Sin igualdad no hay libertad

De la igualdad de oportunidades a la igualdad de posibilidades

 

Cuando apenas tenía dos años, mi familia se mudó a Moreno, en el Gran Buenos Aires, a 28 cuadras del centro del pueblo. Mis padres se asentaban allí luego de padecer una debacle económica que los obligó a dejar su previa cómoda vida en uno de los barrios más coquetos de Buenos Aires. Nos instalamos en una casa enorme, muy vieja, con calefacción y cocina a leña, rodeados de humedad y frío. Esta situación —pasar de cierta abundancia a la pobreza— presentaba algunas cuestiones que, a la distancia, resultan risueñas. Las paredes se descascaraban, pero comíamos –lo que había y cuando había– con cubiertos de plata, sobre platos de porcelana china y bebíamos en copas de cristal de Baccarat. 

Mis dos primeros años de educación transcurrieron en una escuela religiosa a la que, cruzando un campo, llegábamos caminando, no había todavía transporte público. Esa escuela, en dos años y a pura perversidad, me quitó para siempre cualquier vocación religiosa. Nunca más pise un iglesia salvo para ver su arquitectura o para eventos sociales, y jamás volví a rezar ni un padre nuestro. Han pasado más de 60 años de aquellos tiempos y aun me produce escalofríos lo que viví allí. 

Producto de mi insistencia en no volver a ese tormento, mis padres se avinieron a mandarme a una escuela pública, la Escuela N° 4 Juan Bautista Alberdi, que era la más cercana a mi casa. Allí recuperé la sonrisa. No recuerdo la razón, pero en el anteúltimo año de primaria pasé a la Escuela N° 1, donde también disfrute buenos tiempos. Pero lo mejor estaba por venir. Ocurrió cuando ingresé al secundario, a la Escuela Media N° 1 Manuel Belgrano, que se había inaugurado dos años antes y era la única escuela media dependiente de la provincia de Buenos Aires. En verdad era una escuela precaria, conformada con un conjunto de casillas prefabricadas de madera, pero con un equipo docente que le ponía el cuerpo a la adversidad con un amor y una dedicación únicos. Manuel Belgrano se hubiera sentido muy orgulloso de que esa escuela llevara su nombre. Al frío del invierno lo combatían con amor, y al calor del verano con más amor, solo tengo recuerdos hermosos de aquel tiempo. Cuando hacías una picardía que motivara que te enviaran a la dirección, te presentabas ante la señora de Velazco, la directora, que primero te retaba como si hubieras cometido un crimen, y al instante te llamaba por tu nombre, te aconsejaba, te hacia un cariño y te enviaba a clase de nuevo. No quiero decir que no haya habido malos profesores, pero el conjunto hacía la diferencia. Allí aprendí amar profundamente la educación pública, allí me enseñaron que sólo la educación permite que los sectores populares puedan desarrollarse. Ellos lograron que a pesar de la distancia con las universidades y los problemas económicos y de transporte que me rodeaban, pudiera estudiar y recibirme de abogado. El día que juré en la facultad todos ellos juraron conmigo. 

Los que vivíamos a una hora y media de tren de Buenos Aires y media hora más de colectivo para llegar a la facultad, ídem para la vuelta, y además trabajábamos para poder sostenernos económicamente, teníamos que apoyarnos en una gran vocación para seguir adelante. Vivir en Moreno y estudiar en Recoleta significaba perder toda la juventud, y ello en el marco de la peor de las dictaduras que en mitad de la carrera me expulsó, para luego, ya en democracia, reintegrarme y lograr completar lo que faltaba, obviamente en otras condiciones. 

Comparto estos retazos de mi vida personal con el objeto de transmitir que mientras algunos, para estudiar, tuvimos y tienen, aún hoy, que superar trabas e infortunios, otros la tienen más fácil, reflejando contextos bien diferentes para un mismo propósito. La diferencia es  tan grande que me hace pensar que, en el caso de mi profesión, ha configurado la razón de que nuestro país tenga una Justicia tan conservadora. La inmensa mayoría de los que se recibían, en aquellos tiempos, eran porteños de clases acomodadas. Afortunadamente, el surgimiento de universidades en el Conurbano mejoró mucho la cuestión, aunque aún queda un largo camino por recorrer.

 

 

La igualdad de oportunidades

 

La idea subyacente cuando se habla de “igualdad de oportunidades” refiere a que todas las personas deberían contar con un mismo punto de partida, y de allí en adelante cada uno podría construir su propia realidad, identificando al Estado como el ente obligado a garantizar ese inicio igualitario. Este esquema de razonamiento identifica como fin del Estado el trabajar para mejorar las oportunidades de los integrantes de la sociedad, concepto que comenzó a tomar cuerpo a partir de la Revolución Francesa. 

Nuestra Constitución originariamente se basó en el concepto de los liberales a ultranza quienes pregonaban, y muchos aun sostienen, la teoría de la “autonomía de la voluntad” y de la “igualdad de derechos”. Esta teoría fue bien graficada por Raúl Alfonsín con aquello del “lobo libre, en el gallinero libre, para comerse libremente las gallinas libres”. La reforma constitucional de 1994 introdujo algunos conceptos relacionados con la igualdad de oportunidades, por ejemplo el artículo 37 que se refiere a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres para ocupar cargos electivos, y una larga serie de fallos jurisprudenciales fueron consolidando este concepto.

La mayoría de los partidos políticos han hecho suya esta idea y sus campañas pasan por demostrarle a sus electores la mayor suma de “igualdad de oportunidades” posibles. Así, la igualdad de oportunidades se ha transformado en un bien cultural, es una cuestión que no se debate, en la que estamos todos de acuerdo y solo discutimos hasta dónde deben llegar esas oportunidades. 

 

 

¿De dónde viene esta idea? 

De la aspiración de las sociedades de resolver la situación de los excluidos. Según Robert Castel, los excluidos “son colecciones (y no colectivos) de individuos que no tienen nada en común más que compartir sus carencias. Se definen en función de una base negativa” , es decir, sobre lo que les falta.

Durante siglos, la justificación de la existencia de los excluidos en las sociedades se asoció a la idea de que Dios así lo quiso en su plan divino y, por lo tanto, debía ser aceptado. Así, los excluidos podían ser esclavizados y vivir los mayores tormentos ya que su recompensa les sería dada en el más allá. Esta idea fue descripta por Hobbes hace más de 400 años, en la primera parte del Leviatán, donde describe al hombre como “un lobo para el hombre”. Para Hobbes, la vida en sociedad es un contrato tácito donde se aceptan las reglas.

Esta evolución de la autonomía de la voluntad —o en términos teológicos, del libre albedrío— fue llevando a la idea de igualdad de oportunidades, lo cual significó un importante avance en el desarrollo de la humanidad, permitiendo consagrar no sólo los derechos sociales plasmados en los Derechos Humanos de segunda generación, sino también la idea de los Estados democráticos fuertes y la idea moderna de la solidaridad social y la justicia social, entre otros avances. Ha hecho un gran aporte a la política, a la ética y a la búsqueda de la igualdad. Pero, ¿con la igualdad de oportunidades alcanza?

 

 

La igualdad de posibilidades

Según la Real Academia Española, “posibilidad” es la aptitud, potencia u ocasión para ser o existir algo, o la aptitud o facultad para hacer o no hacer algo.

Mi amigo Eduardo Santín, con quien compartimos una catedra de post-grado en la universidad Isalud, cuando explica esta cuestión a los alumnos lo hace en una forma muy gráfica. Dice que si espera un colectivo junto a un muchacho de 20 años y el transporte llega, frena un instante y arranca nuevamente, el joven podrá subirse al colectivo y seguir su camino, pero él seguramente se habrá quedado en la vereda, porque no tiene la agilidad necesaria para subirse en un momento. Los dos tuvieron las mismas oportunidades, pero sus posibilidades son distintas.

Ahora bien, ¿qué diferencia existe entre oportunidad y posibilidad? La oportunidad engloba una acción en un momento determinado: un hecho deseado ocurre en un momento preciso, todo ello en un contexto favorable. Por otra parte, “posibilidad” refiere a una potencia u ocasión para que algo suceda, a una capacidad de ser o existir, es decir, representa un conjunto de factores que permiten realizar algo. De esta manera, puede sintetizarse que “oportunidad” se relaciona con el instante adecuado, mientras que “posibilidad” se identifica con el conjunto de factores que hacen que una acción o hecho pueda concretarse.

Un ejemplo claro del ejercicio y la tensión entre estos conceptos puede verse en la lucha que realizan las mujeres respecto de su desarrollo profesional y laboral en el marco de la vida familiar: oportunidades laborales existen tanto para hombres como para mujeres, pero en realidad, cultural y prácticamente las tareas de “índole reproductiva” como el cuidado de los hijos y la logística hogareña recaen, mayormente, en cabeza de la mujer, debiendo ella posponer el ejercicio de su oportunidad laboral. Ambos progenitores pueden tener la oportunidad laboral, pero las posibilidades reales de las mujeres condicionan el acceso a dicha oportunidad.

 

 

El fondo de la discusión

Desde mi punto de vista, la igualdad de oportunidades ha sido relevante para generar derechos, pero absolutamente impotente para universalizarlos. El relato sobre mi vida personal viene a cuento para explicarlo. Cuando yo llegué a la universidad todos teníamos la “oportunidad” de ir a la facultad, pero muy pocas posibilidades de hacerlo. Hoy las oportunidades se han incrementado notablemente —Moreno tiene su propia universidad—, pero aún existen muchas personas que no tienen posibilidad de estudiar. Sin duda, hoy logran concretar una carrera universitaria muchos más jóvenes que cuando yo gozaba de ese estado, pero aún faltan muchísimos que puedan transformar esa oportunidad en una posibilidad concreta. La razón es siempre la misma: la enorme desigualdad que todavía atañe a nuestra sociedad. La pobreza sigue siendo una barrera infranqueable entre las oportunidades y las posibilidades. Quien vive en la pobreza extrema o padece recurrentemente hambre, no tienen posibilidad de hacer nada que no sea pensar qué hacer para llevar un plato de comida a su mesa.

En un país plagado de oportunidades inalcanzables para la mayoría, ¿cómo hacemos para que todos tengamos la posibilidad de acceder a esas oportunidades? Ello se logra, en mi opinión, resolviendo el problema de fondo. Porque el problema que siempre subyace es que, para poder hacer uso de las oportunidades, hay que tener la posibilidad económica de acceder a ellas. 

En este punto volvemos a que solo con un Ingreso Básico Universal, que fije un piso mínimo de justicia social debajo del cual sea intolerable que alguien viva, todos tendremos la posibilidad real de acceder a las oportunidades de progreso y bienestar. El Ingreso Básico Universal permite avanzar en la superación del paradigma de la igualdad de oportunidades para dar a luz a uno nuevo: la igualdad de posibilidades. 

Volviendo a Castel y su libro La inseguridad social: “Es necesaria una instancia pública de regulación para enmarcar la anarquía del mercado cuyo reino sin rival culminaría en una sociedad dividida entre ganadores y perdedores, ricos y miserables, incluidos y excluidos. Lo contrario una sociedad de semejantes”. Y agrego yo, de prójimos y de próximos.

 

 

 

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