El gobierno quedó encerrado en el escaleno de la economía argentina. Con el dólar bajo, las reservas no crecen. Si el Banco Central compra divisas, recalienta los precios. Si deja deslizar el tipo de cambio, quiebra el ancla que ordena las expectativas. Mover un vértice desacomoda al resto. El giro en U que pegó el gobierno en su política cambiaria es el reconocimiento de ese límite.
La medida anunciada tiene dos componentes concretos. El primero: las bandas cambiarias dejarán de ajustarse a una tasa fija del 1% y pasarán a moverse al ritmo de la inflación con dos meses de rezago. Para enero, el dólar tiene un techo de 1.556 pesos, según el IPC del 2,4% que arrojó noviembre. No hay flotación libre. Hay indexación explícita del régimen cambiario a la dinámica de precios.
El segundo componente: el Banco Central volverá a comprar dólares para acumular reservas. No de manera ilimitada. No todos los días. Pero de forma sistemática. Con reglas de intervención y topes operativos. El objetivo declarado es recomponer un stock que hoy no alcanza para sostener ningún régimen cambiario creíble.
A partir del 1° de enero, el Banco Central buscará recomprar dólares de manera gradual. En el escenario base, la base monetaria pasará del 4,2% al 4,8% del PBI hacia fines de 2026, lo que implicaría compras por hasta 10.000 millones de dólares. Si la demanda de dinero aumentara, ese monto podría llegar a 17.000 millones sin necesidad de esterilizar en forma sostenida. El monto diario de intervención será equivalente al 5% del volumen del mercado cambiario.
Pero la clave está en que el Central se reserva, además, la posibilidad de realizar compras en bloque “para preservar el buen funcionamiento del mercado”. Una manera elegante de decir que podrá intervenir cuando lo considere necesario. Con esto queda claro que el programa queda sujeto a condicionalidades importantes.
La clave es el orden de prioridades. Hasta ahora, la inflación dominaba el triángulo. El dólar era el instrumento. Las reservas, la variable sacrificable. Con el anuncio, el equilibrio cambia.
El mercado leyó con rapidez. No festejó. No hubo voto de confianza pleno. Una leve baja del riesgo país inicial, que sobre el cierre de la semana recuperó la tendencia alcista, fue algo más pragmático: el reconocimiento de que el gobierno dejó de negar un problema.
Porque el triángulo sigue ahí. No desapareció. Solo cambió el vértice dominante. Y eso, en la economía argentina, nunca es un detalle técnico. Es una definición política.
Desdichos
El 13 de noviembre, Luis Caputo salió a defender a capa y espada la calibración de las bandas cambiarias al 1% mensual. Dijo que estaban bien ajustadas, “sobre todo el techo”. Incluso dejó entrever que podrían estar más abajo. El argumento fue concreto: exportaciones récord y tipo de cambio competitivo. Para el ministro, si la Argentina exporta más, no hay atraso cambiario. El dólar cumple su función y no necesita correcciones.
Los números nominales acompañan esa lectura. Las exportaciones rondaron los 80.000 millones de dólares en el año, explicadas por una fuerte recuperación del agro con respecto a la sequía; mayor producción de hidrocarburos, y un aporte de la minería de oro por el salto en la cotización internacional. Caputo usó esos datos como prueba.
Pocos días después, Javier Milei abrió otra escena. El 6 de diciembre habló durante más de una hora para explicar por qué su gobierno no acumulaba reservas. Fue una explicación detallada. El Presidente dejó en claro que no quería que el Banco Central comprara dólares. El motivo: comprar dólares implica emitir pesos; emitir pesos empuja el tipo de cambio; y cuando sube el dólar, suben los precios.
Ese encadenamiento ordenó toda su exposición. La inflación fue el centro. Milei explicó que su prioridad era evitar que el dólar se mueva y, con él, los precios. En ese marco, acumular reservas no aparecía como una necesidad inmediata. Al contrario, podía ser un problema.
En el auditorio la pregunta quedó flotando. Si no se compran dólares y las reservas acumulan un negativo cercano a los 18.000 millones de dólares, ¿cómo se enfrentan los vencimientos de deuda? Milei respondió sin rodeos: con financiamiento externo. Acceder al crédito para cubrir pagos de capital y evitar que el Banco Central tenga que emitir para comprar divisas. Estrategia explícita: no reservas propias, financiamiento de mercado.
En el inicio de su charla, el Presidente agregó una definición que vale la pena detenerse a mirar. Reconoció que el superávit fiscal no garantiza, por sí solo, estabilidad de precios. “Podríamos haber hecho el ajuste fiscal, poner las cuentas en orden, y podría haber habido igual una hiperinflación”, dijo. Sin vueltas.
La frase es fuerte porque acepta que el orden fiscal no es una vacuna automática contra la inflación. Que aun con superávit, el problema puede aparecer por otro lado. En especial, por el dólar. Ese reconocimiento choca con la versión más ortodoxa del credo libertario, que reduce la inflación a un fenómeno estrictamente monetario.
Caputo defendía las bandas como si fueran una solución cerrada. Milei explicó por qué no comprar reservas y cómo zafar de los pagos sin ellas. En el medio, dejó expuesto un límite doctrinario. Gobernar con inflación lo obligó a admitir que su manual es deficitario.
El sastre
El nuevo libreto que enterró estos argumentos no se escribió en Buenos Aires. Llegó con membrete desde Manhattan. La modificación del esquema cambiario fue un traje confeccionado a medida de Wall Street y del Fondo Monetario Internacional. Esta cuarta corrección cambiaria desde que asumió el nuevo gobierno tuvo un detonante claro: la presión para que la Argentina acumule reservas y garantice el pago de su deuda. Dicho de otra forma: que toque el dólar.
Las señales se acumularon en pocos días: quejas explícitas del FMI, guiños cada vez menos sutiles desde los bancos de inversión, y un dato político que en el mundo financiero se lee con lupa: el silencio del secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent. Desde el centro del poder financiero global pedían lo mismo: reservas, dólares en el Banco Central. Un colchón que asegure que la deuda se va a pagar.
La receta es conocida, el FMI la aplica desde hace décadas. Dos pasos básicos: devaluar para mejorar la competitividad externa, y acumular reservas para garantizar los pagos al organismo y a los acreedores que representa. No es ideología. Es cobrabilidad.
No parece casual que, la semana anterior a los anuncios, JP Morgan haya distribuido un informe entre sus clientes con órdenes explícitas: “Una recalibración del marco cambiario y la introducción de un programa de acumulación de reservas basado en reglas serían catalizadores positivos para el crédito. Eso permitiría a la Argentina aprovechar el apoyo de Estados Unidos, atraer inversión directa y reconstruir colchones financieros antes del ciclo electoral de 2027”. La traducción es sencilla: sin cambios en el dólar y sin reservas, no hay crédito. Con cambios, tal vez. En potencial.
Exactamente eso fue lo que anunció el Banco Central este lunes: recalibración del esquema cambiario, programa de acumulación de reservas. Punto por punto, el menú sugerido por JP Morgan.
La movida desnuda un problema de fondo: ni con el respaldo político interno, ni con la ayuda del Tesoro de Estados Unidos, el gobierno logró abrir al mercado de capitales. El riesgo país sigue alto. Los bonos no despegan. Y sin acceso al crédito, el plan económico queda atrapado en su diseño. Por eso las modificaciones. La apuesta es clara: tocar el esquema cambiario para ver si baja el riesgo país y, recién entonces, conseguir que le presten.
No es la primera vez que pasa. En abril pasado, con la salida del cepo, el mecanismo fue similar. El FMI aprobó un desembolso cercano a los 12.000 millones de dólares, pero puso una condición previa. Primero los cambios, después la plata. El gobierno aceptó y anunció las medidas un viernes a las diez de la noche. En Wall Street ese método tiene nombre: “delivery versus payment”. Entrega contra pago. Caputo lo conoce bien. Primero cumplís, después vemos si cobras.
Muralla
A principios de enero hay pagos de Bonares y Globales por 4.500 millones de dólares. Caputo asegura que el dinero está. Pero los números que circulan entre economistas, bancos y mesas de dinero cuentan otra historia, menos épica.
Fernando Marull puso la lupa sobre la caja. Según su cálculo, aun sumando los 910 millones de dólares obtenidos con la colocación del Bonar 2029, las compras recientes del Tesoro en el mercado y algunos desembolsos de organismos internacionales, faltan alrededor de 2.300 millones si el gobierno no quiere que las reservas netas vuelvan a caer. El margen es mínimo. Y el reloj corre.
Marull agrega dos piezas que todavía no están en el tablero. Por un lado, el ingreso de unos 600 millones vinculados a las licitaciones de concesiones hidroeléctricas. Por otro, la posibilidad de un anuncio de REPO con bancos internacionales. Sin esos dólares, la cuenta no cierra. Con esos dólares, apenas empata. Un dato no menor está del otro lado del balance: la variación de los depósitos del Tesoro en pesos sugiere ventas netas de divisas para mantener el dólar a raya.
Con la recalibración del techo, el gobierno se garantizó un margen para manejar el dólar con discrecionalidad. El Tesoro empezó a intervenir de manera directa. No solo compra dólares para mostrar capacidad de pago ante los acreedores, sino que también vende. En silencio. Con operaciones puntuales. El objetivo es uno solo: evitar que el precio del dólar se escape y contagie a los precios.
En el streaming Carajo, por donde desfilan semanalmente los funcionarios del Ministerio de Economía, Caputo volvió a insistir en que el dinero está. Repitió las alternativas: los swaps de monedas con Estados Unidos y con China, una oferta de 7.000 millones de dólares de un grupo de bancos, los dólares del Bonar 2029, las compras de divisas de los últimos días, y la posibilidad de “refinanciar ese mismo día” los vencimientos. Como si el problema fuera solo de timing.
El trasfondo de esta discusión es un choque clásico. Los acreedores externos quieren que la Argentina ahorre dólares para cobrar: reservas fuertes, señales de solvencia, menos ingeniería financiera. Caputo, en cambio, insiste en pagar con más deuda: refinanciar, reperfilar, apelar a swaps, repos y líneas “amigas”. Todo sin confirmación pública de la contraparte.
Las exigencias de los acreedores son siempre y en todos los casos inflacionarias
El gobierno aceptó una exigencia de los acreedores. La banda cambiaria ahora copia a la inflación. Esto en la Argentina suele terminar del mismo modo: con más presión sobre los precios.
Santiago Bausili intentó esconderlo. Dijo que ajustar las bandas por inflación “no implica necesariamente una suba del dólar” y que solo le agrega “flexibilidad” al esquema. La frase es correcta en el PowerPoint. En la calle es otra cosa. En una economía bimonetaria, cuando el dólar gana margen, los precios toman nota.
Gabriel Caamaño lo dijo sin eufemismos: el gobierno “quiere un chancho gordo que pese poco”. Pretende un dólar calmo para que no se dispare la inflación, pero también reservas para tranquilizar al FMI y a Wall Street.
Por eso las exigencias de los acreedores son inflacionarias. No porque lo pidan en voz alta, sino porque cuando reclaman acumulación de reservas reclaman, en los hechos, un tipo de cambio alto.
Javier Milei eligió el silencio. No defendió el giro. No lo celebró. No salió a explicarlo. Ese mutismo dice más que cualquier tuit. Para entenderlo hay que mirar a Ricardo Arriazu, economista al que el Presidente escucha con devoción. Apenas se anunció el cambio, Arriazu advirtió que el esquema puede generar movimientos bruscos. Fue directo: cuando se mueve el dólar, se mueve todo. Y alertó sobre el riesgo de “chocar la calesita” si se pierde el control.
El punto técnico es sencillo y peligroso a la vez. Las bandas dejan de moverse por debajo de la inflación y pasan a ajustarse en línea con la inflación pasada. Se le agrega inercia al sistema. Lo dijo Equilibra, la consultora que dirige Martín Rapetti: la regla cambiaria empieza a copiar al IPC. Y cuando el dólar copia al IPC, el IPC empieza a mirar al dólar.
Los datos acompañan la advertencia. En noviembre la inflación volvió a acelerar y marcó 2,5%, el nivel más alto en siete meses. Fue el sexto mes consecutivo de subas intermensuales. El piso no lo puso el azar: tarifas, transporte y carne empujaron y dejaron poco margen para pensar en una desaceleración rápida.
Las tarifas de servicios públicos volvieron a subir por encima del promedio y consolidaron un arrastre que no se apaga. La carne, con aumentos de dos dígitos en varios cortes, terminó de cerrar el círculo. Con ese combo, perforar el piso inflacionario hacia adelante será cada vez más difícil.
En ese contexto, indexar las bandas cambiarias a la inflación pasada no es neutral. Es institucionalizar la memoria inflacionaria. Es decirle al mercado que el dólar también va a recordar. Y en un país donde el dólar funciona como termómetro, como refugio y como referencia, eso suele tener un solo efecto: más inercia y menos margen para domar los precios.
Las exigencias de los acreedores parten de un error de diagnóstico. No es un detalle técnico. Es el corazón del problema argentino.
El FMI aplica un manual único para todos los países. Es una receta estándar: orden fiscal, superávit y disciplina monetaria. Desde esa mirada, si el Estado no emite y tiene las cuentas en equilibrio, la inflación desaparece. Punto. No hay más preguntas.
Ese manual ignora una particularidad central de la Argentina: el bimonetarismo. No cualquier bimonetarismo, sino uno estructural, social, cultural y sobre todo financiero.
En los claustros académicos circula un refrán conocido: existen cuatro formas de entender la economía: la ortodoxa, la heterodoxa, la argentina y la japonesa. El FMI solo reconoce la primera, con algunas concesiones a la segunda. No contempla que en países como la Argentina el dólar cumple un rol que no explica ningún manual estándar.
Titanes
El giro cambiario no fue una epifanía técnica. Fue producto de un forcejeo que se volvió visible. La cuerda estaba demasiado tensa y empezó a chirriar. El gobierno no cambió de rumbo por convicción doctrinaria sino porque el equilibrio anterior favorecía demasiado a uno de los lados del ring.
Con un dólar contenido y un ajuste fiscal severo, el esquema contiene una virtud política inmediata: desacelerar la inflación. Pero también un defecto estructural: los dólares no se quedan. Entran por exportaciones, por financiamiento, por operaciones puntuales, y salen por turismo, importaciones baratas, pagos externos y dolarización privada. El capital local jugaba cómodo. El acreedor, no.
El problema no es tanto la cantidad de dólares, sino la velocidad de salida. Con un tipo de cambio que corre muy por detrás de la inflación, el incentivo a gastar dólares afuera es alto. El atraso cambiario funciona como subsidio implícito al consumo externo de los sectores con mayor poder adquisitivo. Ese drenaje no aparece como fuga clásica, pero cumple la misma función: vaciar el tanque.
Ahí el tirón del acreedor se volvió más fuerte. Y el giro cambiario fue eso: una corrección del precio de la cuerda.
Para el capital local, el mensaje fue incómodo. Un dólar menos atrasado implica menos margen para viajar barato, menos negocio importador, más presión sobre costos locales.
Los acreedores quieren que el Banco Central acumule reservas porque de ahí sale la garantía de cobro. Es simple. Para que los dólares queden en el Central y no se vayan, el dólar tiene que estar caro. Un dólar alto desalienta el consumo en el exterior y vuelve menos atractivo ahorrar en moneda dura dentro del sistema. Así, los dólares se concentran en el Banco Central. Con reservas altas, los pagos de deuda quedan asegurados. Por eso los acreedores empujan siempre en la misma dirección: dólar alto, acumulación de reservas y prioridad absoluta al cobro. No es una discusión técnica. Es una disputa por quién se queda con los dólares escasos de la economía.
Ahí vuelve a entrar la desindexación como campo de batalla. Porque si cada movimiento cambiario se traduce automáticamente en precios, la corrección fracasa. El dólar sube, los precios suben, y el dólar vuelve a quedar atrasado. La cuerda vuelve al mismo lugar.
La historia argentina está llena de correcciones que duraron poco. Pero explica el movimiento. El giro cambiario no fue un acto aislado. Fue la consecuencia lógica de haber inclinado demasiado la cancha hacia los jugadores locales durante la primera etapa del ajuste.
La pregunta no es si el dólar sube o baja. La pregunta es a quién favorece cada equilibrio. Y cuánto tiempo puede sostenerse antes de que uno de los dos lados vuelva a tirar con más fuerza.
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