Robar y lastimar

¿Qué hay detrás del paso de la violencia como medio a la violencia como fin?

 

La violencia no es patrimonio de la juventud, mucho menos de los jóvenes varones de los sectores plebeyos. Sin embargo, las violencias se han convertido en recursos cada vez más importantes en sus relaciones. En este ensayo me gustaría volver sobre el lugar que tienen las violencias para estos jóvenes. Me enfocaré en un universo minoritario, y subrayo la palabra “minoritario”, para correrme de los lugares comunes que se han ido construyendo a su alrededor: jóvenes que suelen ser presentados como “los violentos de siempre”, actores que, supuestamente, hicieron de la violencia la manera de estar en la sociedad. La violencia es una categoría que llega por añadidura. Allí donde vemos jóvenes que visten ropa deportiva con gorrita que se desplazan en motos tuneadas somos asaltados por fantasmas que nos llevan a cerrar filas y bajar la persiana: si son pibes chorros, son violentos.

No vamos a negar que la violencia sea una experiencia ajena en estos grupos de jóvenes, pero cuando se la mira con el punto de vista de sus protagonistas nos daremos cuenta de que la violencia es uno de los múltiples recursos que disponen y usan en sus relaciones cotidianas. Como nos enseñó Juan Pablo Hudson, hay que leer las violencias al lado de otras partes vitales que también gravitan en sus experiencias.

Hablaré, entonces, de esa porción del universo de jóvenes que tiene la capacidad de ganarse la atención de los medios y la opinión pública, que están en el radar de las agencias del sistema penal, pero también en el centro de la conversación diaria de los vecinos de los barrios donde ellos viven. Es decir, nos enfocaremos en la violencia puesta en juego en los delitos callejeros y predatorios. Pero una violencia que encontramos en otros rituales juveniles, sea en las jodas, en la tribuna de la cancha, en las esquinas, en las escuelas, en los modos de recorrer la ciudad. Una violencia, entonces, que hay que leer al lado de la embriaguez y el uso recreativo y problemático de drogas ilegalizadas o la velocidad en dos ruedas, las peleas con otros grupos de pares, los enfrentamientos con las policías, el bardeo hacia los vecinos, la fanfarronería en las escuelas. Es decir, hablamos de jóvenes que están dispuestos a tomar demasiados riesgos en la presentación de la persona en la vida cotidiana, sobre todo, en el espacio público.

Pero insisto, no hablaremos de los “jóvenes en conflicto con la ley penal” o de los llamados “jóvenes delincuentes”. Hay que leer los delitos callejeros y las violencias agregadas a ellos al lado del rechazo al trabajo y la presión que ejerce el mercado para que estos jóvenes adecuen sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo. Hablamos de jóvenes socialmente descalificados para el trabajo, pero muy informados a la hora de consumir. Hay que leer los delitos al lado de la implosión de las familias y la impotencia instituyente de las escuelas y los clubes, es decir, de la violencia familiar y el fracaso escolar, de la falta de acompañamiento de los padres (especialmente las madres, que suelen ser la que están a cargo de la familia) y del rechazo a la escuela. Y al lado también de la incapacidad de la política y las dificultades que tienen los movimientos sociales para interpelar a estos jóvenes, federando la rabia que sienten, conteniendo la cólera para transformarla en otra cosa.

Pero también, finalmente, hay que leer el delito al lado de los otros papeles que ejercen al mismo tiempo. Porque un “pibe chorro” no es un ladrón, es, además, hermano, hijo, padre, amigo, hincha de futbol, votante de Fulano o Mengano, fan de L-Gante o Trueno, etc. Me parece importante reponer la pluralidad de los roles para no pasarse de rosca y contribuir al pánico moral.

 

Ese plus de violencia

Es cierto que los homicidios dolosos han disminuido en el país, pero han aumentado las lesiones, sea las que llegan con las peleas entre grupos de jóvenes, o aquellas que se cometen en ocasión de robo. Los homicidios ya no son el indicador más transparente para pensar la circulación de violencias altamente lesivas, hay que comenzar a prestar atención a otras formas de violencia que impactan en la integridad física de las personas y contribuyen a escalar los conflictos hacia los extremos.

Desde hace tiempo venimos observando que los delitos callejeros tienen un plus de violencia que ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentalidad. Jóvenes que usan la violencia de manera desproporcionada, que ya no está solamente para victimizar y reducir a la víctima, sino que la usan de manera exagerada. No solo te pueden robar sino lastimar cuando te roban; no solo te van a robar el celular, sino que es probable que te peguen un susto que no te lo vas a sacar por unos cuantos años.

¿Qué está sucediendo acá? La pregunta se justifica porque la violencia dejó de ser un medio para alcanzar un fin, para convertirse en un fin en sí mismo. Quisiera proponer tres respuestas distintas para esta pregunta, quiero decir, me gustaría agregarle a la dimensión instrumental otras dimensiones que son necesarias tener en cuenta para comprender qué están haciendo los jóvenes cuando apelan a la violencia en esos eventos. Me estoy refiriendo a la violencia expresiva, la violencia emotiva y la violencia cognitiva. Violencias que las víctimas suelen experimentar como una violencia desproporcionada, exagerada, que no guarda relación con el propósito que se busca.

 

La violencia expresiva: publicidad y autopromoción

Suele decirse que la violencia rompe la comunicación entre las personas. Allí donde hay violencia faltan las palabras o las palabras no tienen cabida. Sin embargo, la violencia tiene una dimensión expresiva que no debería soslayarse. La violencia es una manera de compensar la ausencia de mediaciones que organizan los diálogos entre las diferentes y las mismas generaciones.

La violencia puede volverse expresiva cuando se usa el cuerpo de la víctima para mandar un mensaje al resto de la sociedad y al propio grupo de pares. Usar el cuerpo del otro como bastidor donde se inscribe un mensaje que fue amasándose con pasiones tristes. Usar la violencia es una manera de mostrarse, ostentar y ganarse la atención (o reconocimiento) y el respeto (o prestigio) del grupo de pares con el cual se identifica; tener un cartel, acumular el capital simbólico, pero también ganar notoriedad (fama) en el vecindario donde se mueve y está enclavado y compartimentado. Un cartel que llega con otros riesgos, que puede costar caro, puesto que a veces, como sugiere Eugenia Cozzi, “el cartel quema”, no solo porque le agrega dificultades para conseguir un trabajo formal o informal, sino porque se vuelve el blanco de la atención en las relaciones habituales que mantiene con la policía. Se sabe, no es bueno agitar banderitas en mar regado con tiburones.

Un joven que deriva hacia el delito puede hacerlo “calzándose el sayo”, asumiendo una caricatura, exagerando el estereotipo que se le arroja, transformándose muchas veces en el pibe-chorro-hiperreal. Ser un tipo duro, afiliarse a la cultura de la dureza, implica tener determinadas actitudes corporales, determinadas poses y gestos, caminar de una manera particular, no dejarse ver la mirada que disimula con la gorra, hacer escupitajos frecuentemente, saludarse con golpes de puño, recurrir constantemente a los insultos, hablar provocando-gastando-acostando al otro, hablar rapidito y prescindiendo de las consonantes (con muchas vocales que se estiran), apelando a berretines, siendo astutos y mentirosos, embrollando al otro, asediándolo con mentiras constantes para probar la ingenuidad y la lealtad del otro.

Pero la violencia se vuelve expresiva también, como nos recuerda David Le Breton en su libro Ritos de la virilidad, porque es una manera de ostentar la virilidad, una forma de intensificación de la virilidad hegemónica, de adecuarse a los modelos de virilidad para “ser hombre”, ya sea para ganar la atención de las mujeres o, sobre todo, de sus propios pares. Dicho en otras palabras: se trata de “ser un hombre ante la mirada de los hombres”. El primer deber de un hombre es no ser una mujer, una mariquita, un cagón. “Ser hombre” implica no solo no tener miedo sino inhibir la ternura, la amorosidad. “Ser hombre” implica ser rudo, duro, rústico, ruidoso, escandaloso, beligerante, tener la mecha corta, maltratar y fetichizar a las mujeres, detestar a los homosexuales, reírse de las novias. Buscar amistad solo, o sobre todo, en las mujeres. Jóvenes emocionalmente inmaduros en las relaciones cercanas o íntimas, y muy agrandados en las relaciones con los extraños.

Pero también es una manera de llamar la atención de las madres que ya no cuidan a sus hijos, que tienen muchas dificultades para estar cerca de sus hijos.

Y expresiva, además, porque es la manera de practicar un enroque y decir “yo existo”, “tengo poder”, sentirse poderosos. Después de tanto tiempo de estar ninguneados, estos jóvenes invisibles a la mirada de los demás consiguieron hacerse evidentes, tienen la oportunidad de decir “acá estoy, y esta vez no podrás mirar para otro lado, ni acelerar el tranco”.

 

La violencia emotiva: resentimiento y diversión

Cuando se piensa el delito y sus violencias con las vivencias de sus protagonistas se descubren otras dos dimensiones que tampoco deberían perderse de vista. Una de ellas es la dimensión emotiva, impulsiva o lúdica. El delito está hecho de pasiones muy distintas. Pasiones tristes y pasiones alegres. Una de ellas es el miedo, ese sentimiento que se confunde con el nerviosismo y la adrenalina, pero también el odio que supieron guardar y crece con el resentimiento.

En efecto, el delito también está hecho de odio, resentimiento, ira y envidia. Sentimientos negativos que los jóvenes suelen guardar en el tiempo porque saben que después necesitarán movilizar para pasar a la acción. Para salir a robar sin culpa, el odio suele ser un gran aliado.

Con la dimensión emotiva o lúdica queremos aludir a las energías furtivas que se ponen en juego durante dichas transgresiones. Hablamos de violencias que divierten, son un gran atractivo porque producen adrenalina, alegría, euforia, fascinación, goce, hacen reír, sacan del aburrimiento y motorizan la grupalidad. La violencia es la fuente de una energía que no hay que desdeñar en las interacciones juveniles, porque suele ser la oportunidad de demostrar y demostrarse el coraje del que pueden ser dueños, de su destreza física, del prestigio acumulado. Meter miedo y pilotear ese miedo que se genera en la víctima, aprender a remar la paranoia de sentirse observados, a surfear el nerviosismo, a lidiar con los escalofríos y la ansiedad, la humillación de ser atrapado, forma parte del campo de experiencias de estos jóvenes. Destrezas y habilidades que se aprenden en la calle, a través de la victimización furtiva.

Para remar el aburrimiento y llenar el tiempo muerto; para divertirse e imprimirle dosis de aventura a la vida cotidiana, para sentirse poderosos (enroque: el sujeto objetivado recobra al sujeto/libertad), para todo eso, la violencia es un transmisor.

Acá me gustaría volver sobre los aportes que hace Jack Katz en su libro Los encantos del delito, que acaba de ser traducido y publicado por la editorial de la Universidad Nacional de Quilmes. Las intrusiones a los domicilios, los arrebatos repentinos y actos de vandalismo callejeros, dijo Katz, suelen seguir la estructura de un juego. Un juego eróticamente evocador. Sus protagonistas no persiguen ningún fin que se desplace en el tiempo: la satisfacción es casi instantánea. Estas transgresiones despiertan picos emocionales. Salirse con la suya, estallar de euforia y suspirar de alivio, convierten las transgresiones en experiencias excitantes. Estos delitos son una forma de emoción, seducen, porque divierten, porque permiten mostrarse duros. No todo es razón, hay una compulsión irracional, existen emociones profundas que son catalizadas con violencias puestas en juego en aquellas transgresiones. No siempre hay un objetivo utilitario, a veces los eventos son eminentemente mágicos. Sentirse fascinados por objetos encantados, demostrar el coraje ganado en otras andanzas convierten las transgresiones en un impulso abrumador, en prácticas maravillosas, exquisitas, atractivas.

Pero conviene no exagerar, porque como también señaló Katz, “las consecuencias de las emociones furtivas no suelen ser el lanzamiento hacia carreras criminales o la definición del yo furtivo”. Por el contrario, lo que se busca son nuevas posibilidades ampliadas del yo a través de formas que antes parecían inaccesibles.

 

La violencia cognitiva: vivir peligrosamente

Y finalmente, la violencia tiene un costado cognitivo que tampoco deberíamos subestimar, sobre todo cuando estamos hablando de jóvenes adolescentes y adulescentes, esto es, aquellos jóvenes que tienen entre 25 y 30 años y están obligados a transitar una moratoria laboral que se extiende, muchas veces, a pesar suyo.

Estamos en terreno spinoziano, por eso la pregunta que se impone es la siguiente: ¿Qué puede un cuerpo? Una pregunta que el cineasta Cesar González convirtió en leit-motiv de su segunda película, porque es una pregunta que los jóvenes de los barrios plebeyos cargarán a la cuenta de la carne propia y su derrotero, una pregunta que averiguan a través de los grupos de los que forman parte. Para decirlo con otras preguntas: ¿Hasta dónde puedo ir con mi cuerpo? ¿De qué potencias está hecho? ¿Cuáles son los umbrales de tolerancia que la sociedad está dispuesta a aceptar?

Durante mucho tiempo los jóvenes contaban con instituciones que abrían campos de experiencias para que estos averiguasen lo que podían con el cuerpo. Se trataba de campos de experiencias que estaban en el radar de las generaciones adultas que acompañaban a los jóvenes. Espacios pautados con rituales de paso que organizaban el diálogo entre las diferentes generaciones. Vaya por caso las escuelas, clubes o sociedades de fomento, que proponían diferentes experiencias para que estos jóvenes desarrollaran destrezas y habilidades, conocieran sus emociones y aprendieran a lidiar con ellas. Los jóvenes no estaban solos sino acompañados por los adultos. Los jóvenes no quedaban en otro planeta, estaban muy cerca de los adultos.

Por ejemplo, cada equipo de fútbol tenía su comisión de padres que organizaba rifas, sorteos, fiestas o kermeses para comprar las camisetas y cubrir los costos que demandaba alquilar el colectivo que llevara al equipo de sus hijos por los distintos barrios o ciudades en los interclubes de la próxima temporada. Todavía la competición no se había colado en los deportes, el honor del barrio donde estaba el club pesaba más que la destreza individual de los jugadores. El futbol era un deporte colectivo y el mundo de las apuestas no formaba parte del entorno de los adultos.

Hoy todo esto se fue desfondando junto al resto de las tramas comunitarias. Los clubes se han ido fundiendo o no invierten en las actividades de los más jóvenes, mucho menos suelen estar atentos a otras prácticas juveniles que se ganan su devoción. Por un lado, los clubes se quedaron sin presupuesto, sin ideas, sin ganas, y los padres, cada vez más cansados, están cada vez más lejos de sus hijos, ya no acompañan como antes; por el otro, los deportes fueron transformándose a medida que el mercado se fue colando en la vida cotidiana: el futbol dejó de ser un divertimento para transformarse en una competición, un negocio. Tal vez algunos empezaron a referenciarlo como una estrategia de supervivencia, la oportunidad de salvar a toda la parentela; para otros, el futbol, al igual que la quiniela, el bingo, las carreras de caballos o galgos, forma parte de la economía del juego. No vamos a decir que son maneras de salvarse, pero los apostadores invierten mucho dinero para divertirse y de paso hacer una diferencia que no pueden obtener trabajando.

Lo que estoy sugiriendo es que a medida que estos espacios perdieron su capacidad instituyente, los jóvenes fueron abriendo y desplegando otros campos de experiencias, lejos del mundo de los adultos, organizados con otros rituales y criterios, otras vitalidades. Estamos pensando en la joda, pero también en los intercambios mágicos que tienen lugar en las esquinas, en la manera de surfear la ciudad a toda velocidad, en el enredo problemático con las drogas, las peleas, el delito y sus violencias.

El delito, y sus violencias, abren un campo de experiencias para los jóvenes. El delito se presenta como una experiencia vitalmente productiva en el sentido que permite a sus protagonistas conocer su cuerpo, saber de la potencia con que está hecho el cuerpo. El delito es vivido como la oportunidad de experimentar el peligro en primera persona, no solo el miedo propio o ajeno, también darse un buen chute de adrenalina, de meterle un poco de vértigo al tiempo muerto con el que se miden cotidianamente. El delito permite desarrollar destrezas y habilidades, a través de las cuales van experimentando las energías y sentimientos de los que está hecho un cuerpo, de devolverle un status dionisíaco que habilita otras energías. El delito, además, en tanto forma de transgredir los límites, es una manera de conocer los umbrales de tolerancia, ir más allá de lo que puede socialmente un cuerpo.

Es acá cuando la violencia hace su entrada. La violencia como pedagogía en un mundo desencantado. La puesta en juego de las violencias, emotivas y expresivas, permite, por añadidura, conocer lo que puede un cuerpo, hasta dónde se puede ir. Vivir peligrosamente no solo es una manera de publicidad y auto-promoción, sino la manera de averiguar de qué potencias está hecha esta vida que se les escapa todos los días un poco.

 

El lado oculto de la violencia

Todas estas violencias se encuentran entramadas. Nunca sabremos dónde termina la violencia expresiva y comienza la emotiva, pero sospechamos que las violencias han ido mutando. Sabemos también que las violencias no caen del cielo, tienen una historia previa hecha de pobreza, desigualdades sociales e individuales acumuladas; desorganización y fragmentación social, estigmatización vecinal, policiamiento intensivo y encarcelamiento masivo. No digo que la violencia sea la partera de la historia, pero, en muchos casos, son experiencias que marcan los cuerpos, las biografías individuales, las trayectorias colectivas y las rutinas del barrio. Hablamos de violencias estructurales y estructurantes, pero también de la capacidad de agencia que tienen los actores a la hora de elegir la violencia para vincularse con los otros.

La violencia tiene un lado B que no siempre nos animamos a mirar de cerca. Preferimos la distancia y la indignación. Mientras tanto van quedando muchas preguntas pendientes. ¿Cómo desactivar estas violencias? ¿Qué otros insumos morales podemos proponer en su lugar para que los jóvenes construyan sus relaciones de reconocimiento? ¿Qué campos de experiencias alternativos pueden proponerse a los jóvenes para que puedan averiguar de qué está hecho el cuerpo? No son cuestiones sencillas de responder, pero sabemos –y las dos últimas décadas lo atestiguan– que los linchamientos vecinales y el encarcelamiento masivo no tienen la capacidad de detener la violencia, al contrario, lejos de traer concordia le están agregando más violencia a la violencia.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención y Desarmar al pibe chorro.

 

 

 

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