Sí, sí señores, yo soy de Racing

Un trapo que durante años flameó en el estadio: Racing, una pasión inexplicable.

 

Ser hincha es parte de mi modo de ser persona, al punto que, un poco en broma y bastante en serio, una de mis tarjetas personales ostentaba el nombre y el apellido y agregaba: Hincha de Racing, periodista y escritor, en ese orden. Y como nadie podrá quitarme de la cabeza que el orden correspondiente era el correcto, también adopté la enumeración en la solapa de mis libros recientes. Tal vez por eso en estos días recibí un montón de felicitaciones, como si hubiera sido mi cumpleaños. Entendí los abrazos: después de todo también yo había transpirado la camiseta.

Respondí a cada saludo (incluidos los de tres hinchas de los vecinos rojos) explicando que a partir del domingo a eso de las ocho de la noche una sonrisa beatífica iluminaba mi cara y que esperaba que el rictus no desapareciera hasta después de los festejos. A varios les salí con argumentos racionales: que este era el cuarto campeonato que Racing ganaba desde aquél inolvidable 1966. Treinta y cinco años después llegaría el trofeo del 2001, luego el del 2014 y ahora, el nuevo. Pero lo que no les dije es que, desde siempre, Racing y sus resultados tenían la notable capacidad de alegrarme o de arruinarme una parte del fin de semana. O que de tanto hacer los cuernitos durante los partidos tengo pinzados para siempre los dedos anular y meñique de la mano izquierda.

Me hice de Racing por mi papá. En mi imaginario afectivo, Racing es mi papá y yo, tomado de su mano, un domingo cualquiera camino al estadio Presidente Perón por alguna calle de Avellaneda. Racing es don Simón, pero también son mis tíos y mis primos, todos racinguistas, a los que durante casi veinte años saludé en la cancha, como si fuera un encuentro familiar. Recuerdo la siguiente situación. Tenía siete años y convalecía de una extracción de amígdalas, cirugía inútil, pero en aquellos tiempos de moda en las familias de clase media. Debía pasar el fin de semana en reposo y con prohibición de hablar. Mi viejo había ido solo a la cancha y yo quedé en cama escuchando el partido por radio. Jugaban Racing y Boca y a los 44 minutos del segundo tiempo el jugador Ferraro marcó el gol de la victoria boquense. Como no podía hablar, me puse a llorar. Fue la primera vez, pero no la última, que un resultado adverso me hizo saltar un lagrimón.

¿Cómo no llorar si la nómina de halagos fue reducidísima y, en cambio, la lista de oprobios, decisiones disparatadas e infortunios deportivos casi consiguieron desflecar el orgullo del club? Recuerdo que durante muchas temporadas la hinchada (la N.º 1) tuvo que conformarse con aclamar las derrotas. Pasamos del Ganamos, perdemos, a Racing lo queremos al Perdemos, siempre perdemos. Aunque nada comparable a la formidable sequía de 35 años sin mojar, entre 1966 y 2001: más de 2500 partidos de más de 60 competencias oficiales, más de 7.000 jugadores dirigidos por más de 70 técnicos que, así como llegaron se tuvieron que ir. Pero eso quería decir que, en los peores momentos, ser de Racing era una manera de sentirnos distintos. Lo explica bien un trapo que durante años flameó en el estadio: Racing una pasión inexplicable.

Después pasó la vida, con sus dictámenes tan arbitrarios como inapelables. Viví afuera siete años y pico y una vez al mes recibía, de parte de mi papá, una encomienda valiosa. En aquel manojo de revistas que llegaban de la Argentina nunca faltaba La Racing. El equipo andaba de mal en peor y sus dirigencias no le iban en zaga. Cada domingo, con otros dos amigos igualmente fanas, en una época en que Internet ni siquiera era un sueño, calculábamos la diferencia horaria y recorríamos el espinel de las agencias internacionales de noticias preguntando por el resultado de la fecha, casi siempre adverso. Al regresar al país nos tocó bancar el descenso, de donde regresamos a los dos años, luego de cuatro campeonatos patéticos y únicamente por haber ganado de chiripa una liguilla. En esos años muchas veces le tuve que explicar a mis hijas que la solución que, amorosamente me proponían —dejar de ser de Racing y cambiarme de equipo— era imposible. Les hacía entender que sería tan lesivo para mi identidad como cambiarme el apellido. Fui a la cancha y dejé de ir. Padecí toda clase de chicanas y de cargadas, pero no hubo caso: seguí leal a la camiseta. Durante años me transformé en un hincha televisivo, hasta que estos depredadores me quitaron Futbol para todos. Volví hace unos años con mis amigos Gustavo, Diego y su hija Malena, que sabe todas las canciones de cancha que yo no sé. Cuando después de subir las escaleras me sorprendí viendo el verde césped, iluminado, lo primero que me pasó por la cabeza fue: Pero, pedazo de gil, ¿por qué te perdiste esto que te gusta mucho durante tanto tiempo?

En la cancha, una de las cosas que más me asombran es ver a muchos chicos, de 8, 9, 10 años con camiseta del club. Suelo consultarle al papá o a la mamá si ellos sufren cuando Racing pierde. Seguro que me lo estoy preguntando a mi mismo, o sea que ya sé la respuesta, porque todavía sufro cuando Racing pierde y me alegro cuando gana medio a cero y jugando pésimo. El partido con Tigre lo vi en la casa de un amigo. Entre los presentes, solo su papá y yo elevábamos el promedio de edad. No me da pudor contar que, mimetizados con esa bravísima barra juvenil, convertimos al living de ese cuarto piso a la calle en Villa Crespo en un escalón del Cilindro. Saltamos, gritamos hasta perder la voz, nos abrazamos, aunque yo seguí sin saber las canciones que los pibes entonaban con autoridad.

Después de la vuelta olímpica y de los festejos, todo volverá a la normalidad, situación impropia de este país anormal que ahora, vía redes sociales, nos asegura que cada vez que Racing sale campeón hay o se avecina una crisis terminal. Una superstición basada en que el 27 de diciembre del 2001, mientras el país ardía y trataba de dejar atrás una semana verdaderamente trágica, Racing primereó. O tal vez en que, en el 66,  el derrocamiento de Arturo Illia coincidió con un campeonato en que Racing salió primero y superó invicto 39 fechas. No creo demasiado en esas equivalencias entre éxitos (o fracasos) futboleros y sus inevitables consecuencias políticas. Tal vez porque prefiera seguir pensando que mi pertenencia al club de mis amores tiene motivaciones más sencillas y sensibles: identificaciones nobles, historias compartidas, ramillete de afectos elegidos. Prefiero imaginar que todavía soy ese nene que admiraba a su papá joven, fuerte, protector, cuando la Argentina no nos había quitado la pelota o, peor aún, no nos había sacado tarjeta roja.

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí