Represores y fantasmas

La historia del siniestro ex jefe del D2 cordobés y los dilemas de un periodista

Foto: Sebastián Salguero.

 

Hay una tarjeta con un nombre, pegada en la parte interior de una gorra de policía, que reza “Raúl Pedro Telleldín”. Le decían “El Uno”: murió en un accidente de autos en 1983, en el albor democrático. Lo habían velado a cajón cerrado. Décadas después, sin embargo, se rumoreaba que seguía vivo, camuflado en otras identidades. Telleldín había sido militar, fue peronista, fue policía y dirigió una de las mayores máquinas de exterminio que haya conocido la historia de Córdoba. Hombre de confianza de Luciano Benjamín Menéndez, integró el llamado Comando Libertadores de América, la versión provinciana de la Triple A. A mediados de 1975, un año antes del golpe cívico militar en la Argentina, asumió el mando del Departamento de Informaciones de la Policía, conocido como el D2. Manejaba una dotación de hombres y mujeres crueles, que tenían la misión de exterminar opositores, especialmente de izquierda. Su sello, en rigor, fueron las bombas: mandó a explotar oficinas públicas, redacciones de diarios, comercios, casas particulares y hasta las tumbas de sus propias víctimas. Telleldín comandó secuestros, desapariciones, robos, amenazas y asesinatos: fue mencionado, una y otra vez, en las audiencias de los juicios lesa humanidad.

 

Interior del ex Departamento de Informaciones de la policía de Córdoba, donde hoy funciona el Archivo Provincial por la Memoria.

 

Menéndez era la única persona por arriba de Telleldín desde 1975. Una vez al mes, el jerarca conducía las reuniones de la Comunidad Informativa, de la que participaban referentes de la inteligencia de la Policía Federal, Gendarmería, el Batallón 141 del Ejército y, por supuesto, el D2, representado por Telleldín. Las reuniones quedaron registradas en actas. En esas tertulias se decidió, por ejemplo, abrir centros clandestinos de detención, cerrar facultades, intervenir empresas. En el D2, ubicado a metros de la plaza principal de Córdoba, fueron torturadas cerca de dos mil personas, muchas de las cuales están desaparecidas. Eran enviadas del D2 a los campos clandestinos de detención de La Perla y Campo de la Ribera, dos de los más activos en todo el país. Sólo en Córdoba, hay entre 500 y 700 víctimas del terrorismo de Estado.

 

La entrada el D2 cuando estaba en funcionamiento.

 

 

Con el fin de la dictadura, Telleldín pasó a “la actividad privada” y, según fuentes policiales, habría integrado la banda de Aníbal Gordon. “El Uno” murió impune, sin ser procesado ni juzgado en vida. “Hace mucho quise hacer un libro sobre él; me acerqué a sus hijos, entrevisté a militares y a policías condenados por crímenes contra la humanidad, escuché a sus víctimas y junté decenas de expedientes. Pero nunca pude escribir una línea y el proyecto quedó archivado, como el uniforme”, escribe el periodista cordobés Waldo Cebrero en Ropa prestada, un libro que, entre la crónica, la investigación periodística y lo biográfico, entre la no ficción y la ficción, repasa algunos apuntes sobre el siniestro represor. El uniforme en cuestión, que incluía el saco de pana azul, la gorra de visera dura con la tarjeta de su nombre y las insignias doradas, se lo dio Carlos Telleldín, el hijo del represor, a Cebrero, cuando en octubre de 2015 lo entrevistó en su casa de Capital Federal. Cebrero lo guardó por años en un ropero, junto a las pertenencias de su hijo.

 

 

“No esperaba terminar cuidando su ropa”, dice el periodista, detallando un foco íntimo de cómo se acercó, en su tarea periodística, a cubrir los juicios de lesa humanidad en Córdoba donde Raúl Pedro Telleldín era reconocido como alguien implacable, frío, un represor temerario. Cebrero, además, arrastraba una herencia de hombres policías en su familia –“me llamo Waldo César: la combinación de Waldo Efraín, el comisario, y César Efraín, el sargento”–, y el relato intercala esa tensa convivencia, entre lo privado y lo público, la memoria local y la memoria colectiva. Entre víctimas y victimarios, entre mandatos y silencios, entre padres e hijos. El propio Carlos Telleldín tenía su peso por el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que en 1994 mató a 85 personas. Tristemente célebre, Carlos fue el hombre con más acusaciones en esa causa, que sigue impune. En 1994, cuando se dedicaba a reducir autos robados, fue detenido, acusado de vender la Trafic usada como coche bomba para volar la AMIA. Pasó más de una década preso sin ser juzgado, y en la cárcel estudió derecho. En 2020 fue absuelto por ese delito. “Ya no vende autos robados. Maneja un gran estudio jurídico y en el ambiente le dicen el rey de los sacapresos”, se lee en Ropa prestada, entre líneas narrativas que intercalan el pasado reciente con el tiempo actual.

 

Waldo niño, con la gorra, a la derecha.

 

En otro fragmento, el periodista cordobés se pregunta: “¿Sobre qué quiero escribir? ¿Sobre el dueño del uniforme? ¿O sobre por qué todavía lo tengo conmigo? Después de todo, lo tengo hace ocho años. Ya entendí que querer terminar lo que empezamos no es suficiente para conseguirlo. Y que el deseo no es ninguna garantía”. En el relato se cruzan su hijo, su nueva relación de pareja y un embarazo, y surgen nombres de otros represores cordobeses: Graciela Cuca Antón, Carlos Tucán Yanicelli y el capitán del Ejército, Héctor Vergez. Del otro lado, historias de víctimas como Marcos el Pelado Osatinsky, Oscar Chabrol –“esa misma noche, el Gordo Chabrol escribió en la pared del calabozo: ‘Soy Oscar Chabrol, me llevan a matar’. Tenía 24 años” –, y el trágico e inesperado drama de la familia Albareda –“El papá de Fernando Albareda no volvió y no puedo imaginar su sufrimiento. Ese año fue terrible para él. No pudo pasar a cuarto grado. No quería ver a sus amigos. Por las noches se iba por los techos. Se transformó en un niño rabioso que enfrentaba a su madre para que le dijera la verdad, para que le dijera qué había pasado”.

 

El autor, Waldo Cebrero.

 

El padre de Raúl Pedro Telleldín se llamaba Raúl y era comisario de campaña. Cebrero busca en legajos militares y policiales, en la letra chica de los expedientes judiciales y da cuenta de la megalomanía de Carlos Telleldín, para quien su padre era poco menos que un ídolo patriota, y encuentra personajes tapados, como la voz de Lidia, la hermana menor de Carlos. Reconstruye, entre otros hechos, de qué modo el represor escapó a las sierras cordobesas y ascendió meteóricamente. El 1 de marzo de 1967, a los 42 años, Raúl Pedro Telleldín ingresó como suboficial ayudante en la Subjefatura del Interior de la Policía de Córdoba. En octubre, fue ascendido a oficial principal y destinado al Departamento General Roca. “Por entonces, comenzaron a construir esta casa en barrio Matienzo, en la que ahora Lidia, su hija, ceba mates dulces y señala un telegrama que Perón le envió a su padre, que está enmarcado en una de las paredes. El 6 de enero de 1972, con sólo cinco años de antigüedad en la Policía de Córdoba, Telleldín fue ascendido al rango de comisario. Ese mismo año, se separó de Lidia Seb y conoció a Ana Aranda, veinte años menor que él, con quien tuvo otras dos hijas: Carolina y Analía”.

Ropa prestada se lee de un tirón, fluidamente, texto breve y con pinceladas audaces –frases como “un destilado de miedo arcaico, que supongo todos tenemos e intentamos controlar: el de perder inesperadamente a las personas que queremos”–, con una prosa tan despojada como precisa. Cebrero narra sin disimular sus dilemas, expone cómo se representa en él la densa condición de periodista-escritor, lidia con fantasmas propios y ajenos, entre recuerdos, retazos, fetiches, desnudeces y datos duros, y hurga en su relación con la policía, “más familiar que la del resto de la progresía con la que nos frecuentamos, universitarios, militantes, hijos y familiares de víctimas del terrorismo de Estado, para quienes los polis son masa azulada amenazante, zombis sin subjetividad que te pide documentos y te gasea en las manifestaciones”. Un relato, en definitiva, sobre un represor conspicuo del clan Menéndez, a la vez que un cierto exorcismo personal; la escritura como memoria e intimidad, como puente de la voz instrospectiva hacia la de los demás, en ese modo de gritar sin hacer ruido.

 

 

 

 

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