RESTAURACIÓN

Las enseñanzas por analogía de la historia, y la Argentina en el mundo tras la pandemia

 

¿La pandemia es uno de los primeros episodios que marca que el orden mundial vigente va camino a desmoronarse? Si es así ¿qué esquema lo reemplazaría? El par de interrogantes, y otros por el estilo dentro del mismo espíritu, provocan recalar en 1815 para encontrarle un ángulo de abordaje a las respuestas posibles, debido a que se trata de un año con fama geopolítica bien ganada sobre el orden mundial.

El 18 de junio de ese año, Napoleón tras doce horas de batalla al pie del Mont Saint Jean experimentó la derrota, propinada por las fuerzas conjuntas de Gran Bretaña, Prusia, Austria y Rusia conjugadas en la llamada VII Coalición. El eje de militar de la VII Coalición eran las tropas inglesas al mando de Sir Arthur Wellesley, duque de Wellington con campamento en Waterloo, distante unos kilómetros del campo de batalla, todos distritos localizados en Bélgica. Haciendo honor a la verdad sabida de que la historia la escriben los triunfadores, la derrota final del Gran Corso -que lo volvió de forma definitiva parte del pasado- de ahí en más tiene una apelación inequívoca: Waterloo.

Bonaparte, con algo más que la mitad de los soldados y un tercio de los cañones de la VII Coalición se vio necesariamente obligado a proceder así, comandado por las inapelables leyes ciegas de la historia y las subjetividades que las acompañan. “En virtud de que no había sido capaz- por lo menos así lo creía- de traducir la fuerza en obligación [es que] Napoleón debía arriesgarlo todo a la exhibición de su poderío. Dado que el poder es la expresión de un orden mundial arbitrario y por lo tanto inseguro, Napoleón sólo pudo unir a Europa en una guerra para su propia destrucción [todo esto en vista de que] un orden mundial que se desmorona, aun cuando haya sido edificado sobre la fuerza, encuentra tan difícil creer en su desintegración como el hombre en vislumbrar su propia muerte”. Tal la hipótesis de Henry Kissinger en un "Un mundo restaurado", el ensayo originado en su tesis doctoral en Harvard de 1954.

Kissinger, para quién “la historia enseña por analogía, no por identidad”, en dicho ensayo procede a desgranar como fue que a consecuencia del Congreso de Viena (1814-1815) y la derrota de Bonaparte, dos sujetos tan diferentes como el canciller austríaco Metternich y el prime minister Castlereagh, contorneando al insufrible zar Alejandro 1º, construyeron un orden internacional que duró hasta la Primera Guerra Mundial, durante el cual el capitalismo llevado por su irrefrenable vocación universal profundizó y consolidó el mercado mundial. Ese orden se edificó de la única forma que es posible: restaurando el equilibrio de poder desafiado por Bonaparte y dotado de servo mecanismos al solo efecto. La legitimidad del orden internacional la da la preservación de los límites del comportamiento político acordado entre los Estados con peso específico que lo conforman, fuera de los cuales estalla el conflicto.

 

El Congreso de Viena y el equilibrio de poderes.

 

En otras palabras, cuando prorrumpe el conflicto lo que lo encapsula y endereza es el criterio de que nadie puede hacer lo que quiera. Los garantes del orden global están obligados a hacer política, a preservar mediante la negociación permanente su seguridad. “Si una sociedad se legitima a sí misma por un principio que pretenda ser universal y exclusivo, en suma, si su concepto de justicia no incluye la existencia de principios diferentes de legitimidad, las relaciones entre ella y otras sociedades se basarán en la fuerza”, advierte el ex Secretario de Estado de los Estados Unidos en "Un mundo restaurado", respecto de cuál tipo de actitudes y objetivos políticos se deben evitar en aras de preservar el equilibrio de poder.

 

 

Trump versus Wilson

No es poca la tentación de sopesar si la Carta de San Francisco (1945, documento fundacional de la ONU) al institucionalizarse en el Consejo de Seguridad una parte clave de sus mandatos no significó volver al equilibrio de la Santa Alianza incorporando dos naciones que eran periféricas entonces para hacerse cargo de los nuevos datos del orbe (los Estados Unidos en lo inmediato, tiempo después China). Si por la pandemia, dependiendo de cuánto afecte las relaciones de fuerza, o bien habría que restaurar el orden internacional o bien enderezar el escorado del vigente, el proceder no parece que pueda apartarse en algo para ser efectivo de la lógica de siempre. No hay que perder de vista que el Kaiser Guillermo rompió el orden global pero Versalles no lo restauró precisamente porque no estableció límites precisos para nadie y se firmó para castigar a los alemanes no para integrarlos, como si hizo la Santa Alianza con los franceses y la partición de Alemania en la Segunda Guerra. Un armisticio o cualquier entendimiento internacional que de una u otra forma consagra la factibilidad de ir al choque de un factor perturbador contra los que gestionan la conservación del orden de la paz cuyo eje bifronte es la limitación de las aspiraciones y los propósitos, o sea: que expresa el desequilibrio de poder, sienta las bases para impulsar el conflicto permanente. La posibilidad de esa pesadilla es una advertencia decisiva del ningún margen que hay en esta problemática para chingarle a la dirección correcta.

Eso marca otra ironía del presente como historia: la de Trump versus Wilson. Durante el semestre inicial de 1919 los primeros ministros italiano, inglés y francés, Vittorio Orlando, David Lloyd George, Georges Clemenceau, respectivamente y el presidente norteamericano Woodrow Wilson debatieron en Paris lo que a la postre fue el Tratado de Versalles signado el 28 de junio de 2019. Para abril de 2019 la pandemia de gripe llevaba más de un año contagiando y matando. Steve Coll, en The New Yorker (17/04/2020), relata que el 3 de abril de 1919, Wilson se pescó la gripe en Paris. La convalescencia y recuperación en el Hôtel du Prince Murat, según las investigaciones de los historiadores a los que acude Coll, lo dejó muy fuera de combate a Wilson y haciendo gala de escepticismo contrafáctico especula con los historiadores citados, si no habrá sido la gripe la que le abrió la puerta a Clemenceau para que impusiera los miopes intereses franceses.

En septiembre de 1919, ya en los Estados Unidos, Wilson sufrió un derrame cerebral grave y quedó incapacitado durante el resto de su Presidencia que sin embargo no ocupó su vice, que se negó. La mujer de Wilson tomó las riendas entre bambalinas hasta la entrega del cargo en 1921. Wilson recibió en 1919 el Premio Nobel de la Paz por su proyecto de la Liga de las Naciones. Como la parálisis del derrame le impedía actuar, no pudo defender en el Congreso contra los aislacionistas lo que firmó en Versalles, tratado que nunca fue ratificado. Wilson estaba perfectamente al tanto en 1918 de que, si enviaba tropas a Europa, se diseminaría la gripe que había arrancado en los Estados Unidos para algunos en enero de 1918 para otros unos meses antes. Un millón y medio de soldados norteamericanos fueron más que suficientes para diseminar globalmente la gripe de la cual fue víctima.

Coll, que es decano de la Escuela de Graduados en Periodismo de la Universidad de Columbia, señala que Wilson “nunca habló públicamente sobre la gripe que diezmó a los Estados Unidos […] Podemos perdonar fácilmente su fragilidad en el período previo a Versalles, pero no su historial de indiferencia prolongada, antes de eso, al sufrimiento público en el hogar entre los ciudadanos que lo eligieron, o las convicciones racistas que lo llevaron a apoyar la segregación institucionalizada”. El idealista Wilson jugó todo a su ilusión de internacionalismo.

El aislacionismo de Donald Trump no ayudó a enfrentar mejor la pandemia. Coll reflexiona sobre el paralelo histórico que “por ahora, parece difícil juzgar cuál presenta el mayor récord de fracaso presidencial durante una pandemia: el silencio de Wilson o la fanfarronería, la auto-contradicción y la auto-promoción de Trump”.

 

 

Habrá consecuencias

Hay una sensible diferencia entre Wilson y Trump que Coll pasa por alto pero que al considerarla le permite a la historia enseñar por analogía. Nadie espera nada bueno de Trump. En cambio, se esperaba todo lo bueno de Wilson. Esto último queda muy bien reflejado en el ensayo que hizo el que fuera representante británico oficial en la Conferencia de la Paz de París hasta el 7 de junio de 1919, a unas dos semanas de la firma, en que renunció por la imposibilidad de modificar substancialmente la negociaciones en curso debido a que entendía se basaban en una la visión completamente errónea de los problemas económicos de Europa; la que traería más problemas y ninguna solución. El tiempo probó que estaba en lo cierto. Ese funcionario no era otro que Lord John Maynard Keynes. El ensayo de Keynes, fechado en noviembre de 1919, se titula “Las consecuencias económicas de la paz”. El británico para dar una imagen vívida de la atmósfera de la Conferencia anota que “Sentado en medio de la teatral decoración de los salones oficiales franceses, se maravillaba uno pensando si los extraordinarios rostros de Wilson y Clemenceau, con su tez inalterable y sus rasgos inmutables, eran realmente caras y no máscaras tragicómicas de algún extraño drama o de una exhibición de muñecos”.

“Clemenceau era, con mucho, el miembro más eminente del Consejo de los Cuatro, y se había dado cuenta del valor de sus colegas. Era el único capaz de tener una idea y, al mismo tiempo, de poder hacerse cargo de todas sus consecuencias”, señala Keynes e informa que el francés era el único que entre los cuatro hablaba y comprendía ambas lenguas, en tanto el italiano solo francés y Lloyd y Wilson sólo su idioma. “Si alguna vez la acción de un solo individuo puede contar para algo, la defección del presidente [Wilson] ha sido uno de los acontecimientos morales decisivos en la Historia” consigna Keynes y el hecho lo desafía al punto de sentir que “tengo que tratar de explicarlo”. Para tener un parámetro de la defección Keynes subraya: “¡Qué lugar ocupaba el presidente en el corazón y en las esperanzas del mundo cuando embarcó en el George Washington. ¡Qué gran hombre vino a Europa en los primeros días de nuestra victoria!”.

El mundo le pifió feo en la apreciación de Wilson que en todo caso la gripe que se contagió disimuló su poquedad. Señala Keynes que con Wilson “la desilusión fue tan completa, que los que más confiaron apenas se atrevían a hablar de ello […] El presidente no era ni un héroe ni un profeta; no era ni siquiera un filósofo; no era más que un hombre de intención generosa, con muchas debilidades de los demás seres humanos y carente de aquella preparación intelectual dominadora que hubiera sido necesaria para luchar frente a frente en el Consejo con los magos, sutiles y peligrosos, a quienes una tremenda colisión de fuerzas y personas ha llevado a la cúspide, como maestros triunfantes en el rápido juega del toma y daca, juego en que él carecía de toda experiencia”.

 

 

De Water a Peter

En medio del desconcierto de la pandemia el mundo parece estar esperando otro idealizado Woodrow Wilson cuando Trump sea un recuerdo y habrá que ver si la historia lo desilusiona otra vez o no. Para hacerse una somera idea acerca de las probabilidades de una u otra circunstancia, es menester regresar a 1815 porque hubo otro acontecimiento menos conocido pero con importantes consecuencias geopolíticas. El 5 de abril de 1815 hizo erupción el volcán Tambora en Indonesia. La erupción inyectó tanto polvo en la alta atmósfera que la cantidad de luz solar declinó al punto que causó hambrunas en Europa y Norteamérica por las bajas temperaturas que redujeron el rendimiento de las cosechas en el verano (boreal) de 1816, el que quedó registrado en la memoria histórica como el año sin verano. Es verdad que semanas atrás entró en actividad el Krakatoa en Java, también Indonesia, que está inserto en el Cinturón de Fuego del Pacífico, pero por ahora los especialistas no dan señales de preocupación. Tsunamis por aquí y por allá, más problemas climáticos de los ya en curso, lo único que nos falta con la pandemia. Pero no se trata de eso. Sino de que las hambrunas siguieron después de 1816, el parlamento inglés voto las Corn Laws que impedían importar cereal al reino (contra lo que peleó Ricardo con la ventaja comparativa) lo que bajaba mucho los salarios ya estropeados, y la olla fue juntando presión.

Para mejorar el salario del reino los dirigentes de base ingleses pedían más derechos políticos centrados en la deontología del sufragio universal. El lunes 16 de agosto de 1819 en la plaza de St. Peter's Field, en la ciudad de Manchester se dio cita una multitud de más de 70 mil manifestantes para este reclamo justo. Las autoridades aterradas pidieron al ejército que restablezca el orden. La caballería cargo contra la multitud al grito de ¡Este será vuestro Waterloo! Los muertos fueron 15 y los heridos se contaron por centenas. El episodio pasó a la historia como la Batalla o Masacre de Peterloo. Los derechos políticos les fueron de a poco reconocidos a los asalariados. Las autoridades inglesas aprendieron temprano que meter el ejército en asuntos civiles es lo que no hay que hacer. Finalmente en 1841 el parlamento derogó las Corn Laws.

 

 

 

 

 

Desde que se permitió el libre comercio, entraron a tallar las praderas de los Estados Unidos, de Canadá, de Australia y de la Argentina. El centro de acumulación global, Europa, encontró cómo alimentar a su población que había reacomodado en esas praderas parte considerable de la misma para cultivarlas. La flota mercantil y los ferrocarriles ingleses hicieron el resto.

Sobre ese proceso en las “Consecuencias…” Keynes observa que “Antes del siglo XVIII, la Humanidad no mantenía falsas esperanzas. Para echar por tierra ilusiones que se habían hecho populares a fines de aquella época, Malthus soltó un diablo. Durante medio siglo todos los escritos serios de economía colocaban aquel diablo a la vista. En la siguiente segunda mitad del siglo se le encadenó, se le ocultó. Acaso ahora [1919] lo hemos vuelto a soltar”. Si la actual pandemia desató esos mismos manes únicamente un orden mundial basado en el equilibrio de poder está en condiciones de devolver el genio a la lámpara. Kissinger en "Un mundo restaurado" expresa un criterio de cómo ese proceso se vuelve racional y efectivo. Identifica el ex Secretario de Estado que "el conflicto entre la inspiración y la organización es el elemento inextricable de la historia . La inspiración (cualidad de los profetas) implica la identificación de sí mismo con el significado de los acontecimientos. La organización (atributo de los estadistas) requiere disciplina […] la inspiración esta fuera del tiempo; su validez es inherente a su concepción. La organización es histórica, depende del material disponible en un período dado […] Para ser eficaz en política se requiere la organización, por esta razón la traducción a términos políticos de las visiones proféticas siempre falsea las intenciones de sus proponentes". La Argentina ahí encontraría su lugar, si tiene el tino de hacer política internacional y evitar los profetas.

 

 

 

 

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