REFUGIO ANTE LA TORMENTA

Cuando cae una tormenta grossa, mucho depende de tu capacidad de reacción

 

Me sorprende que todavía exista gente que crea que, cuando uno habla de una película, está hablando de cine. (Y lo mismo corre para casi cualquier conversación a partir de una obra teatral, o de un libro, de poesía, o de un cómic, o de una canción.) Toda expresión artística es, por definición, un odre que el creador llena a medias, porque así lo establecen las reglas del juego. La obra es un envase cargado hasta la mitad y no más, para que quien lo recoja —el público, el lector, el oyente— lo complete con su contenido personal. Uno deposita allí adentro lo que la obra le inspiró, lo que le sugirió a partir de su propia experiencia vital, y a continuación bate y mezcla. Recién entonces la obra está completa; nunca lo está antes.

Por eso insisto: a no ser que uno sea un académico o cierto tipo de crítico, cuando uno reflexiona a partir de un film nunca está hablando de cine. Está hablando de su vida, de la vida, de política, de la sociedad, de la realidad, de los misterios que rodean nuestra existencia. Ni siquiera las obras de arte hablan de lo que parecen estar hablando. La Alegoría de la Caverna no habla de las limitaciones de la arquitectura pre-helénica. El rey Lear no habla sobre los defectos de la institución monárquica y sus mecanismos dinásticos. El ciudadano no habla sobre el desarrollo de los medios masivos en el siglo XX.

Son historias que, a través de anécdotas —a la manera de las parábolas mediante las cuales Jesús prefería expresarse—, levantan una suerte de espejo donde proyectamos nuestra condición sobre la historia que se nos refiere. La Parábola del Buen Samaritano no se limita a contarnos de un tipo macanudo, nativo de Samaria. En la sociedad del tiempo de Jesús, los judíos consideraban a los samaritanos como parias, prácticamente herejes. Razón por la cual la historia era picante entonces, casi como si un Jesús peroncho contase hoy la Parábola del Buen Libertario. De lo que habla ese cuentito es de que pocas cosas nos definen más, como individuos, que el modo en que nos hacemos cargo del dolor de los otros.

 

 

Pero, en fin, entiendo que lo más fácil sea pensar de modo lineal. Si alguien está hablando de una película, debe estar hablando de cine. Y para establecer que una película es importante, debería procederse con la misma literalidad. Por eso lo más común es que se acepte que una película —una narración cualquiera, bah— es importante cuando toca un tema importante, y de un modo portentoso, que llama la atención sobre sí mismo. Pensemos ejemplos. El puente sobre el río Kwai. La naranja mecánica. La lista de Schindler. Peliculones, no lo niego, que hablan de zonas grises de la condición humana de forma deslumbrante. Pero eso no significa que todas las narraciones que hablan de cosas importantes deban subrayar su propia importancia. Muchas veces se cuentan cosas esenciales a través de los géneros mal llamados "menores", o se narran cosas trascendentes mediante relatos ligeros, y hasta humorísticos.

La semana pasada, tratando de reflexionar sobre el desconcierto generalizado que produjo Milei al consagrarse como el más votado en las PASO —victoria de un peso simbólico infinitamente más grande que el numérico, que no fue para tanto—, me acordé de Jerry Maguire. Me refiero a esa película escrita y dirigida por Cameron Crowe que se estrenó en el '96, protagonizada por Tom Cruise —que ya era Tom Cruise— y por Renée Zellweger, a quien nadie conocía entonces y se consagró justamente por esta actuación. Como expliqué días atrás, Jerry Maguire es el film que popularizó la expresión Show me the money, que significa: "Mostrame la guita, quiero ver la guita". La usa el personaje de un jugador de fútbol americano, Rod Tidwell (interpretado por Cuba Gooding Jr., que también se hizo famoso gracias a este film), como forma de decirle a su potencial manager, Jerry Maguire, que reconozca lo que vale — no a través de elogios vacíos ni palmaditas en la espalda, sino a través de hechos concretos. ¿Acaso no vivimos en una sociedad descaradamente materialista, no somos medidos y sopesados —nos guste o no— según las cifras que podemos ganar, preferentemente en dólares?

A fines del siglo pasado, Jerry Maguire se convirtió en una de mis películas favoritas. Es una comedia romántica de Hollywood, definición que prácticamente equivale a un certificado de banalidad. Quiero decir: en ningún momento, y de ninguna manera, pretende ser una película importante, o que subraya su intención de hablar de cosas que trascienden su anécdota. Lo que hace es garpar al contado en términos de contrato con el espectador. Está llena de momentos divertidísimos, la historia romántica conmueve, convierte en inolvidables hasta a los personajes secundarios (pienso en el pequeño Ray, en su niñero fanático del jazz, en la cuñada de Jerry, en la mujer de Rod, en el club de las divorciadas) y hace un uso fenomenal de su banda sonora. (Como corresponde a un ex periodista de la Rolling Stone, parte esencial del currículum de Crowe. Lo que hace con canciones de The Who, del primer disco solista de McCartney y con Secret Garden de Bruce Springsteen es sublime.)

 

 

Además es de esas películas que populariza frases que se incorporan a la cultura y siguen usándose décadas después. Show me the money es apenas una. Pienso también en help me help you, ayudame a ayudarte, que es casi un pedido desesperado de Maguire a Rod que no consigue otra cosa que hacer que el deportista se le cague de risa en la cara. O You had me at hello, frase con la que Dorothy (Zellweger) interrumpe el discurso con el que Maguire pretende disculparse y reclamar una nueva oportunidad amorosa: Me conquistaste no bien dijiste hola, significa. O esa preciosa definición del amor romántico que es: You complete me, vos me completás.

En fin: es una película comercial de Hollywood ciento por ciento, no hay discusión al respecto. Y sin embargo...

 

 

Cuando a uno le preguntan por sus películas favoritas —o sus novelas favoritas, o sus obras de teatro favoritas—, tiende a nadar con la corriente y pensar en relatos temática y formalmente importantes. Mencionás a gente como Shakespeare, Beckett, Welles, Scorsese, Godard, Borges, Piglia, y pisás terreno seguro. No es como jugarse por Tonto y retonto, son artistas que uno puede reivindicar públicamente sin que nadie comente: Pero este es un pelotudo. Y sin embargo, el de importancia es un concepto tan relativo como cualquier otro. ¿Importante en relación a qué? Dead Man Walking, por ejemplo, es una película sobre la empatía. Me refiero a ese film del '95, dirigido por Tim Robbins, al que acá le pusieron el engañoso título de Mientras estés conmigo —suena a peli romántica, ¿o no?— cuando habla de la pena de muerte. Es una buena película, sin duda, que tiene todos los condimentos de lo que suele considerarse un relato trascendente: tema duro, relato impiadoso basado en una historia real, de esos cortados a medida para que, a la hora de los Oscar, la Academia de Hollywood la juegue de institución responsable. Pero si de lo que hablamos es de historias que resaltan la importancia de la empatía, ¿podríamos afirmar que Dead Man Walking es más "importante" que E. T., un film comercial de esos que funcionan para toda la familia?

It's all relative, diría Albert Einstein. Por eso de tanto sacudo el álbum de mis relatos favoritos —donde por supuesto sigue habiendo historias de Shakespeare, de Orson Welles, de Borges— para hacerle lugar a otros con menos laureles, menos enjundia, pero que revisten una importancia que, lejos de mermar con los años, aumenta.

Y Jerry Maguire es uno de esos casos. Hoy la defendería a capa y espada. Y eso que, cuando me le acerqué por primera vez, no le tenía mucha fe. Nunca fui fan de Tom Cruise —tampoco detractor, que conste— y la historia de un manager de deportistas no podía estar más lejos de mis áreas de interés. Retomo el comienzo de mi argumentación, para resaltar lo que a esta altura debería ser obvio: Jerry Maguire no es una película sobre deportistas y managers. En su momento me conquistó porque funciona en sus propios términos: es lo que suele llamarse a feel good movie, un film de esos que pretende hacerte sentir bien, y lo logra. Pero con el paso del tiempo —cuando la revisité días atrás comprendí que podía interpretarla de memoria, una escena tras otra: ¡me sé todos sus diálogos!—, asumí que se trataba de una historia que movilizaba en mí cosas profundas.

 

 

Para quien no la haya visto o no la tenga fresca, lo pongo en autos. Maguire es un tipo al que le está yendo bomba. Es joven, fachero y encantador, forma parte de una importante agencia de representación de deportistas que ha ayudado a construir —imaginen la guita que circula, en esa industria— y está comprometido para casarse con un minón. Maneja las carreras de 72 atletas, sobrelleva un promedio de 264 conversaciones telefónicas diarias y demanda millones de los clubes, justificándose de este modo: "Nadie dijo que ganar es barato". Pero una noche de insomnio, en el contexto de una convención a la que asiste en Miami, tiene una epifanía. Siente la necesidad de reconectar con aquello que lo enamoró de su trabajo cuando recién empezaba, para lo cual debería tener menos clientes y relaciones más estrechas —más humanas que mercantiles, bah— con sus representados. El problema es que no sólo se le ocurre poner la inspiración por escrito, sino que además saca copias y las reparte a cada uno de sus colegas. A cuenta de lo cual la agencia lo raja a la semana, porque eso de menos representados y menos millones no es lo que uno consideraría un argumento persuasivo para ninguna empresa.

En ese contexto, Maguire se distancia del minón que ya lo está mirando como a un loser y pierde a la inmensa mayoría de sus representados. Sólo conserva a Tidwell, que no es precisamente una estrella, mientras intenta retener a un jugador del fútbol americano de primera línea. Y aunque está dispuesto a luchar y a abrir su propia agencia, no cuenta más que con un deportista controvertido, una secretaria a la que no puede pagarle —esa es Dorothy, el personaje de Zellweger— y con un pececito sin pecera.

 

 

A fines del siglo pasado yo trabajaba en Clarín, tenía un cargo jerárquico y ganaba bien. Sin embargo, algo debe haber resonado en mí al ver en la pantalla a ese tipo que se movía por el mundo como un winner y aún así miraba en derredor y reflexionaba: "Odio mi lugar en el mundo". Al poco tiempo me rajaron también. Reaccioné a lo Maguire, diciéndome que me habían hecho un favor al empujarme a pasar de periodista en situación de dependencia a artista independiente, que era lo que siempre había querido ser. (Digamos que, después de mi debut como guionista en Plata quemada, las perspectivas eran auspiciosas.) Pero, sin darme cuenta, durante algún tiempo anduve por la vida como el Jerry Maguire que cree que consiguió zafar y anda cantando Free Falling de Tom Petty en su auto, a grito pelado, creyendo que es una canción de triunfo cuando en realidad habla de alguien que está en caída libre. En aquel momento, tanto el Jerry de la película como yo respondíamos a la definición de Rod Tidwell: estábamos, ay, "pendiendo de un hilo muy delgado".

 

Jerry Maguire (Tom Cruise): pendiendo de un hilo muy delgado.

 

Hay una escena, a la hora y dieciséis minutos del relato, en la que Jerry invita a cenar a Dorothy para bientratarla, a modo de compensación por lo que han sido sus vaivenes de las últimas semanas. Y allí, en el intento de explicar cómo ha estado flameando al viento, Cruise no apela a palabras sino a un sonido muy peculiar: prácticamente ulula, mientras agita sus brazos como una marioneta o como un pájaro que intenta mantenerse en el aire con alas desprovistas de plumas. Es el sonido que de algún modo produje yo, durante ese tiempo que me llevó encontrar mi nuevo lugar en el mundo y un nuevo amor. Pero también es el sonido que estamos produciendo muchos en estas semanas, zarandeados por una realidad brusca que compromete nuestro equilibrio y nuestra sanidad mental.

He leído cosas, en estos días, que me llevaron a cuestionarme cuán delgado es el hilo de nuestro contacto con la realidad. Gente del palo que convoca a la lucha literal contra el fascismo, como si fuésemos la Segunda República Española en el '36. Estamos de acuerdo en que es fundamental que Milei no gane las elecciones. Pero eso se logra con votos, y no vamos a obtenerlos haciendo campaña anti-franquista y fantaseándonos maquis, haciendo cosplay en el papel de partisanos de la guerrilla republicana. Para los pobres y los jóvenes que creen honestamente en Milei, ni Franco ni el fascismo significan nada. Lo que sí significa mucho es la pobreza indigna y la falta de futuro. Eso es lo que hay que combatir, y no a los fantasmas del pasado. A esa lucha sí que me sumaría encantado. Pero, en fin: qué puedo saber yo, que también ando flameando por ahí como tantos otros.

Lo que terminé asumiendo como importante en Jerry Maguire —a comienzos de siglo, claro, pero también ahora— es que pone el acento en una actitud con la cual plantarse ante tiempos de crisis que me parece sabia. Porque nos preocupan cosas importantísimas, trascendentales, que tal vez estén más allá de nuestro alcance, de nuestro poder. Y cuando aspirás a algo que existe más allá de tus posibilidades, no estás muy lejos de pegarte un porrazo de frustración que te la voglio dire.

 

Jerry Maguire, flameando al viento.

 

¿Estoy diciendo que sería mejor resignarse ante una dificultad grande? Claro que no. Lo que pienso es que hay que empezar por casa: enfocarnos en la actitud que adoptará cada uno de nosotros, a la hora de salir a la cancha a jugar un partido, antes que en el resultado del campeonato. Capaz que, de estar en condiciones de elegir, Jerry Maguire hubiese preferido retornar a la agencia, desbancar a su director (nada casualmente, interpretado por el director de la revista Rolling Stone, Jann Wenner — o sea, el ex jefe del director y guionista Cameron Crowe) y moldear el negocio a su antojo. Pero lo único que podía hacer era aquello que estaba a su alcance, como opuesto a aquello que no lo estaba. Y eso era pelear por los derechos de su único representado, Rod Tidwell, y luchar para conservar su relación con esa joven viuda que es Dorothy y su encantador hijito Ray.

 

Jerry y Ray (Jonathan Lipnicki): llevame al zoológico.

 

Entonces, al final de la película, ¿triunfa Maguire o no? Y, depende de cómo lo veas, desde qué perspectiva. En términos de la industria, perdió status, seguridad económica, guita y a una mina de tapa de revista. ¿O sea que se convirtió en un loser, como lo bardea su ex, dibujando una ele gigante con sus dedos? Claro que no, porque fue fiel a sí mismo e hizo lo que consideró que debía hacer. No se comportó como el típico manager —Charly García definió a un representante de ese gremio como de un tipo que tapizaba el interior de sus autos con la piel de sus músicos—, sino como un tipo decente. Cumplió con su representado, hizo que la industria pagase por él lo que rendía en el campo de juego. Si se lo mide en puros términos mercantiles, deberíamos decir que Maguire perdió. Podría haber ganado más guita en la agencia. Pero sí se impuso, indiscutidamente, en términos del concepto que Rod Tidwell define como kwan.

¿Qué es el kwan, según Tidwell? Maguire se lo pregunta en una escena central. Kwan, responde el futbolista, es "el paquete completo": amor, respeto, comunidad... y también los dólares, por supuesto. O sea, una suerte de balance entre elementos aparentemente contrapuestos: la satisfacción en términos personales —amor, el respeto de tus congéneres, la sensación de pertenencia a un colectivo— y el reconocimiento en los términos que este sistema concede a regañadientes, al pagarte (siempre menos de lo que sería justo, eso está claro) por lo que hacés bien y además te gusta hacer. Por eso, según parámetros meramente materiales, habrá managers que ganen más que Maguire. Pero difícilmente cuenten con el respeto de sus pares y con la pertenencia a una comunidad amorosa. En ese sentido Maguire gana por afano, porque consigue el mejor balance entre elementos que a todos nos importan, lo admitamos o no. Obtiene un amigo cuando no tenía ninguno, obtiene una comunidad y una familia, obtiene el respeto de sus pares al ser fiel a sus ideales (no sin grandes vacilaciones y empujado por circunstancias que él mismo propició con torpeza, por cierto), obtiene un dinero que le permitirá vivir cómodamente y obtiene un amor que no es un upgrade para viajar en primera clase, sino para acceder a una vida mejor.

¿Qué más se le puede pedir, a esta existencia transitoria? La vida dura lo que un cuesco en un canasto, decía mi abuela. (Qué palabra más entrañable, cuesco. Es un pedo adorable.) Y en el momento en que se apodera de vos la conciencia de que ya gastaste casi toda tu cuerda, ¿querés darte cuenta de que la invertiste en pelotudeces, en imitar la moda del momento, en buscar la clase de reconocimiento que el mundo considera éxito pero que poco y nada tiene que ver con lo que te conmueve de verdad? ¿Querés darte cuenta de que viviste comparándote con el de al lado, en vez de pensar cuánto amás lo que hacés, o si lo amás de verdad o si es apenas una impostura?

Yo prefiero la actitud del veterano Dicky Fox, el manager que fue mentor de Jerry, cuyas reflexiones jalonan la película. "Para ser honesto, he fracasado tanto como he triunfado —dice el señor Fox—. Pero amo a mi esposa. Y amo mi vida. Y por eso te deseo la clase de éxito que yo he tenido".

 

 

En el contexto de la Argentina de hoy, yo me siento más útil prestando atención, parando la oreja y siendo sincero —creo que todavía puedo reconducir un puñado de votos, restándoselos a los candidatos que, lo quieran o no, precipitarían el desastre—, y que eso resulta más importante que calzarme la boina, agitar el estandarte y pretenderme el Robert Jordan de Por quién doblan las campanas. ¿Puedo garantizar que de ese modo saldrán las cosas como yo desearía? Ni de lejos. Lo único que está a mi alcance garantizar es mi conducta. Es probable que eso no determine el resultado del campeonato. En cualquier caso, no sería poca cosa. Porque un montón de pocas cosas como esa terminan por armar una gran cosa.

Como diría Dorothy: no nos contemos nuestras historias tristes, por lo menos no ahora. Las cosas están suficientemente complicadas como están. El estado de ánimo que predomina en muchos es la confusión, no entienden cómo llegamos a esta situación de dramática precariedad, ni cómo es posible que estemos tan cerca de poner nuestros destinos en manos de gente que no pasaría un psico-técnico. Pero precisamente, cuando uno se descubre rodeado de una niebla londinense y no ve más allá de sus narices ni entiende qué es lo que pasó, lo que se impone es la practicidad. No podés resolver nada respecto de lo que está más allá de tu campo de vista. De lo que debés ocuparte es de tu próximo paso, nomás, para no meter la gamba en un agujero. Una vez que te hayas asegurado un punto firme, pensarás en el paso que sigue, y así. Hacés lo que está a tu alcance, no lo que te expone a quedar flameando al viento o a que te arrolle un bondi de dos pisos (niebla londinense, dije) que no viste venir.

 

 

Muchos de los que consideramos nuestros creen que cierta gente vota a Milei porque está enojada y desde ese enojo no piensa bien, y a modo de respuesta —vaya ironía— se ofusca también y se enoja con esos votantes. He leído cada cosa en estos días... "Basta de comprensión", dijo alguien. "Son unos pelotudos de mierda", dijo otro. Y hablo de gente a la que considero inteligente y sensible, ¿eh? Pero hay miedo e incertidumbre en el aire —sentimientos perfectamente comprensibles, en este marco—, y enojarse es una de las reacciones típicas de quien se siente acorralado. En todo caso, enojémonos con quien deberíamos enojarnos, los verdaderos responsables de que estemos en esta: el poder colonial, la casta empresarial, los políticos cómplices —de los cuales hay muchos que todavía duermen bajo nuestro techo, hay que admitirlo—, el Poder Judicial, los medios corporativos. No con el pueblo que está peor que nosotros. Ni siquiera con el argumento de que algunos votarán en contra de sus propios intereses y nos joderán a todos. Porque a cuenta de que emitirán un voto suicida muchos de los nuestros tratan a esa gente de tarada, la agreden en vez de escucharla, de convocarla, de crear comunidad con ella. ¿Quién es más suicida, a fin de cuentas? ¿No hay nadie más que encuentre contradicción entre decirse peronista y basurear a la parte más paspada del pueblo?

Milei entendió que hay millones de personas que cargan con un corset de cemento que les impide respirar bien, moverse, ser lo que imaginan que podrían ser. Y les ofreció una respuesta simplista, sí: ese corset sería el Estado, por eso bastaría con quitárselo de encima para que puedan respirar hondo, ser libres y realizar sus sueños. Ya sé que eso no es cierto, no perdamos tiempo por ese lado. Lo que hoy cuenta es que existe un dirigente político —porque eso es lo que es, nos guste o no, lo admita él o no— que comprendió lo que muchos sentían y no sólo eso: les dio, les da, esperanzas. No es sólo voto-bronca: es voto-esperanza, también.

Pero eso encuentro insensato salir al encuentro de esa gente con los tapones de punta, cuando deberíamos proceder con humildad. No vimos lo que estaba pasando ahí abajo, no entendimos que algo se estaba moviendo más allá del alcance de nuestros radares. Y ahora que se volvió innegable, nos enojamos y decidimos vapulear a esos votantes... ¡mientras persistimos en no ofrecerles esperanza alguna! Los puteamos y en simultáneo les decimos que deberían votar de otro modo porque sí, a ciegas, por pura responsabilidad cívica. Insisto: ¿quién es el verdadero suicida, acá?

Tal vez sea más sensato escucharlos primero, entre otras razones para terminar de entender que manejan otros parámetros. Les han vendido el Gran Sueño Individual y hay que hablar con ellos en esos términos, sin bardear su esperanza. Caerles con el discurso del fascismo, de la derecha, de lo social sería como entrarle con una Trabex a un disco rígido. Mejor acercarse a corazón abierto, confesar nuestra confusión y preocupación, plantear las dudas que nos aquejan en lugar de fingir que la tenemos clarísima. (No seamos cararrotas. Ninguno de nosotros entiende este mundo nuevo, y mucho menos a fondo. Quien se sienta en condiciones de demostrar que lo entiende de verdad, que tire la primera piedra.) Suele ser más eficaz la disposición a escuchar sensiblemente y a asumir las propias dudas e incertidumbres que la agresión: "Eh, porque vos, porque Equis..." Lo dicho desde la calma que confiere la sinceridad suele ser oído. Yo mismo ando con ganas de hacerme una remera que lleve en el pecho la frase que Rod Tidwell usa como auto-definición: I'm all heart, motherfucker. Algo así como: "Soy todo corazón, la concha de tu hermana".

 

Rod Tidwell: "Soy todo corazón, la concha de tu hermana".

 

Con esa actitud no sería imposible mover el amperímetro. Cargo con 40 años de elecciones, y nunca he visto un esfuerzo a escala micro como el que ahora percibo, tanto en el territorio como entre argentinos y argentinas que viven en el extranjero. Gente del llano que sale a sumar votos, de a uno por vez. No pasa un día sin que me cruce a alguien que, por las suyas, sin que yo le pregunte nada, me diga: "Estuvo charlando con Tal y Tal Otra y con El De Más Allá. A uno lo convencí. Otro sigue parado sobre la cerca, a lo mejor...". Ese es el espíritu. Un montón de pocas cosas como esa pueden armar una gran cosa, o cuanto menos la cosa suficiente, que es a lo que se aspira.

Crowe termina Jerry Maguire con una versión —la primera toma, entiendo, que no es la que quedó en el álbum Blood On The Tracks— de una de las canciones más bellas de Bob Dylan: Shelter From the Storm, literalmente Refugio ante la tormenta. La letra se articula como una fábula intemporal, en esos términos bíblico-apocalípticos que a don Zimmerman le salen tan bien, en torno a un tipo que sale de un pozo existencial para ser rescatado por una mujer que le ofrece santuario. La historia es todo lo ambigua que debe ser en términos poéticos, lo importante es que el tipo acepta que, en un momento de crisis, alguien le ofreció lo que necesitaba para ponerse de pie. Escucho Shelter From The Storm por enésima vez y me digo que quizás la cosa sea tan simple como eso. Cuando arrecia una tormenta grossa, el único error que no podés cometer es equivocar tu rol. Porque no es lo mismo estar a la intemperie, como el hombre asaltado de la parábola de la que hablábamos, que estar en condiciones de ofrecer refugio.

 

 

 

 

 

 

 

 

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