Salir del bosque

Daniel Santucho Navajas: la búsqueda de la identidad en primera persona

Los hermanos Miguel y Daniel Santucho con la foto de su mamá, Cristina Navajas. Foto: La Retaguardia.

 

Es el invierno de 2023 y Daniel Enrique González toca el timbre del edificio de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI). El día anterior un hombre lo buscó por su casa, en Burzaco. Se había presentado ante sus vecinos como un empleado del Ministerio de Justicia. Lo encontró, luego de un revuelo barrial que hasta hizo que alguien llamara a un patrullero, en el supermercado mayorista donde Daniel trabajaba. Cuando se pusieron cara a cara, le dijo su nombre: Manuel Gonçalves Granada. “Vengo a darte noticias por el trámite que empezaste hace un tiempo”, le dijo. Impávido, Daniel respondió que era el cumple de su hija y le tenía que llevar la torta. Poco después, en las oficinas de la CONADI, Claudia Carlotto le comentó: “A vos también te estuvieron buscando”. Al mismo tiempo que se enteró de que el nombre de su madre era Cristina Silvia Navajas y el de su padre Julio César de Jesús Santucho, Daniel Enrique González, según sus propias palabras, dejó de existir. Desde ese día, su nombre será Daniel Santucho Navajas.

Así comienza el libro Nieto 133. Mi camino hacia la verdad (Planeta), escrito por el mismo Daniel Santucho Navajas, un camino sinuoso y no exento de grandes obstáculos, la lucha principalmente contra su entorno para descubrir que sus supuestos padres eran, en verdad, sus apropiadores. Lo primero que supo fue que los Santucho lo buscaron durante más de cuarenta años, con algunos indicios y muy pocas certezas. “Quería conocerlo todo, me invadía una ansiedad de saber”, dice Daniel, reconstruyendo paso a paso sus sensaciones y pensamientos, su dimensión emocional que se abrió surco en un largo túnel de oscuridad: no es la primera vez que un nieto restituido lo expone públicamente, pero en cada caso se da un proceso singular y único.

Allí dio cuenta de que su tía, Manuela Santucho y su madre Cristina Navajas, casada con Julio Santucho, su padre, integraban el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). El 13 de julio de 1976 un grupo armado secuestró de la empresa en la que trabajaba a Carlos Santucho, otro de los hermanos de Manuela, y se lo llevó al centro clandestino Automotores Orletti. Por la noche, un grupo secuestró a las dos mujeres y a su amiga Alicia Raquel D'Ambra, y las confinó en el mismo centro clandestino de detención. Antes de llevárselas del lugar, le permitieron a Cristina dejar a sus dos hijos y al de Manuela al cuidado de una vecina, con la expresa indicación de que se comunicara con la madre de Cristina para que los retirase.

El peso de la tortura cayó sobre la familia. Un grupo de represores argentinos que operaban en Orletti ubicaron un tanque en la planta baja, debajo de un gancho que colgaba del techo, y lo llenaron con agua. “Debido a su pertenencia a la familia Santucho, fueron objeto de un particular ensañamiento por parte de quienes los tenían cautivos”, se ventiló en el juicio de lesa humanidad que los tuvo como víctimas. Allí se describió que Carlos murió luego de que lo sumergieran en un tanque con agua al que lo bajaban desde el gancho y ante la mirada de sus familiares. “Lo sumergieron una y otra vez hasta causarle la muerte”, indicó el fiscal Pablo Ouviña. El cuerpo fue hallado al día siguiente en la vía pública, en el partido de Morón.

Manuela y Cristina, que estaba embarazada de dos meses de Daniel, fueron sometidas a descargas eléctricas mientras se les aplicaba también “la colgada”. Habían sido sometidas al menos a un simulacro de fusilamiento, además de haber tenido que presenciar el asesinato de Carlos. “Manuela fue obligada por sus captores a leer, en voz alta, una crónica relativa a la muerte de su hermano Mario Roberto Santucho”, narró el fiscal. Al día siguiente de la aparición del cuerpo de Carlos, las dos mujeres fueron retiradas de Orletti. Fueron vistas por última vez en el Pozo de Banfield, en el contexto de un traslado masivo de prisioneros el 25 de abril de 1977. Ambas permanecen desaparecidas.

 

Cristina Navajas.

 

 

Con el transcurrir del tiempo luego de su restitución, Daniel Santucho Navajas se enteró de su abuela Nélida Gómez de Navajas: ella puso en marcha su búsqueda, con la certeza –incluso antes de los testimonios de quienes la vieron durante su secuestro– de que el embarazo incipiente de su mamá, su gestación, había llegado a término. Así conoció que su abuela se había convertido de profesora de danzas en una militante férrea por los derechos humanos, y que fue cofundadora de la Asociación Civil Abuelas de Plaza de Mayo. Luego, en el libro, se suceden diversos puntos de inflexión: el primer llamado con su hermano, Miguel “Tano” Santucho, que estaba en Roma visitando a sus otros dos hermanos, Camilo y Florencia. A la vez que Julio, su padre, sobreviviente de una familia diezmada por la represión –entre detenidos, asesinados y exiliados, los Santucho suman casi una veintena, diez de ellos aún desaparecidos y un niño o niña aún buscado–, estaba en Tucumán presentando un libro. Al reunir las piezas del rompecabezas, la primera videollamada entre todos fue visceral, conmovedora.

 

 

Daniel con su papá, Julio Santucho.

 

 

Luego, en su relato, Daniel cuenta sobre las dudas que lo persiguieron durante años “en un bosque cerrado”; su infancia velada y algo traumática –“el tiempo que no pasaba en el jardín, lo pasaba dentro de casa en compañía de Elvira, la mujer a quien toda una vida llamé mamá”–; su decisión de ir a Abuelas, motorizada por María, quien entonces era su compañera. El acecho, entonces, de las preguntas ante el espejo de sus dos hijas: “¿Cómo podía permitir que ellas heredaran un apellido que no les correspondía, el apellido de un presunto apropiador, de un cómplice de la dictadura cívico-militar que se negó a contarme quiénes eran mis padres legítimos? ¿Cómo les contaría a mis hijas quién era su padre cuando ni siquiera yo lo sabía? ¿Era posible tener un vínculo sano con mis hijas si perpetuaba, a fuerza de repetición, las mentiras que me habían sido dichas desde muy chico?”

Su apropiador, un retirado de la Bonaerense llamado Estanislao González, murió en septiembre de 2023 poco tiempo después de haber sido procesado por la justicia: “la muerte fue justa con esta historia, se lo llevó solo después de que González supiera que su mentira había fracasado, que yo ya no le pertenecía, que no era más una persona de su propiedad”. “Esperaba que se lo juzgara y se lo condenara”, lamentó luego Daniel en una entrevista. Supo que a principios de 1977 fue apropiado por el policía bonaerense y anotado como propio.

Daniel tuvo una larga búsqueda, desde sus veinte años, hasta que finalmente se acercó a Abuelas de Plaza de Mayo y luego a la CONADI. Todo se disparó unos meses después de que falleciera la persona que creía como su madre, cuando una hermana de crianza –que era 20 años más grande– se le acercó y le planteó dudas sobre su identidad. La vida siguió, tuvo a sus hijas. Cada vez que veía que se recuperaba un nieto, sentía un cosquilleo, pero lo frenaba creer que traicionaba a su padre y por culpa no avanzaba en la búsqueda. Hasta que un día les contó a sus hijas que su padre no era su padre. Con su apoyo, para salir de las sombras de la mentira, se animó a ir a Abuelas.

El último capítulo reflexiona sobre la vida después de aquel 28 de julio de 2023, el día de su restitución. De conocer que el apellido Santucho no era uno más, el enterarse que Mario “Roby” Santucho, el hermano de su padre, había sido el responsable de que el apellido familiar se convirtiera en protagonista de la política nacional. En una familia de diez hermanos, donde la mayoría se involucró en distintas alternativas militantes, Roby fue un imán que atrajo a muchos miembros a la política. Y mientras Daniel viaja al pasado con sus interrogantes a cuestas, deja su trabajo de veinte años en el supermercado mayorista, se pone a escribir, es protagonista del documental Identidad robada y visita el Pozo de Banfield, allí donde su madre fue vista por última vez y donde él nació mientras ella estaba secuestrada. “Acompañado por mi hermano Miguel, con su dedicación de más de dos décadas militando por la búsqueda de los nietos de los desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar, nos empeñamos sin descanso en subrayar la importancia de mantener viva la memoria de nuestros padres, los que se atrevieron a crecer y luchar por sus ideas. Hoy, más que nunca, es necesario no olvidar”, escribe en el final de Nieto 133, dando cuenta de una mutación vertiginosa que, sin embargo, ya bullía largamente en su interior.

 

 

 

 

 

 

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