¿Son punibles las decisiones judiciales?

El Derecho no es un parámetro eficiente acerca del respeto de los gobernantes por las reglas institucionales

 

La pregunta merece varias aclaraciones; o quizás ninguna, porque al buen entendedor le bastan pocas palabras. Pero se ha insistido tanto en afirmar que —al menos— los jueces no son juzgables por sus sentencias —decisiones en general— en aquellos casos en los que les toca intervenir, que bien vale la pena detenerse a pensar aquello que se expresa o se quiere expresar con esa afirmación. La pregunta, por lo demás y por lo infantil que parezca, tiene cierta actualidad, pues no recuerdo otra época en la cual esas decisiones hayan sido tan criticadas por los ciudadanos y desde tantos ángulos posibles, al punto de que se ha dicho que el Poder Judicial es hoy el más reprobado de todas las funciones estatales, con inclusión allí de la misma policía, acerca de la que siempre se discutió y se criticó como ocupante permanente de la crítica más severa. La primera y más sencilla aclaración reside en la afirmación de que el juez es persona y, como tal, esto es, "como cualquier hijo de vecino" (ciudadano o habitante), puede cometer —algunos sólo como partícipe— cualquier delito del CP. Más aún, algunos delitos —llamados especiales— sólo pueden ser cometidos, como autores, por jueces (como ejemplo, el prevaricato, CP arg., 269 y s.). Parece que este significado de la pregunta no merece mayor aclaración. Los jueces pueden matar, hurtar, estafar, privar ilegítimamente de la libertad, someter a sevicias, tormentos, torturas y malos tratos o tratos degradantes, etc.

 

 

Cuestión de opiniones

Pero la prensa común, los mismos jueces y cierto establishment jurídico y judicial han sostenido, en ocasiones, que los jueces no pueden ser sometidos a juicio por delitos o por mal ejercicio de sus funciones —cualesquiera que fueren esos juicios, incluso el político para su destitución— por las opiniones que vierten en sus decisiones. Y esto ya merece una pequeña aclaración. Nadie puede ser, en principio, perseguido judicialmente por una opinión favorable o desfavorable hacia otra persona o respecto de alguna situación, mientras se refiera a aquello que forma parte de lo público, por ejemplo acerca de lo que yo indicaré en esta opinión. Los jueces tampoco. Ellos pueden tener su propia idea política, o deportiva, o posición ideológica a favor o en contra de ciertos valores o desvalores, o de una persona o de una situación determinada, también "como cualquier hijo de vecino" (tienen, por así decirlo, libertad de opinión), más allá del recato exigible a su profesión. De hecho tienen esas opiniones tanto cívicas como, por ejemplo, deportivas.

El problema recién comienza cuando la opinión se refiere a la justificación de la decisión a tomar en un pleito o asunto judicial respecto de personas o cosas sobre los que versa el asunto, conforme a su función y deber, sea esta decisión interlocutoria —interna del procedimiento— o definitiva —sentencia—. Del mismo modo, la opinión del árbitro de fútbol por identificación del equipo de sus amores o sus desamores, o acerca de cuál de los dos enfrentados debe o debió ganar el partido por ser mejor equipo que el rival, en nada parece desmerecer su labor, pero otra cosa es cuando ella influye o determina una solución en la puja que le toca arbitrar: allí el reglamento vigente implica que una mano dentro del área es penal, sin importar el color ni los merecimientos del equipo al que pertenece el jugador respectivo para la decisión del árbitro. Dicho sea de paso: los juegos deportivos o reglamentados son, desde hace tiempo, buenos ejemplos para el razonamiento correcto en materia jurídica, quizás porque su reglamento es neutro o sin referencia a valores desde el punto de vista normativo social [1]. Pero una decisión judicial o la omisión de una decisión constituyen un comportamiento humano y, por ende, tanto la acción de decidir un asunto judicial como la omisión de decidirlo pueden provocar un daño o un peligro para un bien jurídico y por ello, desde el punto de vista penal, constituir el comportamiento típico definidor de un delito.

Existen numerosos ejemplos que simplifican el conocimiento de estas afirmaciones. El juez que extrae un arma y mata a una persona sin justificación alguna o el que somete a un condenado a la pena de muerte, inexistente en nuestro Derecho, y la ejecuta, por sí o por intermedio de otro —me refiero al verdugo—, comete el delito de homicidio; el que evita pasar por la caja de un comercio alguna mercancía escondida entre sus ropas, comete un hurto, lo mismo que aquel que decomisa un bien del autor de un delito en su beneficio a sabiendas de que el bien decomisado no es ni elemento ni producto del delito imputado o que la imputación es injusta o, al menos, no confirmada por sentencia firme; se trata de un delincuente, un ladrón —más allá de toda discusión sobre su encuadre jurídico—. Sin ir más lejos, el juez que no decide en el tiempo previsto por la ley para el asunto a decidir, es claro que corrompe la labor judicial, esto es, que comete al menos una falta grave, que sólo podrá justificar en caso de imposibilidad material de realizar la acción durante el lapso legal. El juez que no libera a un detenido preventivo o a un condenado que ya ha cumplido prisionero el plazo máximo que la ley o la condena mandan o lo encarcela ilegítimamente comete al menos el delito de prevaricato (CP, 270) y el de privación ilegítima de libertad (CP, 141, 143, incs. 1º, 2º y 6º, y 144 bis, inc. 1) [2].

 

 

Homicidio por omisión

Mediante dos ejemplos judiciales por todos conocidos, ocurridos en nuestro país e informados para el público en general, intentaremos concluir de la misma manera para dejar en claro la idea de respuesta que requiere el título. El juez que, en conocimiento de una enfermedad del prisionero, que no puede ser atendida correctamente en la enfermería de la cárcel, impide que lo trasladen a un establecimiento médico competente para atender esa enfermedad del modo indicado por la ciencia médica, y el enfermo muere o queda lesionado en su salud por ello, comete el delito de homicidio o de lesiones (CP, 79 y 89 y ss.), en su caso, el de omisión de auxilio (CP 106 y s.), según que ordene positivamente que no lo atiendan u omita toda decisión conservando la prisión que sufre el enfermo (para quienes estiman que la omisión de auxilio es la forma que adopta en nuestro Derecho penal el delito de homicidio o de lesiones por omisión) [3].

Se ha dicho recientemente que un ex ministro del PE nacional fue privado de la posibilidad de viajar a los EE.UU. para seguir su tratamiento médico por una enfermedad grave. Aquel país no expidió la visa de ingreso para ese menester, en razón del proceso que sufría en la Argentina y de la decisión de prisión preventiva fundada en el hecho de haber sido funcionario de un gobierno anterior (la llamada vulgarmente doctrina Irurzun). Cuando los jueces argentinos corrigieron esa condición para que pudiera viajar, ya era tarde para proseguir el tratamiento interrumpido, aspecto que provocó, según algunos relatan, la "aceleración de su muerte" o, de otra manera dicho, la "abreviación de su vida", dos eufemismos para indicar la frase "provocación de su muerte", esto es, para afirmar, al menos desde un atalaya objetivo —sin alusión a los conocimientos de los intervinientes—, la definición abstracta y típica de un homicidio.

También ejemplo de nuestros días es la prisión de Milagro Sala —a la que invoco por todos los prisioneros de la organización Túpac Amaru a fuer de sintético, ya que a esta opinión no le interesan detalles, menos los puramente jurídicos—, prisión juzgada por varios oficios internacionales competentes como ilegítima y, por ende, reclamantes de su libertad ante el Estado argentino, que no cumplió con esas decisiones, ni las hizo cumplir a la autonomía provincial mediante los medios que la propia CN le concede. De allí se obtiene con seguridad el conocimiento real: los jueces que la someten a prisión conocen su ilegitimidad, más allá de su opinión personal. Y ello implica, como en el caso anterior, no sólo la privación ilegítima de la libertad, sino, también, en concurso ideal con ella, el delito de prevaricato. Tampoco aquí interesa demasiado, para lo que pretende demostrar esta opinión, la plena discusión jurídica, interesante en otro nivel, acerca de la autoría y la participación. Lo cierto es que al CP argentino, artículo 45, tal discusión le importa también poco, pues amenaza con la misma pena al llamado autor, a quien participa necesariamente en su acción u omisión y a quien instiga a cometer el delito (crea el dolo en cabeza del autor).

Por prurito académico me detendré un instante en destacar ciertos debates a los que la ciencia jurídica les ha dado importancia suma, pero que aquí —según mi opinión, ya anticipada en notas al pie— carecen de una importancia mayúscula, esto es, no implicarían de modo alguno, sean resueltos como se resuelvan, la eliminación de la necesidad de someter a investigación y a juicio el comportamiento de ciertos funcionarios judiciales. En primer lugar, declaro no conocer con seguridad los detalles del caso Timerman, citado como ejemplo, razón por la cual carezco de la posibilidad de afirmar el dolo, de indagar el conocimiento de los jueces que determinaron la prisión tenían acerca de la imposibilidad, por carencia de la visa necesaria, de ingresar a los EE.UU. para proseguir el tratamiento de su enfermedad, proceso que determinó la finalización del tratamiento médico y, con ella, la "anticipación" de su muerte o la “abreviación” de su vida, según se afirma. Parece de sentido común el hecho de que, en algún momento esos jueces —como sucede para nosotros, ciudadanos "comunes" sin el deber ni el poder de decisión—, los jueces que intervinieron en el caso tuvieron acceso al conocimiento de la realidad, enfermedad mortal y suspensión de su tratamiento. Vale la pena aclarar que, si conocían de antemano la imposibilidad jurídica de ingresar para continuar el tratamiento médico, ellos responden como autores. Voy a dejar de lado aquí, por falta de interés, la valoración de los funcionarios de los EE.UU. que no concedieron la visa, con preferencia de la opción de evitar el ingreso de habitantes con malos antecedentes al país frente a la vida del enfermo, que sólo ingresaba para continuar un tratamiento médico vital. Por lo demás, no es necesario para el propósito de esta opinión, el debate acerca de si se trata de autores mediatos (por utilización de la sujeción que crea un aparato de poder competente para la realización de decisiones sobre la fuerza pública, organizado verticalmente). El otro problema fáctico, de haber desconocido los jueces en un comienzo la prohibición de ingreso, consiste en saber cuándo lo supieron y cuándo reaccionaron para dejar de lado la condición que obstaculizaba el ingreso al país extranjero en relación con la imposibilidad de proseguir el tratamiento que condujo al ex ministro a la muerte. Por supuesto, es importante saber cómo lo trataron frente a su enfermedad, supuesto sobre el cual ha sido determinante la trágica exposición de su letrada, Graciana Peñafort [4], pues no podemos olvidar que los malos tratos, humillantes y degradantes también son ilícitos (Convención sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, 1984, que entró en vigor en 1987, en especial definición del art. 1°; CP, 144 bis, incs. 2 y 3, y 144 ter). Todo ello asegura también la necesidad de una investigación acerca del comportamiento de los jueces que determinaron la imposibilidad de asistencia del enfermo, en fin, la preferencia del procedimiento penal a la vida o a la salud del imputado, supuesto transgresor de una norma.

 

 

Deberes del Estado

El otro caso, el de Milagro Sala, es más lineal, por ello más burdo, y no presenta, a mi juicio, aristas tan discutibles desde el punto de vista jurídico ni fáctico. Los jueces que la someten a prisión conocen la ilegitimidad de la medida, sobre la cual se han expedido no sólo juristas argentinos de nivel, sino, además y sobre todo, organismos de Derecho internacional competentes en la materia y reconocidos por el Estado argentino como tales en convenciones y tratados internacionales a los que estamos adheridos sin reserva alguna —incluso por la propia CN (75, inc. 22 y 24)—, esto es, cuyas decisiones y su ejecución constituyen deberes del Estado nacional, que es parte de la convención o tratado. La carencia de ejecución de esas decisiones no sólo imputa a los jueces que las ignoraron, sino, sobre todo, a los jefes de gobierno de ambos Estados, provincial y nacional, que las desobedecieron con argumentos insólitos para quien es miembro de esa convención, aun cuando a ellos les pareciera incorrecta frente al caso la decisión de los organismos internacionales. No cabe la menor duda acerca de que quien preside el gobierno nacional debió requerir la intervención de la provincia involucrada, obligada a afianzar la justicia, deber ausente o contrapuesto por sus jueces o su gobierno, y sancionado con su intervención federal (CN, Preámbulo y art. 5 y 6), y que la omisión debió determinar el juicio político en contra de las autoridades que colaboraron con ese comportamiento, en este caso por omisión del "buen" comportamiento en el ejercicio de su función (CN, arts. 53, 59 y 60, al menos para los principales funcionarios federales). Para nada se vincula a ello el hecho de la falta de sanción y coacción por parte del Derecho internacional, Derecho conocido como primitivo en ese aspecto, pues las normas tienen aun razón de ser en ausencia de un aparato coercitivo desarrollado para castigar lo declarado ilícito [5].

Existen, a mi juicio, más ejemplos de merecimientos de investigación de la conducta de los jueces y funcionarios judiciales en materia penal. Piénsese en el caso del joven Rafael Nahuel y la decisión acerca de las imputaciones de las fuerzas federales que reprimieron, en la investigación llevada a cabo por la desaparición y muerte del joven Maldonado y en tantas otras decisiones que no conozco en detalle. Empero, a guisa de ejemplo, basta con lo ya anunciado.

 

 

Los límites del derecho

Un último punto muy personal o, quizás, personalísimo. Si algo ha logrado este gobierno, es convencerme acerca de que el Derecho no constituye un parámetro eficiente acerca del respeto de los gobernantes por las reglas institucionales y, entre ellas, por los derechos humanos de los habitantes. También me ha convencido acerca de que el Derecho no funciona como límite eficiente alguno para el comportamiento de quienes persiguen y juzgan. Más allá de que creo que el ser humano no es idóneo para juzgar a sus semejantes [6], este gobierno y sus ramificaciones parlamentarias ha terminado por convencerme de que es preciso modificar nuestras instituciones judiciales básicas para adecuarlas a este presente y usar mejor las reglas jurídicas que definen nuestra inserción como nación soberana y democrática. Por de pronto, no parece que la pomposa independencia judicial que se pregona funde un poder de la República, como pregona la propia Constitución. En verdad, la definición de ese excelso nombre reza: los jueces son independientes de todo poder del Estado —esto es, no deben ser presionados por las opiniones del Ejecutivo o del Legislativo frente a un caso (a esto lo denominamos independencia externa)—, pero están sujetos a la autoridad de la ley, esto es, a la decisión de política pública del Poder Legislativo, obligatoria para ellos, razón por la cual ese último poder sí merece ser así conocido, como poder del Estado que, en los comienzos de la República moderna, conducía a la Asamblea general de representantes del pueblo de una nación. Ello funda, por una parte, la identificación de quién da las órdenes, malas o buenas, para el sistema republicano, sin duda el parlamento o la asamblea nacional, y, por la otra, la que yo llamaría, sin ostentación, principio de libertad de decisión de los integrantes del tribunal que juzga, sean ellos profesionales y permanentes o accidentales (los jurados). Tal principio debería tener una definición unívoca en la ley fundamental y demuestra, a mi juicio, que la decisión del parlamento —poder legislativo del Estado— mediante la ley es determinante para el oficio de juez. El desconocimiento de la regla parlamentaria en una decisión judicial funda el delito de prevaricato. Sólo por esta razón no deberíamos aprobar el llamado sistema difuso para el control de constitucionalidad, que permite a cualquier juez no aplicar la regla legislativa, parlamentaria, por sostenerla írrita según la Constitución. Esa debería ser la misión, precisamente, de nuestra Corte Suprema en el ámbito federal, cuyo papel institucional, organización y procedimiento fue tergiversado, en primer lugar, por la célebre ley nº 48 y sus reformas sucesoras y, en segundo lugar, por atribuciones que la misma práctica judicial le fue introduciendo. Urge modificar el sistema. Sería conveniente, también, de lege ferenda, pensar en este único tribunal federal y constitucional por antonomasia [7] y en un método distinto de elección de sus jueces. Tal afirmación deja a las provincias, que hoy en día cubren todo el territorio del país, la instauración de los tribunales de mérito, aquellos que verifican los hechos y aplican la ley parlamentaria. Quizás con alguna variante y a pesar de su ahorro de ideas y palabras acerca de la administración de justicia, creo que la unidad nacional de ese sistema, más allá de las facultades provinciales para organizar, constituir e integrar los tribunales de mérito constituyó el sistema que Alberdi pensó en sus Bases [8].

Otro imperativo democrático de una nueva CN en el ámbito judicial debe ser la finalización del sistema de organización vertical. La horizontalidad de la organización judicial implica la necesidad de suprimir el sistema de delegación por el cual los llamados tribunales superiores delegan autoridad en los inferiores, pero conservan intacto todo el poder de decidir al controlar la decisión, con lo cual la llamada independencia interna resulta, en verdad, un cercenamiento vertical de la libertad de decisión de los jueces, prácticamente inexistente [9]. Ello implica también un cambio racional en el sistema de control de la decisión de los tribunales, aspecto sobre el cual no puedo extenderme aquí [10]. Unas pocas transformaciones sustanciales de la realidad jurídica quizás sirvan para volver a modelar el triste papel que cumplen hoy los tribunales mal llamados de justicia.

 

 

[1] Cf. Hart, H. L. A., El concepto de Derecho, traducción Carrió, Genaro, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1986, p. 51; idem, Maier, Julio B. J., La función normativa de la nulidad, reimpresión, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2ª edición, 2013, p. 123.
[2] No deseo interpretar —ni discutir— ahora los textos de los artículos mencionados del CP. En todo caso, conforme al grado de las pena s que él amenaza, en comparación a otras por delitos más "comunes", me conducen a insistir en que el CP estuvo hecho a la medida de la profesión jurídica y, sobre todo, de los jueces y funcionarios judiciales.
[3] Tampoco corresponde interpretar y discutir ahora —ni lo pretendemos— problemas de la autoría mediata, incluso por medio de competencias funcionales o aparatos de poder.
[4] Ver el periódico Página 12, del 2/1/2019, En defensa de la memoria de Timerman, donde aparecen los datos relativos a esta cuestión en tuits de su defensora, y al día siguiente, 3.1.2019, la nota de Ailín Bullentini, El Poder Judicial debe ser más humano.
[5] Ya lo explicaba así en escritos de juventud: La función normativa de la nulidad, cit., p. 134; ver también, par. 4, ps. 117 y ss.
[6] Jesús, Evangelio según San Mateo, 7:1.
[7] Algunos postulan, con razón, la existencia de tribunales de casación federales, cuya misión sería fijar la interpretación correcta de las leyes para las que, según la CN, tiene competencia legislativa sólo el parlamento nacional.
[8] Ver Maier, Julio B. J., Organización judicial y democracia representativa, III, 1 (Escrito para el Congreso de Derecho Procesal de Río Hondo, Santiago del Estero; desconozco si fue publicado y, en caso afirmativo, en qué revista o libro, pero puede leerse, resumido, en Voces en el Fenix, nº 63, bajo el título de Poder Judicial y democracia). Allí consta mi interpretación sobre las célebre Bases de Alberdi, origen de la Constitución de 1853 que todavía nos rige.
[9] Al punto de que los propios jueces, en ocasiones a regañadientes y de modo confeso, pese a tener su opinión propia sobre la solución del caso, aplican la interpretación expuesta por un tribunal superior, a mi juicio un caso claro de prevaricato llamado entre nosotros jurisprudencia.
[10] Cf. Maier, Julio B. J., Hacia un nuevo sistema de control de las decisiones judiciales, Contextos (Revista del Seminario de Derecho público de la Defensoría del pueblo de la C.A.B.A.), nº 2.

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