RAPSODIA ARGENTINA

A 100 años de Rhapsody In Blue, nos preguntamos: ¿cómo debería sonar la Argentina de hoy?

 

Crecí escuchando Rhapsody In Blue. El vinilo de una de las versiones que dirigió Leonard Bernstein a fines de los '50 sonaba cada dos por tres en el Ken Brown de casa. Mi madre usaba el combinado desde primera hora de la mañana, suministrándole música popular: Al Jolson, Sinatra, Mercedes Sosa, Serrat, Liza Minnelli. Los únicos discos de esa música que, a falta de mejor calificativo, aún llamamos "clásica", eran los del Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y una colección de Selecciones del Reader's Digest con fragmentos de obras de Beethoven, Tchaicovsky, Dvorak & Co. Pero además, claro, estaba el vinilo que incluía Rhapsody In Blue y An American In Paris, con Bernstein dirigiendo a la Filarmónica de Nueva York. Si alguno de los discos de mi madre borroneó la frontera entre lo popular y lo clásico en mi alma, fue ese. La música de George Gershwin tenía la forma que asociaba a lo sinfónico —era música de orquesta, sin voces ni letra—, pero el pulso vital que siempre asocié a lo popular. Tal vez por eso aprendí a cantarla de pe a pa, solos de piano incluidos, como si no fuese un instrumental sino una canción.

Mucha gente de mi generación llegó a Rhapsody In Blue debido al uso que de ella hizo Woody Allen en Manhattan (1979). En mi caso, la familiaridad con esa música me ayudó a digerir las espantosas frases que Isaac Davis —el personaje de Allen— boceta como comienzo de una futura novela. Las palabras que Davis improvisa en su grabador son un pelotazo en contra, quiero creer que deliberadamente, pero las imágenes no fallan: en glorioso blanco y negro, complementan perfectamente la música de Gershwin que yo tenía grabada en mi mente. En su mezcla de lo nuevo y lo viejo, de lo romántico y de lo prosaico, de lo cotidiano y de lo grandioso, la Manhattan de Allen es el correlato ideal de la pieza que uno de los neoyorquinos más ilustres compuso y estrenó un siglo atrás, entre enero y febrero de 1924.

 

 

Gershwin nació en 1898 y murió en 1937 a causa de un tumor cerebral, cuando apenas tenía 38 años. Su abuelo Jakov Gershowitz había nacido en Odessa, en lo que hoy es Ucrania pero por entonces formaba parte de Rusia. Trabajó como mecánico para el Ejército Imperial durante 25 años, con el objetivo de ganarse el permiso de circulación y residencia que por lo general se le negaba a los judíos. Su hijo Moishe, luego Morris, emigró a Nueva York tras los pasos de su amada Roza —luego Rose—, cuya familia también judía no soportó más el hostigamiento y optó por hacer la América. Estas historias se complementan con aquella que en el film Maestro (2023) cuenta a Leonard Bernstein uno de sus mentores, Serge Koussevitzky. Ruso de nacimiento, Koussevitzky trabajó en su juventud como músico de uno de los trenes que conducía a Moscú, donde no se le permitía descender: como judío, tenía prohibido vivir allí y hasta pisar la ciudad. Aprovecho la ocasión, ya que estamos, para expresar mi displacer ante el ninguneo que Hollywood le está haciendo a la película que Bradley Cooper le dedicó a Bernstein. Habrá quien piense que Oppenheimer es un film más importante debido a su tema, pero sigo creyendo que, en términos puramente cinematográficos, Maestro es una película superior.

El certificado de nacimiento de Gershwin lo identifica como casi un homónimo de su abuelo: Jacob Gershwine. Pero le dijeron George desde pequeño y terminó adoptando el nombre formalmente, perdiendo además la "e" final del apellido oficial. Fascinado por el piano que sus padres habían comprado para el hermano mayor, Ira, se convirtió en alumno de Charles Hambitzer, solista de la Beethoven Symphony Orchestra. Pero más allá de sus ambiciones en materia de música culta, George necesitaba ganarse el mango, y a los 15 dejó la escuela para trabajar como song plugger, que era como se llamaba a los intérpretes que tocaban en grandes tiendas o casas de música para difundir las canciones que aspiraban a ser hits, en un mundo donde todavía no existían las grabaciones decentes. Pronto empezó a componer y grabar música pero no como disco, sino como rollo a ser reproducido por los pianos mecánicos. Su primer éxito nacional fue Swanee, que Al Jolson le escuchó tocar en una fiesta e incorporó a sus shows. (Otra canción que mi madre me inculcó, de forma indeleble.)

 

 

La producción inicial de Gershwin giró en torno de las formas populares de la música, que además de canciones incluían shows de Broadway como For Goodness Sake (1922) y Our Nell (1923). Ya en la década del '30 expandiría esa veta al incurrir en el cine, componiendo la banda sonora de la película Shall We Dance (1937), con Fred Astaire y Ginger Rogers. Pero a fines del '23 Paul Whiteman, que dirigía una orquesta grande de jazz, le pidió que compusiese una pieza seria con el objetivo de estrenarla el 12 de febrero, como parte de las conmemoraciones por el nacimiento de Lincoln. Gershwin se negó, particularmente porque consideraba que el tiempo del que dispondría sería escasísimo. Pero Whiteman encontró una forma algo aviesa de torcerle la mano. Declaró al New York Tribune que Gershwin estaba trabajando en un "concierto de jazz" para su orquesta. Cuando Gershwin le telefoneó en demanda de explicaciones, Whiteman dijo que lo había hecho porque un rival, Vincent Lopez, planeaba robarle la idea — y comisionar a otro compositor, por supuesto.

Gershwin se dejó dorar la píldora y encaró la tarea, cuando disponía apenas de cinco semanas para componer, orquestar —tarea que recayó sobre el arreglador de Whiteman, Ferde Grofé— y ensayar. Lo que perseguía, a instancias del director de la orquesta, era considerado una pieza experimental, porque buscaba darle un tratamiento tradicional —clásico, diríamos— a música que en aquel momento era pura novedad, ese desprendimiento del blues y del ragtime que acababa de ser bautizado jazz. (Las primeras menciones al género bajo ese nombre datan de diarios de 1915.) Pero Gershwin estaba calificado para la tarea, a partir de su formación académica y de su talento para la música popular. De alguna manera lo avaló a posteriori el crítico Joachim-Ernst Berendt, al definir el jazz como "una forma artística de la música originada en los Estados Unidos, a partir de la confrontación de la tradición europea con la música negra".

 

George Gershwin.

 

En declaraciones efectuadas en 1931 al periodista Isaac Goldberg, Gershwin dijo que la inspiración para Rhapsody In Blue le vino a bordo de un tren que lo dirigía a Boston. Lejos de perturbarlo, el escándalo de la máquina en marcha lo iluminó. ("A menudo escucho música en el corazón mismo del ruido", solía decir.) Y entonces se le ocurrió componer algo que sonase como "un caleidoscopio de los Estados Unidos, de su caldero de razas, de nuestra energía incomparable, de nuestra locura metropolitana".

De juzgarla a partir de ese único parámetro, Rhapsody In Blue debería ser considerada un éxito inapelable. Porque eso es lo que se escucha en ella todavía hoy: el swing, la cacofonía, el brío y el lirismo que definían a la Nueva York de los locos años '20 y que la identifican aún hoy, cuando ya nadie le niega su corona de ciudad eterna.

 

 

 

Mecánica popular

Rhapsody In Blue es una pieza breve, que puede durar 16 minutos y monedas pero también menos, según la adaptación que se interprete. Comienza de manera inolvidable, con esa especie de ulular del clarinete —en términos académicos, a ese recurso se lo llama glissando— que de repente escala hasta su registro más agudo para definir una primera figura melódica de impronta jazzística. A partir de ese momento, no quedan dudas respecto de la intención de Gershwin de maridar lo eterno y lo moderno. Al oído contemporáneo, toda Rhapsody In Blue suena clásica, pero en 1924 supuso una osadía que Gershwin llevó adelante como si fuese la cosa más natural del mundo. Tan abierta estaba su mente en términos experimentales, que de inmediato incorporó el glissando que no figuraba en la partitura original y que el clarinetista Ross Gorman improvisó durante uno de los ensayos. Funcionaba a la perfección como una suerte de llamada, una sirena que invita a la gran ciudad a desperezarse. En la revista American Heritage, Frederic D. Schwarz aseguró que ese comienzo se ha vuelto tan reconocible para las audiencias del mundo como el inicio de la Quinta Sinfonía de Beethoven.

El título provisorio durante su composición fue American Rhapsody. La influencia de su hermano mayor y socio, Ira —que era el hombre de letras—, lo convenció de adoptar la variante más oblícua con que se la conoció desde entonces. (El In Blue era una alusión más pictórica que musical, Ira había quedado fascinado por una exhibición del pintor James McNeill Whistler, que solía bautizar sus obras en referencia a los colores que predominaban en ellas.) Pero el título original era claro respecto de la intención de Gershwin, que soñaba con darle el vuelo de los clásicos a la música del país joven y pujante.

 

George y su hermano mayor, Ira, el dueño original del piano.

 

Rhapsody In Blue se estrenó el 12 de febrero en el Aeolian Hall de Nueva York, con Whiteman moviendo la batuta y Gershwin al piano. La velada, que incluía una veintena de obras que sonaron antes, había sido denominada "Un Experimento en Música Moderna". El público era de lo más variado: según Whiteman, se apiñaban en la sala "gente del vaudeville, de (la industria de la canción popular de) Tin Pan Alley, compositores, estrellas sinfónicas y de la ópera, (las chicas de pelo y faldas cortas a las que se conocía como) flappers y muchos más, en promiscua mezcolanza". También había personalidades destacadas de la música internacional, como Igor Stravinsky, John Philip Sousa y Leopold Stokowski. Las piezas previas no produjeron más que indiferencia, pero lo de Gershwin —que improvisó la parte de piano solo— revivió al público y produjo una aclamación inmediata. Ese éxito dio pie a una serie de conciertos que lo llevaron a Europa. La discográfica Gramophone Company / HMV grabó la versión que sonó en el Royal Albert Hall de Londres, que en breve tiempo vendió un millón de copias. Los críticos no habían sido particularmente generosos, pero los públicos adoptaron la pieza como suya y los colegas reconocieron su grandeza.

Gershwin aprovechó el viaje a Europa para seguir formándose y así cerrar la boca de los escépticos, pero los maestros que buscó lo rechazaron amablemente. Quiso estudiar con Nadia Boulanger, que tiempo después formaría a otro pibito que se había criado en Nueva York, un tal Astor Piazzolla. Pero la maestra le dijo que un riguroso entrenamiento clásico arruinaría su estilo jazzístico, crimen que no estaba dispuesta a cometer. (A Piazzolla lo acogió, pero a partir de una sensibilidad parecida. Pasó de largo las obras más "serias" que le presentó, lo forzó a tocar uno de sus tangos y le dijo: "No abandone jamás esto. Esta es su música. Aquí está Piazzolla".) Con Ravel, a Gershwin le pasó algo parecido. El autor del célebre Bolero le respondió por carta: "¿Por qué querría usted ser un Ravel de segunda, cuando ya es un Gershwin de primera?" La estadía europea le permitió al menos componer Un americano en París, que se estrenó en el Carnegie Hall en 1928 y en 1951 se convirtió en un film de Vincente Minnelli, protagonizado por Gene Kelly y Leslie Caron.

 

Gershwin (derecha) con Ravel al piano: los dos, de primera.

 

Pero volvamos a Rhapsody In Blue, esa obra que alumbró en pocas semanas en su apartamento de la calle 110. El artículo del Tribune que terminó de convencerlo especificaba que las obras a ser interpretadas el 12 de febrero en el Aeolian Hall tenían por propósito abordar una pregunta que muchos se formulaban por entonces: "¿A qué llamamos música americana?" (La inveterada manía de tomar la parte por el todo existía ya entonces, asimilando los Estados Unidos a la entera masa continental.) Pero, más allá de la gaffe conceptual, el interrogante era válido. Se trataba de una nación todavía en desarrollo, consciente de la importancia de cincelar la identidad propia para, a partir de ella, definir un camino a futuro. El jazz era lo verdaderamente novedoso, el aporte original de la incipiente cultura estadounidense. Y su hibridación con las formas cultas de la música era el modo de insertarse en el acervo universal con una voz personal, idiosincrática. Eso es lo que logró Gershwin en tiempo récord. A través de Rhapsody In Blue, inscribió la música de los Estados Unidos en la gran tradición europea, que era la que hasta entonces se pretendía mundial. Pintó la aldea neoyorquina de tal modo que, a partir de entonces, al resto del mundo le resultó imposible negar su entidad sonora.

Pero, fiel a la vocación populista de la democracia de su país, lo hizo llevando la academia a la calle, y no al revés. No se traicionó para ser admitido dentro del círculo áulico: por el contrario, demostró que las formas populares del arte podían ser tanto o más esplendorosas que las que pasan por cultas y sólo son disfrutadas por pocos.

¿Existe algo más democrático que la cultura, cuando se la deja brillar?

 

 

 

Si hay neo-thatcherismo, que haya neo-punk

No dejo de preguntarme si tiene sentido escribir sobre Rhapsody In Blue, en la circunstancia que padece hoy la Argentina. La primera respuesta que me di fue —previsiblemente— profesional, periodística: no habrá otro momento en que cumpla un siglo, se trata de una obra que merece ser celebrada. Pero además se me impuso la idea de que hablar del master opus de Gershwin en este marco tendría otros sentidos, además del cumpleañero. En el país presidido por un ignorante con oídos llenos de cera, ensalzar a una gloria musical es un acto contestatario en sí mismo. Pero más aún lo es destacar una composición cuya esencia pasa por demostrar lo excelsas que son las formas populares del arte.

Gershwin no creó Rhapsody In Blue a pedido del mercado. Para eso estaban las otras músicas que componía. Esta pieza respondía a una ambición diferente. Era una forma de decirle al mundo: "Escuchen cuán divina es la música que suena en mi ciudad, en sus calles, sus tiendas; la que se cuela a través de las ventanas, la que enciende la noche en cada club". Era una forma de decirle al mundo: "Nosotros —no sólo yo, ante todo mi comunidad— estamos generando algo excitante, y queremos compartirlo con el planeta todo". Escuchen Rhapsody In Blue y verán que el entusiasmo contagioso del joven pueblo estadounidense sigue allí: se percibe, se siente — se lo oye.

 

El disco de mi madre, que todavía conservo.

 

Pero además encuentro que la creación de la Rapsodia ofrece otras lecturas para quienes vivimos en Argentina en 2024. El contexto histórico revela que Gershwin operó en un momento y en un lugar donde todo parecía posible. Me refiero a la década que en los Estados Unidos quedó fijada como los Roaring Twenties, "los rugientes años '20", a los que en español solemos llamar Años Locos. Fue el momento en que esa nación empezó a consolidarse como promesa de potencia mundial y a descollar en todas las áreas, especialmente las culturales. Además de la novedad del jazz se impuso allí el cine como pasión colectiva y las revistas pulp —impresas en papel berreta, para que fuesen baratas— difundieron los textos de F. Scott Fitzgerald, Dashiell Hammett y Howards Philip Lovecraft. Se democratizó la idea de vestir a la moda y la joda nocturna: a bailar —parecían decir—, que se acaba el mundo.

Pensarán ustedes: ¿pero qué habría de común entre un tiempo-lugar donde todo era posible y la Argentina de hoy, donde nada bueno parece a nuestro alcance? Sin embargo, yo creo que las dos situaciones tienen un punto de contacto. Porque es lógico aprovechar las oportunidades, cuando uno se encuentra en una situación político-social que invita a probarlo todo, a testear los límites de la realidad, a sacarle chispas a la imaginación. Pero cuando todos los caminos parecen cerrados y a uno no le queda mucho que perder, esta situación se vuelve equivalente a la que mencioné recién. Porque cuando todo pinta bien es lógico mandarse pra frente, a fondo, pero cuando todo pinta como el culo también, porque tus posibilidades se limitan a dos: o te resignás, te sometés, o te la jugás por lo imposible. Perdido por perdido, no queda otra que entregarse o empezar a considerar con toda la seriedad del mundo la idea de abandonar el laberinto por arriba o de cortar el nudo gordiano de un espadazo.

 

Las "flappers": Años Locos estilo neoyorquino.

 

Y precisamente porque esta realidad pinta tan fula, tan desesperante, empiezan a ocurrírseme cosas que no suelo pensar cuando la cosa fluye por caminos predecibles. Porque la situación va a estallar más temprano que tarde, la combinación de la miseria planificada y la violencia estatal hará que el 2001 parezca un paseo por el parque. Y cuando eso ocurra, si algo no podemos permitir es que se nos ofrezca evitar el naufragio mediante un simple parche en el casco. La nave en la que navegamos hasta acá está demasiado cascoteada, no da para más. Y por eso no alcanzará con entregarle el timón a un piloto convencional, a un profesional de la política.

Ya probamos una y otra vez con timoneles tibios, con los Scioli y los Alberto Fernández de este mundo, y miren dónde estamos. Lo que necesitamos no es un piloto que garantice que la nave seguirá a flote. ¿De qué nos sirve que siga boyando, si a bordo la gente se caga de hambre? Ya venía pensando en estas cosas, cuando en las afueras del Congreso habló ante las cámaras una jubilada llamada Ana María y planteó lo mismo en otros términos: si las opciones son morir de inanición o enfrentarse a los cascarudos de Bullrich, ¿quién va a elegir languidecer en su casa —si es que todavía tiene casa, claro?

 

 

Ante una situación imposible, no sirve negociar con la realidad que no quiere negociar con vos, que sólo ofrece términos de rendición. Eso sería absurdo: hay que aspirar —también— a lo imposible. No tiene sentido emparchar la nave. Si queremos llegar a algún lado positivo en vez de seguir navegando en círculos, aprovechemos la oportunidad histórica para rediseñarla a fondo y modificar los rasgos estructurales que nos impiden evolucionar. Para eso, la correlación de fuerzas a la que hay que atender no es la habitual, la sobreactuación servil ante los Larry Fink, Elon Musk, Paolo Rocca, Héctor Magnetto y Kristalina Georgieva de este mundo, sino ante todo la correlación de las fuerzas populares, la masa crítica que desarrolle el pueblo ante la violencia económica, política y física de la que está siendo —y seguirá siendo— objeto.

Por suerte Mirrey está haciendo el grueso del laburo y persuadiendo a diario a cada vez más personas de la necesidad de salir a la calle, y no exactamente a pasear. Ahora es cuestión de timing. Cuando la realidad espese el caldo al punto ideal —y estos tipos ya han demostrado que no van a parar—, de lo que se trata es de no servir un plato aguado. Basta de políticos de traje y corbata impecables y sonrisa blanqueada, profesionales que no dicen más que lo que les dicen que conviene decir. Que el sufrimiento de tantos argentinos no sea en vano, no les ofrezcamos un placebo, no desperdiciemos la oportunidad. Llegada la hora, necesitamos que se pongan al frente aquellas y aquellos que hablan con la verdad, y de cuyo compromiso el pueblo no duda. Lo que reclamamos son conductoras y conductores que no vengan a administrar la miseria, sino que interpreten la voluntad de las mayorías que, hartas de vivir como el culo, quieren replanteárselo todo: la Constitución, la Justicia, la asfixiante estructura económica del país, la política — barajar y dar de nuevo, para refundar el pacto esencial de convivencia entre los argentinos.

Ya sé qué están pensando: ¿justo cuando nos tienen acorralados vamos a producir la transformación más profunda que el país haya conocido desde 1945? La respuesta debería ser: si no ahora, ¿cuándo? ¿Tenemos mejores prospectos por delante?

 

Los Años Locos de Argentina, estilo Mirrey. (Foto: Luis Angeletti.)

 

En los Estados Unidos de los años '20 todo parecía posible, menos la perspectiva de darse el porrazo fenomenal que se pegaron en el '29 y que arrojó a la mayoría del pueblo a la pobreza infecta de la Gran Depresión. Los vecinos del norte la estaban pasando tan bomba, que sólo imaginaban cosas venturosas. No previeron el crash de la Bolsa, y cuando estaban en el fondo del mar tampoco previeron al Roosevelt del New Deal, que terminaría rescatándolos como si fuesen algas. La misma lógica puede aplicarse entre nosotros, en sentido inverso. Todo parece espantoso de modo uniforme y compacto, pero ¿significa eso necesariamente que es imposible un salto cualitativo que reescriba la historia? ¿Es de verdad inexorable el capitalismo salvaje y el holocausto climático, o es tan sólo lo que quieren que creamos para que no ofrezcamos resistencia? Precisamente porque estamos hundidos en un pozo de mierda, ¿no sería el momento ideal para preguntarse si esta es la única realidad posible? ¿Cómo puede ser que no exista un modo mejor de vivir, que prescinda del sacrificio humano ante el Gran Dios Mercado?

Me llamó la atención que en la entrada que Wikipedia dedica a los Roaring Twenties se diga que la prosperidad económica y la efervescencia cultural se vivió entonces en ciudades como Nueva York, Berlín, París, Londres... ¡y Buenos Aires! A un siglo redondo de distancia, la posibilidad de concretar la promesa que alguna vez significamos para el mundo sigue estando al alcance de nuestras manos. La crisis económica y política no es excusa, la Inglaterra anti-popular y represiva de la Thatcher —en la que tampoco había plata para el pueblo— engendró al movimiento punk. Ya es hora de que dejemos de hacer la plancha, particularmente en el universo cultural, y de que salgamos a romperlo todo. Que nuestros compositores generen algo tan moderno y universal como Rhapsody In Blue, que nuestros narradores produzcan el equivalente argento del Gatsby, que vuelvan a brotar cabarets políticos por todas partes, que cada calle se convierta en un escenario. Las oportunidades no llegan nunca a quienes las esperan sentados. Hay que inventarlas ex nihilo, arrancarlas del seno mismo de esta realidad tan amarreta. Nunca tiene más sentido crear belleza que desde el vientre de la fealdad intolerable.

Si me permiten, vuelvo a escuchar a Gershwin y a soñar con los ojos abiertos, que el tiempo no para.

 

 

 

 

 

 

 

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