Sin La Paz necesaria

Cerró el bar histórico de Corrientes y Montevideo, otro símbolo propio que se vació de respuestas

 

Les anticipo, y el que avisa no es traidor, que lo que leerán a continuación es algo muy personal: algo así como un mensaje en confianza a mis años jóvenes. A comienzos de los ‘70, y a pesar de que ya había demasiados anticipos oscuros de lo que se vendría, nos imaginábamos inmortales. En esa poderosa condición –era mi caso–, cada noche después del trabajo iba a La Paz.

Llegar a ese reducto de Corrientes y Montevideo significaba sumar apuntes para un nuevo capítulo de mi educación cultural y sentimental. Ahora, que se confirmó su cierre definitivo, ese lugar es otro símbolo propio que se vació de respuestas. Todavía Corrientes resistía con motivos su simpático slogan: “La calle que nunca duerme”. Una denominación que le hacía justicia, principalmente, en relación al enorme movimiento que tenía en horarios nocturnos. A eso contribuían los carteles luminosos de muchos negocios que no se apagaban nunca, las marquesinas de teatros y cines y, de manera especial, los cafés y restaurantes que atendían hasta bastante después de que los diarios matutinos llegaran a los kioscos. Luego, ya se sabe, reiteradas dificultades económicas y cambios profundos de costumbres sociales llegaron a modificar el paisaje exterior y eso desfiguró severamente los interiores. La verdad es que La Paz ya estaba medio groggy con la avenida otra vez reducida por esa bicisenda o por una peatonalidad que nadie había pedido, y en eso llegó el coronavirus y ahí sí, perdió por knock out en el primer round de la pandemia. ¿Qué habrá sido peor? ¿Los efectos de las cuarentenas o los dos largos años que duró la remodelación de Corrientes? Este salvavidas de plomo hundió a varios comercios vecinos y en el caso de La Paz ni siquiera lo ayudó a salir del fondo la decisión de intervenir la entrada principal con un multikiosco o recrear un sector para fumadores.

Vaya uno a saber por qué ese fue mi parador ideal, aun cuando en cuestión de metros, para la izquierda o cruzando la calle, estaban el Politeama, La Comedia y el Ramos. ¿Qué encontré allí que lo preferí por sobre los demás y que no dejé de frecuentarlo ni una sola noche de los tempranos años ‘70? En ese tiempo –1971 a 1973–, como buen jornalero del periodismo que era (y que sigo siendo) trabajaba en el diario La Opinión, en la revista Satiricón, en radio y en todo lo que pasara cerca y diera unos pesos. En el diario, entre otras cosas, cubría estrenos teatrales y musicales, todas actividades nocturnas. Desde esos recintos llegaba a La Paz, en donde siempre pasaba algo distinto, interesante, atractivo y que, mientras el cuerpo aguantara, justificaba prolongar el día. En ese sitio uno nunca se sentía solo. Tenía la seguridad de que me esperaban por lo menos diez mesas (de habitués, de conocidos y hasta de desconocidos que me moría por conocer). Cualquiera de ellos, de modos sencillos o directos, a través de empatías diversas, podía convertirse en anfitrión. La iniciativa podía ser propia o ajena. Con frecuencia se solucionaba a través del simple recurso de presentarse, un saludo, un ‘hola, ¿me puedo sentar un ratito?’ o ‘¿puedo tomar un café con ustedes?’. Y a veces ni eso porque los convites llegaban solos de mesas amigas. Esa clase de entrecruces eran muy gratificantes, pero el día que alguno de los mozos te reconocía y te saludaba por el nombre uno podía llegar a sentir que se había graduado de personaje de Buenos Aires.

 

El café de Corrientes y Montevideo, alrededor de 1970.

 

 

La Paz fue un salón de usos múltiples, un punto de encuentro que incluía la poderosa promesa de asistir –cuando ya nada podía uno esperar del viejo día– al principio de algo nuevo; lugar de intercambio, mirador del mundo, espacio de descubrimientos inesperados. Mariano Mores y Enrique Santos Discépolo compusieron en 1948 el tango Cafetín de Buenos Aires y nos enseñaron que un café podía ser, también, escuela de todas las cosas. En aquellos tiempos La Paz siempre estaba repleta y llena de humo de cigarrillos. Yo, que nunca fumé, supe cómo protegerme de esa nube tóxica. Tuve prójimos próximos que me ayudaron con consejos de oro sobre libros y autores. Recuerdo a algunos: Germán García, Heriberto Muraro, Falbo, Roberto Jacoby, Ricardo Malfé, Jorge Schussheim, entre tantos.

Hoy ya hacen 550 días que no paso por la esquina de Corrientes y Montevideo. Hasta la pandemia, cada ida a algún teatro de Corrientes era una buena excusa para volver a La Paz a tomar un cortado en jarrito, pero algo desagradable preanunciaba que tuviera tantas mesas desocupadas. Me hubiera gustado despedirme personalmente pero en este año y medio hubo otros adioses incumplidos mucho más importantes; también me hubiera gustado quedarme con una taza con el logo, que tampoco era el mismo. ¿Dónde terminará el mobiliario de ese bar notable que, según rumores, podría convertirse en un restaurante de sushi? Quién sabe.

Los lugares no son otra cosa que símbolos, pero cuando uno los conoció en cuerpo y alma (en este caso es La Paz; también me pasa algo parecido con la cancha de Racing) es imposible olvidarlos. Cualquier símbolo que se pierde u olvida es una marca indeseable más a nuestra identidad. Sin embargo, estoy seguro que el modo en que vi pasar a Buenos Aires y la vida desde alguna ventana de La Paz seguirá muy viva en mí.

 

La Paz, fotografía reciente, con el logo cambiado.

 

 

 

 

Colofón

El cuadro (un óleo de 2 metros por 3) que ilustra la nota pertenece al artista plástico Daniel Santoro. Al decir de su autor, “no es tanto una noche en La Paz sino un momento de la calle Corrientes, entre La Paz y una peluquería. La Paz simboliza la discusión entre la teoría y la praxis, tan en boga durante la década del ‘70. Quien asiste, impávido, a esos dos términos es Borges. En la peluquería está Evita armándose el rodete. También se ven afuera dos chicos de la calle, como símbolo del pueblo, y en el interior un chico que carga como mochila la cabeza de Lenin. El joven que se tapa los ojos es la representación del progresismo. También aparecen Jean-Paul Sartre y sola, en una mesa, Alejandra Pizarnik. Atrás, como figura del paso del tiempo, aparece el hombre de la barra de hielo, de la troupe de Martín Karadagián”.

 

 

 

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