Similares del mundo, uníos

De la ley del closet a las anchas avenidas de los gay friendly, en la primera novela de Nicolás Artusi

 

Cuando no existían celulares y mucho menos plataformas de citas y en tiempos en que –como los llama el autor– “los chicos de la banda” necesitaban ampliar sus contactos personales, lo que quedaba era apelar al correo de algunas revistas que admitían breves avisos (para nada parroquiales), que intercambiaban características e informaciones y que siempre terminaban con la fórmula que invitaba al reconocimiento. Carta va, carta viene, el procedimiento se completaba cuando, para profundizar el secreto, el interesado rentaba una casilla postal en alguna sucursal de correo, donde recibía cartas con respuestas y propuestas. La primera novela del periodista Nicolás Artusi cuenta la historia de Gastón, que era algo más que un adolescente cuando, por la calle, empezó a animarse a mirar a muchachos u hombres de maneras intencionadas y publicó el siguiente aviso: “Joven de 18 años, fanático del cine, de ir a bailar y salir a correr: busco similar”. Este formato tenía la botella que Gastón lanzó al mar con el claro propósito de no quedarse en una isla desierta. En la ficción surge, se instala y se impone también la figura de Javier, un chico medio incalificable en el más literal sentido del término, quien de secuaz de correrías se convierte en presencia permanente e influyente.

Aunque también despide fragancias ochentosas, con tufos dolorosos como la llegada del HIV, el relato de Busco similar (Seix Barral) campea en calles, esquinas y boliches de la década del ‘90, pleno menemismo. Es interesante volver a esos años justamente cuando hay un poder político que repite, casi al pie de la letra, procedimientos económicos y sociales de hace 35 años. El libro de Artusi lo deja en evidencia, pero propicia confirmar el muy saludable cambio de época, mal que les siga pesando a esos que desde siempre rechazaron a la homosexualidad y ahora aborrecen de la gaycidad. Lo cierto es que desde la condición gay casi todos los closets dejan ver ahora que en su interior ya no quedan rastros. La exposición es libre y los similares de entonces, ahora también llamados igualitarios, caminan las calles sin temor al edicto 2 “H” y pueden hacerlo con orgullo.

Hasta entonces sobre quienes pesaba la aprisionante ley del closet, digamos, señores casados y con hijos, personas con severos compromisos familiares, empresarios o artistas cuando eran sorprendidos in fraganti con sus amantes jóvenes (o proyecto de tales) apelaban al recurso de presentarlos como sus “sobrinos”. A propósito, Artusi recupera una anécdota graciosa del escritor Manuel Mujica Láinez. En plena calle Florida, el escritor se cruzó en una ocasión con un periodista de firma conocida en un diario de primera línea. Acompañado por un muchachito, de ese modo lo presentó al autor de El laberinto. De lengua impertinente y veloz, Mujica le respondió: “Sí, lo conozco. El joven fue también sobrino mío el año pasado”. Eran otras épocas. Hoy, salvo el destino de los dólares no declarados, no hace falta enmascarar nada. Aquellos eran los tiempos en que los principales medios ni siquiera se le animaban a la palabra homosexualidad y con frecuencia se referían a esa condición con un título de rancio eufemismo que se repitió hasta el cansancio: “El amor que no osa decir su nombre”. No está de más recordar que el Museo del Libro y de la Lengua expone todavía una muestra basada en materiales fotográficos y escritos provenientes del diario Crónica llamada Amorales, que todavía puede verse en la sede de Las Heras 2555. Con esa expresión estigmatizante (y otras como suavecitos, raritos, desviados) se hablaba de la homosexualidad en los medios en los ‘60 y ‘70.

 

Artusi es periodista hace más de 30 años. Foto: @sommelierdecafe.

 

La novela ilumina la larga ruta que al principio tuvo recovecos de incomprensión hasta las anchas avenidas de lo gay friendly de hoy. Artusi arma, y cuando lo necesita desarma, un formidable rompecabezas, de esos que tienen centenares de piezas. El dibujo resultante es un gran collage de época por el que desfilan costumbres, secretos, tendencias, deseos, represiones (las propias de las personas y las de la policía, siempre dispuesta a perseguir el escándalo callejero), espacios muchas veces vedados pero a los que finalmente se accedía y una terminología específica (discotecas, teteras –así identificaban a baños de bares y/o estaciones de subte o de trenes–, chongos). Algo muy llamativo de la novela es que el autor les pone nombre a consagrados territorios gay (la avenida Santa Fe entre Pueyrredón y Callao a partir de determinada hora, disquerías, la confitería El Olmo, uno de los primeros shoppings, El Solar de la Abadía) y no elude la mención de personajes conocidos. En la decisión de conferirle estructura a la novela Artusi acerca con frecuencia el recurso de la crónica. Esa intervención le suma más a lo literario de lo que le resta. Y no debe extrañar porque Artusi es un experimentado periodista desde hace más de 30 años, participó de redacciones importantes y aún sigue en actividad.

El corazón de la novela es la historia de una amistad profunda, con claroscuros e interrupciones, con admiración y traiciones, entre Gastón (tal vez el otro yo de Artusi) y Javier, un pibe de edad indefinida, oscuro no sólo porque casi todo su vestuario es de color negro, excéntrico, capaz de presentarse con un “hola, soy Hugo del Carril, encantado”, devoto del cine argentino de los años ‘40 y ‘50 y cholulo tiempo completo. Pero al que también los artistas le rendían pleitesía como si lo conocieran de toda la vida o legitimaran su influencia, que a Gastón le resultó tan difícil de entender. A lo largo de la historia el personaje de Javier –fantasioso, rayano con lo mentiroso, buscador de poder– no deja de disputarle protagonismo a Gastón, que de alguna manera va resignando el suyo. El libro plantea un final abierto, por lo que no es descartable una continuación. Javier, al que Artusi asocia en un par de ocasiones con Mister Ripley, el inquietante clásico de Patricia Highsmith, justificaría una secuela. También la historia que, desde Gastón, concibió Artusi con astucia y sutileza, tiene mucho más para contar.

 

 

 

 

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