Sobre plomeros y carpinteros

Quiénes pagan la deuda

 

En abril del 2001, Fernando de la Rúa realizó una visita oficial a George W. Bush, su par estadounidense, quien acababa de asumir la presidencia. Como suele ocurrir cuando un mandatario busca una ayuda financiera desesperada, De la Rúa lo negó de entrada: “No hemos venido a pedirles plata, señor Presidente; tenemos nuestro programa de financiamiento ya aprobado”. 

En realidad, el por entonces suegro de Shakira ya sabía que el blindaje —la catastrófica operación de rescate financiero anunciada por él mismo en diciembre del año 2000— había fracasado. El salvataje multimillonario incluía a los principales actores financieros locales e internacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, pasando por los bancos y las todavía existentes AFJP. Según había explicado el ministro de Economía, José Luis Machinea, la operación garantizaría a los acreedores el cobro de la deuda, lo que, al despejar esa peligrosa incertidumbre, impulsaría por fin el crecimiento de la economía. 

A cambio, el gobierno de la Alianza se comprometió, entre otras calamidades, a recortar las jubilaciones futuras, ajustar la inversión pública y desregular las obras sociales, medidas resueltas a través de decretos de necesidad y urgencia, un procedimiento expedito alentado por el propio FMI. Por administrar los préstamos que conformaban el salvataje, el organismo internacional no solo se hizo cargo de las atribuciones del Poder Ejecutivo, sino que también consideró legítimo condicionar al Congreso. 

Stanley Fischer, por entonces número dos del Fondo y futuro titular de la Reserva Federal de los Estados Unidos, afirmó muy suelto de cuerpo: “Será muy importante que las autoridades de todos los niveles adhieran firmemente a este programa, de forma tal de restaurar la confianza del mercado, volver a un crecimiento alto y proteger la convertibilidad”.

En lugar de calmar la inestabilidad financiera, restaurar la confianza del mercado e impulsar la inminente —aunque siempre esquiva— lluvia de inversiones, el Blindaje apenas consiguió revertir el retiro de depósitos hasta marzo de 2001. A principios de ese mes, es decir, unas pocas semanas antes del viaje oficial a Washington, la impresión generalizada era que la Argentina no lograría cumplir con las estrictas metas de gasto público y déficit fiscal comprometidas con el Fondo Monetario Internacional. Esto hacía peligrar los futuros desembolsos. Como ocurre cada vez que nuestro país acepta las directivas del Fondo inspiradas en Leopold von Sacher-Masoch, los problemas, lejos de disminuir, se amplificaron. 

La candorosa frase con la que De la Rúa había cerrado el anuncio del blindaje (“¡Qué lindo es dar buenas noticias!”) se convirtió en una cruel ironía que desgastó aún más su deslucida imagen. Al viajar a Washington, el Presidente ya había nombrado a Domingo Cavallo como ministro de Economía en reemplazo de Ricardo López Murphy, el Breve, quien fuera funcionario durante 15 días (contando un fin de semana), luego de que Machinea presentara su renuncia. Cavallo preparaba la siguiente operación: el megacanje. Al menos hasta los aportes de campaña disfrazados de préstamos que el FMI le otorgó primero a Mauricio Macri y luego a Javier Milei; el blindaje y el megacanje constituyeron las mayores estafas financieras de nuestra historia.

Si bien Bush le aseguró a De la Rúa que su administración “apoyaría a la Argentina”, su secretario del Tesoro, Paul O’Neill, fue bastante más tajante: “Después de la intervención de 40.000 millones de dólares (en referencia al blindaje), ahora la Argentina se encuentra en una situación muy resbaladiza”. Para demostrar su descontento, O’Neill concluyó con una frase que quedaría en la historia: “Estamos trabajando para crear una Argentina sostenible, no para que apenas siga consumiendo el dinero de los plomeros y carpinteros estadounidenses, que ganan 50.000 dólares al año y se preguntan qué diablos estamos haciendo con su dinero”. Más que proteger a los plomeros y carpinteros, el secretario del Tesoro buscaba rescatar de la debacle que sospechaba inevitable a los bonistas norteamericanos con títulos argentinos. 

Un cuarto de siglo más tarde, el actual secretario del Tesoro, Scott Bessent, elogió al Presidente Javier Milei durante la cena del Atlantic Council; un sello de goma de derecha que ofreció un nuevo galardón falopa al argentino, luego de haber hecho lo mismo con Mauricio Macri en 2018. Según Bessent, Milei ha “sentado las bases para una nueva edad dorada en la Argentina (...) y está restaurando la estabilidad económica después de décadas de mala gestión. Los mercados no están perdiendo la confianza en él”. En realidad, si los mercados no hubieran perdido la confianza en el Presidente de los Pies de Ninfa, Bessent no se vería obligado a aclararlo y, sobre todo, no se hubiera visto obligado a salvar al gobierno de la motosierra con el dinero de los plomeros y carpinteros de su país. En efecto, el anuncio de un nuevo salvataje —esta vez desde el gobierno de los Estados Unidos— apenas cinco meses después del préstamo urgente del FMI, calmó por ahora la inestabilidad financiera que hace una semana generó dudas sobre la continuidad del ministro Luis Caputo, el Timbero con la Nuestra.

No sabemos concretamente en qué consistirá este nuevo préstamo, pero el equipo económico —los Al Capone de las finanzas ajenas— se ilusiona con la posibilidad de recibir en algún momento 20.000 millones de dólares frescos, que se sumarán a una deuda ya impagable. En todo caso, por si quedara alguna duda, Bessent admitió que el rescate a Milei es “para ayudarlo a llegar hasta las elecciones”, algo que también explicitó el propio Donald Trump en la reunión de seis minutos que tuvo con la delegación argentina. Pero el rol del secretario del Tesoro no parece limitarse al fondeo de la campaña libertaria, sino que, según el tenor de sus comentarios, parece querer hacerse cargo de las atribuciones del Poder Ejecutivo, siguiendo los pasos de Stanley Fischer en 2001.

Mientras el secretario del Tesoro continuaba con sus elogios inverosímiles sobre la condición de líder regional de quien llevó a su país a la situación desesperada de requerir un préstamo urgente, su par Luis Caputo decidió la eliminación de retenciones a las exportaciones de productos agropecuarios. Fue una decisión asombrosa, que contradijo lo que el propio Milei afirmó en marzo de este año en Expoagro: “Entendemos la necesidad imperante de bajar las retenciones, pero no le sirve a nadie que las bajemos para sacar rédito político en las elecciones y después el modelo revienta y tengamos que volver a ponerlas, como ha pasado en otros gobiernos (...). Para que sea duradero, hay que hacerlo de la forma correcta, para que en el futuro no venga ningún degenerado fiscal a volver a meterle el brazo entero en el bolsillo”. Al parecer, hay degenerados fiscales en su gabinete, ya que las retenciones fueron eliminadas, pero la eliminación duró lo que un amor de verano: apenas tres días. La quita flash de retenciones le costó al fisco más de 1.500 millones de dólares, que embolsaron cuatro o cinco grandes cerealeras oportunas. Para poner en escala esa cifra colosal, recordemos que la Ley de Emergencia Pediátrica frenada por el gobierno requiere, según cálculos del Congreso de la Nación, de unos 100 millones de dólares al año. 

Parafraseando a Paul O’Neill, la pregunta que deberíamos hacernos es por qué diablos los plomeros y carpinteros de nuestro país, pero también los jubilados, los chicos con discapacidad, los investigadores, docentes, pacientes oncológicos, médicos, vendedores de paltas, amas de casa, chacareros o trabajadores en general, deberían financiar, una y otra vez, a los accionistas de las empresas más ricas de la Argentina.

 

 

 

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