Quizá fue un error, Presidente

La cuestión del llamado lenguaje inclusivo se dirime en la arena política

 

A partir de su primer mandato de gobierno, Cristina Fernández enfatizó la idea de profundizar el modelo. La palabra no cayó muy bien porque era la misma que había elegido el menemismo y la Alianza, que había terminado en un colapso social y económico. La palabra estaba sucia y aún era reciente el recuerdo de su infamia. La idea de modelo, tal cual había sido esgrimida en los años ‘90, remitía a lo inexorable, a la convertibilidad, a las reglas de hierro, a lo que ordenaba el Fondo Monetario Internacional. Decir modelo era como decir el lecho de Procusto donde debía recostarse inexorablemente la República.

Con el correr de los años, la palabra sufrió un rápido proceso de resignificación. Fernández demostró que no era equivalente a la de los años ’90 y no dejó de usarla para nombrar al proyecto político que encarnaba. Incluso la militancia kirchnerista empezó a usarla como si se hubiese limpiado. Lo que sucedió no es extraño para nadie: modelo no era más que un mero significante que se llenó de otro significado. Otras palabras como política, memoria, mercado y tantísimas más, atravesaron un proceso similar.

Ya nadie se acuerda bien, porque el oído es un órgano de costumbre, pero cuando Fernández pronunció su discurso de asunción del mando en el Congreso de la Nación, allá por 2007, se llamó así misma Presidenta. Con esa voz no sucedió lo mismo que con la voz modelo, presente también en aquel discurso. Como si se tratara de una palabra cuyo sentido estuviese para siempre ligado a lo masculino, eligió alterar su significante. Haber elegido la forma Presidenta no fue más que la presunción de que era una suerte de palabra perdida, una voz irrecuperable.

El neologismo fue cobrando fuerza y terminó por imponerse, aunque varios siguieron hablando de “la Presidente”, no por conservadores sino por una filiación aún más intensa al feminismo. Arriesgo una interpretación.

La voz Presidente estaba asociada a lo masculino porque a menudo fueron varones los que ocuparon esa función. Ahora, en cambio, Presidente era una mujer, y era una excelente oportunidad para dejar de imaginar varones en ese cargo. Inventar la voz Presidenta era seguir concibiendo la función Presidente como un lugar exclusivo de los hombres. Llamar a una mujer Presidenta era seguir privando a las mujeres de aspirar a ser ungidas alguna vez con el cargo de Presidente. Debían conformarse con ser solo Presidentas. La voz Presidente perdió la extraordinaria oportunidad de emanciparse de la exclusividad masculina. Como si Presidentes fueron, son y serán siempre los hombres.

Haberla llamado Presidente obligaba a repensar toda la tradición presidencial; era retirar de la voz Presidente la exclusividad varonil; era feminizar la función; era quebrar la hegemonía fálica del cargo. Al imponer la forma Presidenta, el Presidente queda intacto, queda varón. Al desdoblar la función, Presidente seguirá siendo varón. Irremediablemente, ahora que tenemos Presidenta. Sin duda, Fernández no tuvo la intención de concederle al patriarcado ese cargo, pero la lengua está asentando esa concesión.

Todo esto no quiere decir que los significantes sean inofensivos. En absoluto. Es inadmisible seguir creyendo que la voz hombre alude a toda la humanidad. Ya no. No se puede impugnar todo tipo de reforma apelando a la gramática, como si fuera una suerte de orden natural de la lengua. Mucho menos apelando a la gramática normativa. Cada vez que algún cruzado de la corrección idiomática sale a burlarse del todos y todas o de las amantas, cantantas y las pacientas, dan ganas de recordarle que si la duda se plantea con Presidenta, pero no con sirvienta, entonces no es una duda lingüística. La querella de la lengua tiene su costado gramatical, pero la cuestión del llamado lenguaje inclusivo se dirime en la arena política. Resta saber –y solo lo podremos saber con el tiempo– cuánto de esa dimensión política impacta en la lengua de modo que deje marcas perdurables.

 

 

 

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