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Los costos de permitir aportes empresariales para el financiamiento electoral

 

En los últimos días cobró mayor impulso la idea de modificar el esquema de financiamiento de las campañas electorales. Tanto desde las filas de Cambiemos como de algunos sectores del peronismo, la intención es permitir las donaciones de empresas con fines proselitistas, actualmente prohibidas.

El argumento central para justificar la iniciativa es que el régimen legal vigente no se cumple: la mayoría de los partidos reciben aportes de empresas y, al ser un acto ilegal, dichos fondos no se declaran en los balances presentados ante la Justicia. El resultado de esta restricción, se dice, es doblemente adverso: no logra el propósito para el que fue creado, paliar las desigualdades y, además, genera opacidad y menor transparencia.

Sin dejar de reconocer las severas falencias que posee el actual marco normativo y la necesidad imperiosa de corregirlas, creemos que una alternativa superadora sería la de avanzar hacia un sistema de financiamiento mayormente público, en el que, sin prohibir los aportes de ciudadanos —pero sí el de empresas— el Estado pueda solventar un gran número de actividades que los partidos realizan en campaña y para la cuales demandan cuantiosos recursos. Seguramente no es una solución perfecta y surgirán muchos nuevos problemas para resolver, pero en esa dirección se podrían reducir tendencialmente los incentivos que poseen en la actualidad los partidos y candidatos para buscar fondos empresariales y la dependencia que ello les genera con los grandes donantes.

El reclamo por aumentar los fondos públicos con fines partidarios/electorales suele despertar críticas en tiempos de apremios fiscales como los que atraviesa nuestro país en la actualidad. Se aduce que el Estado debería terminar con el despilfarro de la política y destinar recursos a áreas prioritarias (educación, salud).

Ante tal objeción, habría que alertar, en primer término, sobre los riesgos que entraña adoptar criterios empresariales, de costo-beneficio, para afrontar los dilemas de la democracia contemporánea. ¿Cómo se mide el costo de tener un sistema partidario capturado por los intereses de las grandes empresas? La pluralidad, la libertad de expresión, una competencia electoral equitativa, posibilidades de alternancia en el poder, son valores democráticos fundamentales imposibles de cuantificar en una planilla de Excel.

Pero aún si resulta imposible sustraerse a esta lógica economicista, es posible afirmar que la intervención del Estado en el sostenimiento de las actividades proselitistas de campaña resultaría, de todas formas, menos costosa que el esquema que supondría una eventual legalización de los aportes empresariales.

Para enfocar correctamente el problema, cabe decir que uno de los principales nudos críticos en el financiamiento político es el vínculo espurio que se produce entre quienes realizan contribuciones en campaña, esperando que el candidato beneficiado, una vez que ocupe el cargo por el que compitió, devuelva el favor a través de incentivos impositivos, licitaciones u otras medidas puntuales o más generales que lo beneficien. Así quedan vulnerados, entre otros, los principios de una persona-un voto y el de la soberanía popular. Pero además hay una clara afectación en términos económicos y fiscales, curiosamente omitida por quienes suelen adoptar en otras circunstancias criterios de racionalidad empresarial.

Un ejemplo de otra latitud sirve como referencia. Recientemente se conoció que en Estados Unidos las grandes empresas, a pesar de las muchas diferencias que tienen con la administración Trump, apoyarán económicamente a los candidatos republicanos para las elecciones intermedias. La razón principal es que pretenden que siga vigente el programa fiscal implementado por el actual Presidente, que consiste en una fuerte rebaja impositiva para los grandes empresarios, y temen que un triunfo demócrata pueda poner en peligro dicha reforma  (https://www.cronista.com/financialtimes/Las-empresas-de-EE.UU.-apoyaran-a-los-republicanos-pese-a-los-aranceles-20181031-0080.html).

Volvamos a la Argentina. Es posible unir varias piezas sueltas, armar el rompecabezas y visibilizar lo que verdaderamente está en juego con el proyecto que busca la legalización de aportes empresariales.

Ante todo sabemos que Cambiemos, en 2015, ha financiado su campaña con aportes de empresas. No es una mera especulación; el propio apoderado del PRO, José Torello, lo admitió públicamente (https://www.lanacion.com.ar/1922163-unas-300-empresas-aportaron-84-millones-a-pro-en-la-ultima-campana). Por otra parte, el periodista Hugo Alconada Mon escribió en su último libro que el propio Macri, antes de asumir como Presidente, les pedía a los empresarios el 1% de sus ganancias para financiar la campaña. Para “convencerlos”, les prometía que en caso de que él llegara a la Casa Rosada, los aportes representarían una provechosa inversión.

En este caso, el Presidente cumplió. La extendida percepción social de que este es un gobierno de ricos para ricos se confirma con solo leer el Boletín Oficial, donde a diario se refleja la orientación gubernamental a favor de las grandes empresas. Para completar el círculo, finalmente, cabe agregar que estas medidas son aplicadas por funcionarios que, en su gran mayoría, proviene del mismo sector que se beneficia de ellas y que, además, en 2015 figuran como aportantes a la campaña de Cambiemos.

De los informes financieros del PRO durante 2017 surge otro dato interesante. Los aportes empresariales para financiar actividades ordinarias (fuera del período de campaña) no están prohibidos. Pues bien, ese año la fuerza política liderada por el Presidente Macri declaró haber recibido cuantiosos recursos de grandes empresas. Por ejemplo, las vinculadas con la actividad agroindustrial: Oleaginosa Moreno, Renova, Aceitera General Deheza, Molinos Cañuelas, donaron cada una de ellas el máximo permitido (3 millones de pesos).

En síntesis, Cambiemos se financió con aportes de empresas, prometiendo devolver los favores mediante medidas gubernamentales que potenciaran la rentabilidad empresarial, y posteriormente cumplió dicha promesa, con la aplicación de un modelo en el que se dibuja un mapa reducido de grandes ganadores (agro, finanzas, servicios públicos).

Ahora sí, entonces, pueden plantearse los términos de la ecuación capaz de estimar los costos que tuvo este esquema de financiamiento para la democracia argentina. ¿Cuánto nos salió reducir/eliminar las retenciones a los productos agropecuarios o a la minería? ¿Qué sacrificio fiscal implicó la disminución en la alícuota de bienes personales? También se perciben los perjuicios en términos sociales: ¿o acaso la clase media no se encuentra asfixiada por el incremento de las tarifas de los servicios públicos, que aumentaron muy por encima del índice inflacionario y, por supuesto, de la variación salarial de los trabajadores?

En este punto, hay que introducir otra cuestión relevante: ¿cuántas de estas grandes empresas beneficiadas por Cambiemos estarían dispuestas a realizar contribuciones a otras fuerzas políticas, en caso de que se legalicen los aportes de campaña? ¿Puede ocurrir que el resto de los competidores, en la necesidad de solventar campañas sumamente costosas, se vean llevados a adoptar una línea programática similar a la de Cambiemos, para no quedar relegados en el acceso a fondos? ¿Cómo harían para competir en pie de igualdad quienes se oponen a este modelo económico y aspiran, por ejemplo, a que los grandes contribuyentes sean los que más paguen impuestos? Para concluir con una pregunta de índole economicista: ¿cuál es el costo de restringir hasta ese punto las opciones políticas en nuestro país?

 

Martín Astarita es politólogo y Mg en Economía Política de FLACSO. 
Editor de @elloropolitico

 

 

 

 

 

 

 

 

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