario antepasado del Likud, escribió un himno que declara: "Un hebreo es el hijo de un príncipe".

Este es un proceso natural. Una nación es una unidad territorial. Está condicionada por su paisaje, clima, historia, vecinos.

Cuando los británicos se establecieron en América, después de un tiempo sintieron que eran diferentes de los británicos que habían dejado atrás en su isla. Se convirtieron en estadounidenses. Los convictos británicos enviados al Lejano Oriente se convirtieron en australianos. En dos guerras mundiales los australianos corrieron al rescate de Gran Bretaña, pero no son británicos. Ellos son una nueva nación orgullosa. También lo son los canadienses, neozelandeses y argentinos. Y nosotros.

O lo habría sido, si la ideología oficial lo hubiera permitido. ¿Qué ha sucedido?

En primer lugar, hubo una gran inmigración del mundo árabe y de Europa del Este a principios de los años cincuenta: por cada hebreo, había dos, tres, cuatro nuevos inmigrantes que se consideraban judíos.

Luego estaba la necesidad de dinero y apoyo político de los judíos en el exterior, especialmente en los Estados Unidos. Estos, mientras se consideran estadounidenses completos y verdaderos (¡animate a decir que no lo son, maldito antisemita!), están orgullosos de tener un Estado judío en alguna parte.

Y luego hubo (¡y hay!) una política gubernamental rigurosa de judaización de todo. El presente gobierno ha alcanzado nuevas alturas. Las acciones del gobierno intentan judaizar en forma frenética la educación, la cultura e incluso los deportes. Los judíos ortodoxos, una pequeña minoría en Israel, ejercen una inmensa influencia. Sus votos en la Knesset son esenciales para el gobierno de Netanyahu.

Cuando se fundó el Estado de Israel, el término hebreo se cambió por el israelí. El hebreo ahora es solo un idioma.

Entonces, ¿hay una nación israelí? Por supuesto que hay. ¿Hay una nación judía? Por supuesto que no.

Los judíos son miembros de un pueblo étnico-religioso, disperso por todo el mundo y perteneciente a muchas naciones, con un fuerte sentimiento de afinidad con Israel. Nosotros, en este país, pertenecemos a la nación israelí, cuyos miembros hebreos son parte del pueblo judío.

Es crucial que reconozcamos esto. Decide nuestra perspectiva. Literalmente: ¿miramos hacia centros judíos como Nueva York, Londres, París y Berlín, o hacia nuestros vecinos, Damasco, Beirut y El Cairo? ¿Somos parte de una región habitada por árabes? ¿Nos damos cuenta de que hacer la paz con estos árabes, y especialmente con los palestinos, es la principal tarea de esta generación?

No somos inquilinos temporales en este país, listos en cualquier momento para unirnos a nuestros hermanos y hermanas judíos de todo el mundo. Pertenecemos a este país y vamos a vivir aquí por muchas generaciones por venir, y por lo tanto debemos convertirnos en vecinos pacíficos en esta región, a la que llamé, hace 75 años, "la Región Semítica".

La nueva Ley Nacional, por su naturaleza claramente semifascista, nos muestra cuán urgente es este debate. Debemos decidir quiénes somos, qué queremos, a dónde pertenecemos. De lo contrario, seremos condenados a un estado permanente de transitoriedad.

 

 

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