Sobre caníbales y ajustes

Promesas de libertad, realidad de tutela extranjera

Caníbales. Goya, intervenido por Navaja, animado por Silvia Canosa

 

“La Argentina está a la espera del próximo rescate, un nuevo envío del FMI que no contribuirá a resolver sus innumerables problemas económicos, políticos y sociales. Por supuesto, todos saben que esa no es la solución, pero es más fácil que tomar el camino no convencional de una reforma radical. La verdad es que la Argentina está quebrada. Está quebrada económica, política y socialmente”. Así empezaba “Argentina: un plan de rescate que funcione”, paper publicado en marzo del 2002 por Ricardo Caballero y Rudi Dornbusch, dos economistas del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Dornbusch, un alemán doctorado en la Universidad de Chicago, era reconocido por sus pares como un gran divulgador de las alucinaciones del manual neoliberal. Durante los años ‘90 solía dar charlas en la Argentina sobre las ventajas del ajuste eterno y el recorte a la inversión pública, aunque –a diferencia de sus colegas ortodoxos locales– no consideraba que los impuestos fueran necesariamente una mala palabra. Caballero también era profesor del MIT y, pese a ser un ferviente defensor del credo de Chicago, carecía del talento de pregonero de Dornbusch.

Apenas unos meses después de que Fernando De la Rúa escapara en helicóptero dejando un país en llamas y un tendal de muertos, ambos economistas proponían una hoja de ruta para sacar a la Argentina del abismo. Dornbusch había desconfiado tanto de De la Rúa como de su primer ministro de Economía, José Luis Machinea, por considerarlo demasiado cercano a Raúl Alfonsín, un político al que detestaba. Prefería a Ricardo López Murphy el Breve, graduado como él en la Universidad de Chicago, aunque con una modesta maestría. Al igual que la mayoría de los economistas serios, el bueno de Rudi apoyó la Convertibilidad hasta quince minutos antes de que ese modelo infalible colapsara. Como en aquel famoso capítulo de la Pantera Rosa en el que salta a último momento desde una cabaña que se despeña y no sufre la caída, los entusiastas del mago Domingo Cavallo empezaron a descreer de sus trucos unos instantes antes del derrumbe.

 

 

Por supuesto, la crisis terminal de la Convertibilidad no los hizo dudar sobre las bondades del neoliberalismo, sino todo lo contrario. Según una letanía aún vigente, la peor crisis económica y social padecida hasta ese momento por los argentinos había sido causada no por un diagnóstico equivocado o una política errada de desindustrialización y endeudamiento sideral, sino por la falta de agallas de los políticos que no se animaron a ir a fondo con el ajuste. Dornbusch y Caballero alertaban sobre “una guerra distributiva” entre los trabajadores y los sectores más acomodados, entre las provincias siempre ávidas de recursos y el Estado nacional que no sabía controlar esa exigencia desmesurada, entre quienes tenían sus ahorros en el “corralito” y quienes habían logrado fugarlos a tiempo y, sobre todo, entre los acreedores externos y la Nación. Consideraban que la Argentina estaba siendo “canibalizada” por esas disputas y que, sin un rumbo claro y una política de shock (una más), no tenía destino.

Ambos economistas señalaban que “la Argentina es un país que vive del crédito externo y, en consecuencia, el mercado de capitales tiene en la mesa del gabinete una silla invisible”. Por supuesto, dejaban de lado que el sistema que tanto habían elogiado, el del mago Cavallo, requería de un endeudamiento creciente y, por ende, insostenible en el tiempo. También criticaban al gobierno de Eduardo Duhalde, elegido por la Asamblea Legislativa luego de la renuncia de De la Rúa, por estar “lleno de gente que piensa que los inversores son un problema, y que no habría que hablar con ellos”. En realidad, Duhalde no consideraba que los inversores fueran un problema ni se rehusaba a hablar con ellos, sino que tenía problemas infinitamente más urgentes, como darle de comer a la gente. De hecho, en mayo del 2002 y desde un Estado desmantelado lanzó el notable Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, con sus más de dos millones de beneficiarios iniciales.

Dornbusch y Caballero pensaban que “el sistema político está sobrepasado” y vislumbraban como única solución la cesión transitoria de soberanía: “El resto del mundo debe proveer ayuda financiera a la Argentina. Empero, ésta debe efectivizarse sólo cuando la Argentina acepte una reforma radical y el control y la supervisión extranjera del gasto, la emisión y de la administración de impuestos”. Por si quedara alguna duda, los economistas del MIT concluían: “La Argentina deberá reconocer humildemente que sin una masiva ayuda e intervención externa no podrá salir del desastre”. Los argentinos pasamos así de ser los mejores alumnos del FMI y de la ortodoxia financiera internacional, a ser demasiado inútiles como para poder decidir nuestra política económica. Nuestra realidad es trepidante.

El diagnóstico fue apoyado por una gran parte de los economistas serios de nuestro país. Sin ir más lejos, Emilio Ocampo –ex asesor del Presidente de los Pies de Ninfa– y el actual ministro Federico Sturzenegger aplaudieron a rabiar un plan que los excluía de forma explícita.

Julio Nudler escribió por aquella época: “Esta propuesta está planteando, en esencia, una forma extrema de capitalización de la deuda, en la que el acreedor, representado por arietes como el FMI, se apropia de la economía del deudor, y obviamente de su caja, para asegurarse la cobranza (...) La trampa sigue siendo la misma de los últimos años: la del ajuste fiscal imposible en medio de una depresión implacable”. Con buen tino, Nudler consideraba al FMI como “un apéndice del Departamento del Tesoro”.

Rudi Dornbusch falleció en julio del 2002. Un año después, Néstor Kirchner asumió la presidencia y dejó de lado las alucinaciones del alemán. Tanto Néstor como CFK desoyeron con pasión a los expertos en fracasar: terminaron con la estafa legal de las AFJP, reestatizaron YPF, crearon la Asignación Universal por Hijo, impulsaron aumentos de salarios y jubilaciones por decreto, incorporaron al sistema a millones de jubilados hasta ese momento sin haberes, reinstauraron las paritarias y cortaron lazos con el FMI. Por primera vez desde el retorno de la democracia, un gobierno argentino no tuvo que padecer la tutela de los burócratas del organismo internacional y pudo, de esa forma, apartarse de la hoja de ruta del FMI, ese cepo al desarrollo con inclusión.

Como la Argentina suele vivir en una realidad circular como en El Día de la Marmota, hoy asistimos al sueño de Dornbusch y Caballero hecho realidad. El gobierno de Javier Milei, que venía a destruir al Estado –“el pedófilo en el jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina”–, terminó implorando la ayuda ya no de uno sino de dos Estados para contrarrestar el rechazo tenaz de los mercados. Apenas seis meses después de implorar un nuevo préstamo del FMI, el gobierno mendiga una ayuda urgente del Tesoro de los Estados Unidos, cuyo secretario Scott Bessent se ha transformado en el comité de sabios imaginado por Dornbusch, aunque en versión unipersonal. Los argentinos nos vamos enterando de la política monetaria a través de los tuits del funcionario, y de las posteriores interpretaciones de sus súbditos locales. Así, quienes preconizan las virtudes de la libertad impulsan una tutela extranjera que la restringe por completo. El mejor equipo de economistas de los últimos cinco mil años se limita a interpretar gestos, declaraciones o miradas de los funcionarios norteamericanos. Como en 2002, se trata de que el acreedor se apropie de la economía del deudor e imponga un ajuste fiscal imposible en medio de una depresión implacable.

Por si nos faltaran razones para sentir vergüenza ajena, el Presidente de los Pies de Ninfa se vanaglorió por haber traído de la Casa Blanca el fibrón con el que Donald Trump le firmó una foto, o tal vez una media. Ese objeto nimio tomado del escritorio del Presidente norteamericano es una buena imagen del limitado poder del que aún dispone Javier Milei. El resto se decide afuera.

Las elecciones del domingo próximo deberían ser un plebiscito sobre el país que queremos. Es decir, si como Ricardo Caballero, Rudi Dornbusch, Javier Milei, Luis Caputo o Federico Sturzenegger, consideramos que los argentinos somos demasiado inútiles como para decidir sobre nuestro propio destino, o si pensamos –como Néstor Kirchner y CFK– que hay otro camino posible y que lo vamos a elegir nosotros.

No parece ser una decisión muy difícil.

 

 

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