Hace 25 años, Carina Miller escribió un libro de lectura imprescindible para internacionalistas, diplomáticos e interesados en la política exterior argentina. En Influencia sin poder (Nuevohacer-GEL, 2000), la autora señala que los Estados medianos pueden ejercer su influjo en el sistema internacional, a pesar de no contar con una cuantiosa disposición de atributos de poder. Para ello, deben aprovechar los recursos que los foros internacionales les ofrecen para aumentar su impacto más allá de lo que cabría esperar dado su limitado peso económico o militar.
Según Miller, la estrategia para ejercer esta influencia consiste en recurrir a los foros multilaterales a los fines de desarrollar estándares normativos y obtener pronunciamientos consistentes con los intereses propios. Para lograr este cometido, estados como la Argentina deberían forjar alianzas con naciones de similar porte, donde el éxito depende de la convergencia de intereses más que del poder individual de los miembros. Además, deberían procurar explotar la norma de igualdad soberana que rige las votaciones en dichos foros; desplegar la facultad de negar el consenso para forzar ciertos debates; y demostrar capacidad para influir en las etapas preliminares del proceso de toma de decisiones, aprovechando —a través de un sólido trabajo diplomático en los grupos de trabajo y subcomités más pequeños— la complejidad organizacional de las instancias multilaterales.
Resulta una obviedad que nada de esto está realizando la actual conducción de la política exterior. La “occidentalización dogmática” domina la Cancillería a cargo de Gerardo Werthein, sin ningún tipo de contrapeso evidente por parte de las estructuras profesionales de la diplomacia, que asisten impávidas al alineamiento incondicional con los Estados Unidos e Israel; a la ruptura de posicionamientos históricos de nuestra política exterior (incluida la “Cuestión Malvinas”); y a un aislamiento internacional sin precedentes.
Parias en la ONU
Bajo la autoproclamada “Doctrina Milei”, la ruptura con los principios históricos de nuestra política exterior se ha hecho notoria en las votaciones dentro del sistema de las Naciones Unidas (ONU), lo que ha debilitado el compromiso argentino con la paz, el derecho internacional y la cooperación. Un repaso por las votaciones o declaraciones en una amplia variedad de temas de gran sensibilidad (derechos de los pueblos indígenas, violencia contra mujeres y niñas, cuestiones ambientales, coexistencia pacífica, proliferación nuclear, etcétera) exhibe un récord de abstenciones, rechazos y silencios absolutamente inconsistente con la mejor tradición de nuestra política externa.
La última muestra de desmesura en la ONU ha tenido lugar el pasado 12 de septiembre, cuando la Asamblea General aprobó la “Declaración de Nueva York”, un documento que apoya la solución de dos Estados para Israel y Palestina, y condena a Hamás. La propuesta, impulsada por Francia y Arabia Saudita, obtuvo 142 votos a favor, 10 en contra —entre ellos los de Estados Unidos, Israel, la Argentina y Hungría— y 12 abstenciones. La decisión, a la vez que rompe la tradición diplomática del país, socava su reclamo soberano sobre las Islas Malvinas, al sentar un precedente a favor de la ocupación extranjera. Este posicionamiento contrasta, incluso, con el de gobiernos tan disímiles como los de Cristina Fernández (2007-2015) y Mauricio Macri (2015-2019), que habían reconocido a Palestina como Estado o apoyado la solución de dos Estados.
Presenciamos, así, una verdadera exhibición de imprudencia anti-realista que lleva a la Argentina a un nivel desconocido de vulnerabilidad estratégica. La postura del 12 de septiembre sigue la traza de un conjunto de posiciones adoptadas en torno a los conflictos que surcan Medio Oriente, y que enredan a Buenos Aires en compromisos geopolíticos ajenos a sus intereses vitales. A continuación se ofrece una rápida enumeración de las decisiones adoptadas en dicha materia en la ONU durante las gestiones de los cancilleres Diana Mondino y Gerardo Werthein:
- Respecto a Gaza y Medio Oriente, en diciembre de 2023, la Argentina se abstuvo en la votación de la Asamblea General que solicitaba un cese al fuego inmediato.
- En marzo de 2024 votó en contra del reconocimiento pleno del Estado de Palestina, desconociendo la solución histórica de dos Estados.
- En septiembre de 2024 rechazó una resolución que apoyaba a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) y promovía la protección de la población palestina desplazada.
- En octubre de 2024 se alineó con Israel para oponerse a una iniciativa que impulsaba la creación de una zona libre de armas nucleares en Medio Oriente.
- En noviembre de 2024 decidió retirar su contingente de la misión de paz de la ONU en el Líbano (UNIFIL), discontinuando así el compromiso histórico del país con esa operación multilateral.
Según se aprecia, la votación del 12 de septiembre reafirma una línea “consistente” de la Doctrina Milei en política exterior: la de insistir en las desmesuras y ampliar los márgenes de vulnerabilidad del país.
Alineados como nunca
Una buena medida del nivel de “occidentalización dogmática” que orienta al gobierno argentino puede ponderarse a partir de una revisión del Report to Congress on Voting Practices in the United Nations for 2024, documento publicado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos el pasado 11 de julio. Allí, la cancillería estadounidense presenta un análisis detallado de las prácticas de votación de los miembros de la ONU tanto en el Consejo de Seguridad como en la Asamblea General.
El objetivo del reporte es medir la coincidencia de los Estados miembros con el registro de voto de los Estados Unidos en las resoluciones contenciosas (es decir, no adoptadas por consenso). El documento desglosa los resultados, entre otras categorías, por “votaciones en el Consejo de Seguridad”, “votaciones generales en la Asamblea General”, “votaciones importantes en la Asamblea Genearal”, “votaciones por región” y votaciones específicas sobre Israel y Ucrania.
Las “votaciones generales en la Asamblea General” refieren al total de votaciones nominales registradas en el plenario de la Asamblea General que fueron controvertidas (es decir, que requirieron voto en lugar de ser adoptadas por consenso). Por su parte, las “votaciones importantes en la Asamblea General” constituyen un subconjunto más limitado de votos seleccionados por el Departamento de Estado, específicamente en aquellos temas que afectaron directamente los intereses estratégicos de Washington y sobre los cuales se ejerció un extenso lobby.
Buenos Aires demostró un nivel de coincidencia excepcionalmente alto con los votos estadounidenses en la Asamblea General (82%). Este grado de subordinación colocó a la Argentina como el segundo país con mayor coincidencia de voto con los Estados Unidos, solo superado por Israel (89%). Es importante destacar que el promedio de coincidencia de voto entre Washington y los otros 192 países fue del 46%. En cuanto a lo regional, la Argentina, que pertenece al Grupo de América Latina y el Caribe (GRULAC), superó significativamente el promedio regional de coincidencia con Washington, que fue del 41%. Por otra parte, la coincidencia en las “votaciones importantes” supera todo lo conocido: 97%, un guarismo que ni el más optimista de los latinoamericanistas del Departamento de Estado se hubiera atrevido a pronosticar.
Paralelamente, en las resoluciones relacionadas con Ucrania que requirieron votación en 2024, la Argentina mostró una coincidencia con Washington del 100%; y del 83% en las vinculadas a Israel (solo superado por el 90% del propio Israel, de la Federación de Micronesia —que incluye dependencias de los Estados Unidos como Guam, la Isla Wake e Islas Marianas del Norte— y de Papúa Nueva Guinea).
Dos datos comparativos (uno sincrónico y otro diacrónico) terminan de dimensionar el plegamiento sin precedentes de la Argentina a Washington. El primero surge de comparar con El Salvador de Bukele [1], principal aliado de Trump en Centroamérica. En contraste con el gobierno de Milei, El Salvador registró un nivel de coincidencia mucho menor, alcanzando el 38% en la votación general (contra el 82% de la Argentina). La disparidad también es notable en las votaciones sobre “acciones importantes” para los Estados Unidos, donde El Salvador obtuvo un 47% de coincidencia (contra el 97% de la Argentina).
Por otro lado, si nos remitimos al momento histórico que la memoria colectiva identifica como de mayor alineamiento a Washington (las “relaciones carnales” de Carlos Menem durante la década de 1990), y tomamos el pico de coincidencias en la ONU correspondiente al año 1995, se puede observar que la subordinación de Milei es muy superior, aun cuando el contexto —muy diferente al actual de creciente rivalidad sistémica entre Washington y Beijing— era claramente unipolar y el mundo en pleno se sumía a las directrices del ganador de la Guerra Fría. En aquel momento de extrema sintonía, la coincidencia en las votaciones generales fue del 68%, y del 80% en las votaciones cruciales para Washington.
A diferencia de otras cuestiones en donde Milei, amante de las hipérboles históricas, descuella por sus apreciaciones desproporcionadas (del estilo “Toto Caputo es el mejor ministro de Economía de la historia” o “mi gobierno es el mejor de la historia”), en el terreno del alineamiento a los Estados Unidos sí que no hay exageración, a pesar de que no lo hemos escuchado sostener “somos el gobierno más subordinado de la historia”. En efecto, nadie en la historia argentina, ni siquiera los regímenes autoritarios que se sumieron a los dictados de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), exhibieron estos niveles de plegamiento irrestricto.
El orden mundial, de Russell a Cox
El pasado 16 de septiembre, el profesor Roberto Russell brindó una conferencia magistral en el marco de su designación como profesor emérito en la Universidad Torcuato Di Tella. En su brillante exposición, titulada “Lógicas alternativas de orden internacional: la necesidad de un nuevo pluralismo”, el académico argentino hizo una caracterización del orden mundial actual, en donde enfatizó algunos rasgos tales como:
- Asistimos a un “orden no hegemónico” y a una “época post-Occidental”;
- Si algo parecido a un “orden liberal internacional” existió alguna vez, habría que limitarlo a la década que se extiende entre 1991 (fin de la Guerra Fría) y 2001 (atentados terroristas en los Estados Unidos y viraje de la estrategia estadounidense de contención/disuasión a la de primacía o neo-imperial);
- Seguimos inmersos en un orden de características similares al establecido en 1945, un híbrido que recoge elementos liberales y westfalianos, y que no es únicamente occidental; y
- El multilateralismo no murió, aunque sin dudas los Estados-nación deberán delinear estrategias para repensarlo y ofrecerle nuevos bríos [2].
Esta descripción de Russell —que, desde luego, en la apretada síntesis que se incorpora en el párrafo anterior no logra ser transmitida con la sofisticación conceptual del conferencista— alude a cuestiones que resultan fundamentales para el planteo de este artículo. En particular, una idea que es crucial para, en los términos de Carina Miller, “ejercer influencia sin poder”.
No hay destino para un país mediano como la Argentina en el actual “orden no hegemónico” si no se logran revitalizar sus estrategias de relacionamiento con los entramados institucionales multilaterales (o aun forjando nuevos dispositivos minilaterales). Y frente al pesimismo dominante en el terreno del análisis político internacional —que cree estar presenciando la aceleración del fin de un supuesto orden liberal agonizante y la transición hacia una multipolaridad inestable—, Russell ofreció una luz de esperanza, al identificar la pervivencia del orden híbrido liberal-westfaliano creado en 1945 (un orden diseñado por los Estados Unidos y Europa, por supuesto, pero también por actores no liberales como la Unión Soviética).
La aguda mirada de Russell tiene sus puntos de intersección con un formidable texto del neogramsciano Robert W. Cox. Se trata de Beyond the Empire and Terror (2004), en donde el fenomenal teórico canadiense identifica tres configuraciones de poder en pugna a principios del siglo XXI: el “Imperio” liderado por los Estados Unidos, caracterizado por su penetración económica y militar transnacional; el persistente sistema interestatal de Westfalia, que defiende la soberanía y el multilateralismo a través de la ONU; y la red descentralizada de la “sociedad civil global”, que actúa como contrapeso a las otras dos estructuras. Cox también sopesa, en clave gramsciana, la crisis de legitimidad o hegemonía como un aspecto determinante para entender la inestabilidad del orden mundial post-2001.
En la mirada de Cox, el sistema interestatal westfaliano constituye la segunda configuración de poder, que resiste al “imperio” y coexiste con él. A pesar de que la soberanía estatal se ha debilitado, el sistema westfaliano y su arquitectura institucional continúan siendo una estructura perdurable y resistente. La particularidad de esta configuración radica en que los Estados westfalianos mantienen una soberanía dual: una relativa autonomía en la sociedad de naciones (soberanía externa) y la autoridad dentro de su propio territorio (soberanía interna). Estos aspectos actúan como una defensa esencial contra la proyección del poder imperial. Los principios organizadores de este orden westfaliano son el pluralismo y la búsqueda de consenso; y su confrontación con el “Imperio” se lleva a cabo mediante la defensa del sistema interestatal y sus creaciones, como el derecho internacional y la ONU, buscando sostener un mundo plural de culturas y civilizaciones coexistentes.
Westfalia: es por ahí…
Mientras la Argentina acentúa su proceso de declinación internacional —situación en la que convergen razones históricas de la economía política internacional previas a Milei [3] y factores explicables a partir del experimento libertario [4]—, el gobierno de La Libertad Avanza profundiza su alineamiento incondicional con los Estados Unidos e Israel; rompe con principios históricos de la política exterior argentina; y desarticula su servicio diplomático profesional [5].
Para ponerlo en los términos conceptuales de este artículo, hace todo lo contrario de lo que prescriben los expertos: no busca ejercer “influencia sin poder” (Miller); no procura fortalecer sino que debilita el sistema interestatal westfaliano (Cox); y no delinea novedosas estrategias ni multi ni minilaterales para ganar márgenes de incidencia en el “orden no hegemónico”, post-Occidental e híbrido “liberal-westfaliano” que pervive desde 1945, y que trascendió al orden liberal internacional que sucumbió en 2001 (Russell).
En definitiva, el recurso a las arquitecturas institucionales es fundamental porque es el único medio con que cuentan los Estados medianos para la restricción de poder y la expansión de su autonomía. Para un Estado que forma parte de una región afectada por la tendencia expansiva de los Estados Unidos, la clave estratégica gira en torno al robustecimiento del sistema interestatal westfaliano. El respeto por el derecho y las instituciones internacionales, en tanto creaciones de este sistema, constituye la principal línea de acción para preservar espacios decisorios y garantizar influencia contra las formas abusivas del poder.
Desde luego, retomar una senda como la sugerida será el principal desafío en política exterior del sucesor de Javier Milei.
* Luciano Anzelini es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y profesor de Relaciones Internacionales (UBA-UNSAM-UNQ-UTDT).
[1] La comparación con El Salvador fue inspirada por un comentario de Juan Tokatlian en el marco de la jornada “El orden global en transformación: ¿un mundo inmanejable?” (Universidad Torcuato Di Tella, 16 de septiembre).
[2] Agradezco a mi colega y amiga Mariela Cuadro por haber sintetizado parte de estas ideas en un intercambio informal.
[3] La trayectoria de la Argentina en el sistema económico mundial se invirtió tras alcanzar su pico en 1950, iniciando a partir de allí una tendencia decreciente de participación en el PBI global. A partir de 1975, la Argentina registra un crecimiento anual per cápita de apenas 0,6% entre 1975 y 2023. La participación en el PBI global cayó sistemáticamente desde el 1,6% en 1950 hasta el 0,7% en 2022. Este desempeño deficiente contrasta, por ejemplo, con el de Brasil, país que, impulsado por una exitosa industrialización sustitutiva (ISI) y por un proyecto desarrollista sostenido en el tiempo, fue el que más creció en el mundo después de Japón entre 1930 y 1980.
[4] Tomando, como en la nota anterior, la comparación con Brasil, cabe señalar que, en 2024, la situación mostró trayectorias muy divergentes. Brasil registró un crecimiento del PBI del 3,4%, el mayor desde 2021. Este dinamismo se reflejó en el mercado laboral, donde el ingreso real promedio creció un 4,2% respecto a 2023. En contraste, la economía de la Argentina se contrajo un 1,7% en 2024, con una fuerte contracción del salario real del 19,2% entre agosto de 2023 y abril de 2024.
[5] La reconfiguración de la Cancillería bajo el gobierno de Milei incluye la suspensión del concurso de ingreso al ISEN, vista como una fractura institucional sin precedentes, mientras existen más de 50 posiciones vacantes en consulados y embajadas. Por su parte, el agregado comercial en España, Alejandro Nimo, propuso una “Diplomacia de la libertad”, que busca reemplazar el Servicio Exterior con teletrabajo, gestionar consulados desde Buenos Aires y que las cámaras empresariales cumplan el rol de las agregadurías comerciales.
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