Sin futuro, no hay pecado

¿Jóvenes en conflicto con la ley penal?

Ilustración: Valentina Giménez.

 

En los últimos meses, en el marco de la discusión sobre la baja de la edad de imputabilidad, se han escuchado algunas fórmulas que tienden a poner las cosas donde no se encuentran. Uno de los lugares comunes utilizados por los operadores judiciales a la hora de encuadrar la conflictividad juvenil es el cliché “jóvenes en conflicto con la ley penal”. Una frase hecha que se repite sin pensar demasiado. Tal vez por comodidad expositiva, tal vez por pereza teórica. Como sea, se trata de un latiguillo que, a pesar de las buenas intenciones, continúa hostigando a los más jóvenes, toda vez que pone los problemas que se les imputan en la vereda de ellos. Son los jóvenes los que tienen un problema con el sistema penal y no al revés. En este artículo se pondrá en discusión este cliché.

 

Comprometidos con el delito y la ley

El investigador norteamericano David Matza, en su libro Delito y deriva, ¿cómo y por qué los jóvenes llegan a quebrantar la ley?, cuenta que los jóvenes que está comprometidos con el delito no son extraterrestres, habitantes de una subcultura criminal separada y separable del resto de la sociedad. No se trata de jóvenes que se mueven con otros códigos, sino que comparten los marcos culturales que tiene el resto de la sociedad. Los valores son los mismos. En todo caso los grupos juveniles son subculturales no por tener diferentes valores sino diferentes rituales, por tramitar los valores con prácticas enmarcadas en otros rituales.

Para Matza, los jóvenes pendulan entre la convención y el delito, jugando roles de a ratos. Oscilan, simultánea o sucesivamente, en ambas situaciones, respondiendo por turnos a las demandas. Coqueteando a veces con las expectativas convencionales y otras adecuándose a las del grupo.

En palabras de Matza: “La delincuencia es un estatus legal, no una persona que siempre viola las leyes. Un delincuente es un joven que, en términos relativos, justifica más esa apelación legal que otro que es menos delincuente que él o que no lo es en absoluto. Es un delincuente porque en líneas generales le calza el sayo, pero incluso así no debemos imaginar que lo lleva puesto la mayor parte del tiempo”.

Acaso por eso mismo, a la hora de elegir la deriva hacia el delito, pero también después, a la hora de justificar el delito frente a las autoridades judiciales, elaboran complejas justificaciones a través de las cuales neutralizan los imperativos legales y su responsabilidad, es decir, se liberan episódicamente de los condicionamientos morales. Si los jóvenes vivieran el delito con orgullo y se sintieran delincuentes 24x7 no sentirían remordimiento, y no los sorprenderíamos repitiendo esas justificaciones para convertir la irresponsabilidad en libertad.

Gabriel Kessler, en la Argentina, había llegado a una conclusión parecida en su Sociología del delito amateur. Para Kessler, los jóvenes comprometidos con el delito tampoco tienen un conflicto con la ley penal. Son jóvenes que saben que están haciendo algo que la ley prohíbe y persigue, saben perfectamente que están cometiendo un delito. La legalidad no ha desaparecido de la conciencia de estos jóvenes. Puede que la ley no tenga la capacidad de detener una transgresión, pero subsiste como marco de interpretación de la conducta propia en relación a la ajena. Es decir, ni siquiera cuando delinquen se apartan del resto de la sociedad.

 

La vox populi y la dura lex contra los jóvenes

Howard Becker, en el libro Outsider, intentó ir un poco más allá. Para este otro sociólogo norteamericano, las transgresiones son una consecuencia de la aplicación exitosa de la ley. Es decir, no hay primero una transgresión y luego la reacción del sistema penal, sino que es al revés: primero está el sistema penal que decide aplicar la ley contra determinadas personas referenciadas como problemáticas, hasta transformar sus acciones en una transgresión.

Para Becker la ley no se aplica automáticamente. Se necesita de los servicios que prestan los empresarios morales encargados de dar la voz de alerta sobre determinadas personas, y luego aparecen los operadores judiciales que deciden aplicar el reproche contenido en la ley.

Para Becker, tanto la aplicación de la ley como la vox populi son desiguales. No se pone el grito en el cielo siempre. Los ejercicios de indignación social son muy desiguales. Por ejemplo, no nos indignamos ante los choferes de taxi que no entregan el ticket después de cada viaje, ni con los dueños del café o el restaurante cuando no entregan una factura a los comensales; tampoco nos quejamos cuando el vecino tiene en negro a la persona que hace trabajos de parquización u otros servicios domésticos en su casa. Es cierto, son pequeños “robos” que no tienen un impacto en la integridad física de las personas. Al menos directamente, puesto que, si se mira bien, desde el momento que evaden al fisco contribuyen a desfinanciar las áreas de salud, de educación, contribuyendo a generar más problemas sobre aquellos grupos de personas que se encuentran en una situación desventajosa.

También la aplicación de la ley es muy desigual. La policía nunca se equivoca: siempre detiene a las mismas personas. En este país, un joven tiene más chance de ser detenido y cacheado en la vía pública que un adulto. Un joven varón que una mujer; un joven varón y morocho que un joven blanco; un joven varón y morocho que vive en un barrio plebeyo, a otro que vive en otro barrio residencial. Y cuando ese joven, además, tiene determinados estilos de vida y sigue determinadas pautas de consumo, es decir, anda con gorrita y se desplaza en motito tuneada, entonces tiene todos los números para ser merecedor de la atención policial. Es decir, la policía trabaja con una clientela. Y los jóvenes saben que desde el momento que quedaron en el radar de la policía tienen muchas chances de empezar a formar parte de la clientela judicial.

De modo que los jóvenes tampoco tienen un conflicto con la ley penal, sino que es al revés: son las agencias del sistema penal las que invierten mucho tiempo y presupuesto en perfilar y perseguir a determinados grupos de personas por el solo hecho de adecuarse a los estereotipos con los que trabajan, y con los que se mueve el resto de la sociedad.

 

Yo combatí la ley

La tercera interpretación nos llega a través de las dos bandas británicas más importantes de la escena punk de la década de los 70: los Clash y los Sex Pistols. Me refiero a las canciones Yo combatí la ley y No hay futuro, respectivamente.

De la primera canción, existe una versión traducida hecha por la banda argentina Attaque 77, grabada en el disco Todo está al revés de 1993. Dice: “Rompiendo las reglas otra vez, yo combatí la ley. Robando para comer, yo combatí la ley”.

 

 

En cuanto a la canción de los Pistols, dice: “Somos las flores en el tacho de basura /somos el veneno de tu máquina humana / somos el futuro, tu futuro / Si no hay futuro para mí / no hay futuro para ti”. Es decir, cuando los jóvenes no pueden proyectarse en el tiempo, de nada sirve que los amenacemos diciendo: “Mirá, nene, si te portás mal vas a pasar los próximos ocho años dentro de una cárcel”. Porque el pibe te mirará con rabia y, cínicamente, para agregar: “Mirá, si yo no sé lo que va a ser de mi en las próximas 24 horas, la amenaza que me están haciendo me la paso por las pelotas”. Es decir, si no hay futuro, no hay pecado; si no hay futuro, no hay delito. Acá la ley ni siquiera subsiste como marco de interpretación. Y, lo que es más importante, acá los jóvenes deciden enfrentar la ley.

Esta es una de las tesis del libro Castigados, vigilando las vidas de los jóvenes negros y latinos, del sociólogo Víctor Ríos, investigador de la Universidad de California, que la editorial de la Universidad Nacional de Quilmes publicará este año en la colección Crímenes y violencias.

Para Ríos los jóvenes negros y latinos que viven en barros plebeyos se miden con una cultura del castigo que se confunde con la vida cotidiana. Jóvenes etiquetados como problemáticos, atrapados en una espiral de híper-criminalización y castigo que les tiende el sistema penal, pero también las escuelas y la comunidad. Ríos llamó a esta red de criminalización masiva y omnipresente “complejo de control juvenil” o “control social punitivo”, toda vez que la criminalización está arraigada en todos los aspectos de la vida social, formando parte del tejido de la vida cotidiana.

Ahora bien, cuando se sigue a los jóvenes de cerca y se piensa la red punitiva con las vivencias de estos jóvenes marginados, que es lo que hizo Ríos durante tres años en Oakland, una ciudad al este de California, se descubre su capacidad de agencia, es decir, los riesgos que estos jóvenes están dispuestos a invertir para resistir el acoso policial. Dicho con las palabras del autor: “Los encuentros negativos constantes llevan a los jóvenes a volverse adversarios del sistema, a perder la fe en él, a resistirse contra él o a desarrollar habilidades de resiliencia para hacerle frente”.

En efecto, la tesis de Ríos es que enfrentando a esta red de castigo cotidiano los jóvenes no solo inauguran un ciclo de delincuencia y violencia, sino que van adquiriendo una incipiente conciencia política, llegando, en algunos casos, a politizarse. Es decir, por un lado, para Ríos, uno de los factores del delito hay que buscarlo en esa red de castigo que se tiende sobre los jóvenes a través de los policías, los maestros y los agentes de probation. Por el otro, a medida que van haciendo frente a la cultura del castigo van creando una vía de escape. Dicho de otra manera: los chicos sabían que estaban siendo sobrevigilados y por eso resistieron, exponiendo sus defectos y contradicciones.

Esta es la gran paradoja a la que se enfrentaban los jóvenes marginados: los chicos negros y latinos utilizaron las habilidades y destrezas que aprendieron en la calle para navegar en un ambiente sobrecriminalizado que, cuando los conducía al delito, los conducía también a enfrentar la ley, a resistir los efectos criminalizantes de la aplicación obsesiva y paranoica de los representantes de la ley. Por eso, para Ríos, muchos de los delitos no graves fueron cometidos como actos de resistencia a ser criminalizados. Y en cada acto de resistencia no sólo se perseguía la búsqueda de respeto, sino, sobre todo, la búsqueda de dignidad. La resistencia, entonces, como parte de una revuelta consciente contra un sistema de exclusión y control punitivo.

 

En contacto con la ley que los perfila

Tal vez a la hora de enmarcar las conflictividades juveniles no debería hablarse de jóvenes en conflicto… sino de jóvenes en contacto con la ley penal. Los eufemismos tienden a desviar las discusiones y a bajarles el precio, pero esta vez se trata de una categoría que nos permite calibrar mejor los debates. No son los jóvenes los que están en conflicto con la ley, ni siquiera cuando delinquen, sino que es el propio sistema penal el que tiene un problema con ellos. Un conflicto que el Estado no se anima a encarar con medidas alternativas que tengan la capacidad de detener el ciclo delictivo que llega con el encarcelamiento.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, deTemor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
** La imagen que acompaña la nota pertenece a la artista platense Valentina Giménez.

 

 

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