Atraída a estas tierras como los conquistadores europeos en el siglo XVI (por los tesoros a llevarse por apenas unas escasas cuentas de vidrio), a mediados de la década pasada desembarcó a modo cabecera de playa en Buenos Aires la primera aplicación multinacional proveedora de servicios de movilidad: Uber. Para ello aprovechó la displicencia regulatoria del gobierno local de Mauricio Macri, mientras este ya se perfilaba como posible futuro Presidente, después de que la multinacional retrasara su desembarco en la Argentina por el cepo al dólar y la inquietud de no poder girar sus ganancias al exterior. La asunción de Macri al gobierno nacional les dio esperanzas, que enseguida fueron concretadas.
A diferencia de aquellos conquistadores, que se animaron a puro coraje atraídos por la avidez de un rápido lucro, Uber se valió de la información (acerca de quién y cómo era Macri) y de una novedosa tecnología informática (la aplicación desarrollada e implementada pocos años antes en otros países) para hacer su entrada sudamericana. Por eso, antes que nada, buscó gestar lazos con el poder político local (cosa que logró sin mayores dificultades) para conseguir inmunidad en un desembarco que atentó contra instituciones bien establecidas.
Con esa ayuda, una vez más –ahora en pleno siglo XXI– los conquistadores se salieron con lo suya consiguiendo convencer a muchas personas que adoptaron el servicio de la aplicación por el mezquino interés individual de un precio más reducido que el de los taxis. Bajo el lema de libertad de elección, Uber entró a operar en el país sin que el público sopesara la falta de elementos importantes para un viaje en auto con chofer –como seguros para pasajeros transportados, conocimiento acabado de la ciudad y experiencia profesional en el rubro–, mientras se apoyaba en la vista gorda y los favores de gobiernos amantes de la “libertad más absoluta”, sobre todo cuando todavía no son gobierno.
Con el objetivo de desembarcar en la Argentina a cualquier costo, la empresa comenzó en 2016 a aplicar su particular manual de operaciones, definido incluso por sus propios empleados como un estilo de “startup guerrilla”, que queda en evidencia en la filtración de documentos denominada The Uber Files (los Archivos de Uber), obtenidos por The Guardian y compartidos con el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ).
Travis Kalanick, el primer CEO de Uber, sostenía en comunicaciones privadas recientemente reveladas por The Uber Files que “la violencia es garantía de éxito”. Esto decía hacia adentro de la empresa mientras en las calles porteñas los taxistas hacían continuas manifestaciones provocadoras de caos de tránsito para expresar su oposición a la competencia desleal de la aplicación, al tiempo que manifestaban indignación contra las autoridades de la ciudad haciendo la vista gorda ante la ilegalidad en el debut de la multinacional.
Uber decidió como estrategia de desembarco ir totalmente al choque, sabiendo que contaba con buenas probabilidades de éxito dada la simpatía –al menos ideológica– del gobierno porteño. Tanto es así que poco antes del lanzamiento de la aplicación en la Argentina y en medio de las negociaciones con el gobierno de la Ciudad, en mayo de 2016, la plana mayor de Uber se dio cita en una cena de Cippec (Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento) y el CARI (Consejo Argentina para las Relaciones Internacionales), y con Macri presente anunciaron el desembarco a pesar de que no cumplían con la reglamentación porteña para autos con chofer. A todo esto, los funcionarios de la Ciudad se enteraron allí del comienzo de la operatoria.
Al respecto, cabe señalar que en varios países (Corea del Sud, Dinamarca, Hungría) y muchísimas ciudades del mundo las autoridades decidieron no permitir la operatoria de la trasnacional principalmente por sus perniciosas consecuencias sociales y fiscales, como ser vulnerar derechos adquiridos por los taxistas, carecer de los elementos requeridos para el servicio de transporte de pasajeros con chofer, negar que los choferes trabajaran para la aplicación (con el propósito de evitar una relación laboral de dependencia), no facturar los servicios (para no pagar impuestos) y remitir todas las utilidades al exterior. Eso no ha sucedido en Buenos Aires ni en la Argentina, donde en más de una decena de otras ciudades del país Uber y aplicaciones semejantes están funcionando exitosamente. Me pregunto si tamaña permisividad pública y privada ante el avance furibundo de un servicio en un sector tan arraigado como el de autos con taxímetro, ¿no será un síntoma de cambios significativos en la idiosincrasia argentina contemporánea?
De golpe y porrazo, en la ciudad de Buenos Aires la multinacional acabó arrasando a los conductores de taxi, que con los años se habían erigido como típicos personajes porteños, conocedores no sólo de los rincones de la metrópolis sino de muchos secretos de la ciudad que no están a la vista; esos para los cuales hace falta años de calle.
En cambio, los conductores de autos de alquiler con chofer mediante aplicaciones (Uber y demás) apenas si conocen la ciudad a través de la pantalla del sistema GPS; y si este en algún momento les deja de funcionar, el pasajero puede quedar varado en cualquier lado, cual velero con calma chicha.
La derrota de los taxistas, a pesar de todo lo que hicieron para denunciar el accionar ilegal y lesivo de Uber, fue tan apabullante que el gremio se redujo de 30.000 licencias de taxis activas a unas 10.000 o menos en la actualidad. Y los que aún siguen trabajando como taxistas vieron disminuir tanto su trabajo que actualmente tratan de complementar sus ingresos mediante la aplicación, tomando algunos viajes lucrativos en momentos pico de demanda.
Desde entonces, no sólo los turistas perdieron referentes clave para una estadía idiosincrática en la ciudad, que les permitía mamar Buenos Aires y sus originalidades –como ser algún bodegón medio escondido donde comer muy bien, o conocer a un fileteador porteño, más allá de los aspectos artísticos y artesanales característicos de su trabajo–, sino que los taxistas se quedaron sin demanda, sus ingresos se redujeron dramáticamente y, en consecuencia, perdieron un activo importante de su trabajo: la licencia municipal del taxi que hasta hace pocos años valía más de U$S 10.000 y actualmente no vale ni un peso.
Los taxis porteños no sólo eran un medio de transporte; también representaban un símbolo cultural. Han sido inmortalizados en tangos, películas y literatura, representando la esencia del porteño (¿del siglo XX?) y su vida diaria. Los taxis y sus conductores, con sus historias y anécdotas, eran una parte integral de la rica cultura de Buenos Aires. De ahí que Rolando Rivas taxista fuera una famosísima telenovela con identidad porteña bien marcada acerca de un obrero de la calle, un laburante, que al comienzo de los años ‘70 salía a ganarse el mango con el taxi.
Así como es necesario saber que existe una cara oculta de la luna, hay que señalar que no todos los taxistas eran personas intachables y por ello el gremio se vio afectado cuando algunos colegas se aprovechaban mediante oscuras maniobras de pasajeros incautos (especialmente turistas) cobrándoles por demás. Esto les generó mala fama, que a la hora de la llegada de Uber promocionando precios bajos hizo que la población local la apoyara casi masivamente, a manera de desquite o revancha de aquellas avivadas, logrando además que ese apoyo popular ejerciera presión sobre los gobiernos y estos se vieran empujados a modificar las regulaciones a favor de Uber. Las principales ventajas obtenidas por la firma de parte del gobierno local para una operatoria exitosa fueron una mayor antigüedad permitida a los autos de la aplicación y que no tuvieran que pagar la licencia como auto de alquiler. De ese modo la competitividad de Uber quedó garantizada y, al notar la amplia diferencia de precio por un mismo viaje, el público se volcó masivamente a la aplicación, casi tanto como los taxistas, ya que el servicio dado por su intermedio les requería muchas menos exigencias.
La discusión sobre la legalidad o ilegalidad de Uber se centró en la carencia de controles, regulaciones y licencias de los conductores y vehículos, a los que sí están sometidos los remises y taxis que prestan el mismo servicio. Por su parte, el Estado le reclamó a la empresa por la evasión de cargas patronales y el trabajo no registrado de los conductores, a los que se niega a incorporar como trabajadores en relación de dependencia. Luego de un tiempo, el Estado nacional le reclamó también que no tributaran impositivamente en el país.
En un primer momento, el gobierno porteño debió contener a viejos aliados: los sindicatos de taxis. Al respecto, queda como interrogante el rol que han desempeñado los sindicatos de trabajadores taxistas ante el desembarco de Uber, especialmente el que dirigía un líder sindical de otrora gran protagonismo en la cúpula de la CGT; visto a casi una década de la llegada de la multinacional, pareciera que las estructuras sindicales tradicionales resultan incapaces de enfrentar por sí mismas poderes económicos tan sólidos y ágiles como las multinacionales tecnológicas contemporáneas.
Uber fue la punta de lanza de las aplicaciones en el país, ya que en menos de una década otras multinacionales tecnológicas de servicios por aplicaciones (Rappi, Pídalo, Didi, Cabify) fueron penetrando rápidamente en el mercado argentino al punto que actualmente “dan trabajo” a un significativo porcentaje de la “mano de obra ocupada del país”.
Al revisar la historia nacional, se observa que la resistencia de los pueblos a los invasores del actual territorio argentino se ha expresado desde temprano, organizadamente en forma de malones, luego espontáneamente durante las invasiones inglesas, también contra los británicos en Malvinas 1982 aun bajo órdenes de una dictadura.
En una sociedad con la tradición de luchas por la libertad y la dignidad del pueblo como la argentina, con su historia más reciente de mayorías o minorías movilizadas, con su cultura de derechos adquiridos, con su ejemplaridad mundial en la sanción a los genocidas, con las actuales manifestaciones masivas por la educación pública, libre y gratuita, con las marchas de todos los miércoles de jubilados por sus derechos, a las que suelen sumarse grupos masivos de diverso origen/identidad, me parece que en cualquier momento podría ocurrir una reacción popular contra tantos derechos laborales actualmente bastardeados, tanta historia y cultura avasalladas de tantos compatriotas deseosos de trabajar y vivir dignamente.
Con la inmensa creatividad e ingenio demostrados en una diversidad de situaciones y escenarios del país, quiero imaginar que la reacción al individualismo absoluto en algún momento no demasiado lejano podría aflorar –como puede verse en El Eternauta en medio de una situación desesperante– afirmando (aquí y ahora) “nadie se salva solo”, como invocación a aliarnos entre todos los afectados en pos del bien común. Si así fuera, el pueblo unido resultaría invencible con lo que tenga a mano – aunque más no sea aceite caliente como munición defensiva.
A veces, lo que parece muy lejano puede estar a la vuelta de la esquina. Sólo se trata de estar bien despiertos y atentos, con la certeza de que siempre que llovió, paró.
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