SOÑAR DE DÍA

A 60 años de 'Lawrence de Arabia', una reflexión sobre los héroes incorrectos y sus revoluciones justas

 

Cuando pensamos en el desierto visualizamos un vacío. Es de esas raras entidades que se definen no por lo que son, sino por aquello de lo que carecen — la nada misma, por default.

En latín, desertus significa olvidado, abandonado. La clase de mote que se gana un sitio carente de rasgos particulares. Y sin embargo, los desiertos proverbiales dejaron una marca indeleble sobre nuestra cultura. Los patriarcas de las religiones monoteístas los eligieron como escenario de sus revelaciones. En el desierto, Dios es un espejismo inevitable. Ante esa inmensidad, y bajo la energía incandescente de una estrella cercana, el hombre se siente nada y a la vez un elegido. Su paradójica combinación de ausencia e intensidad —porque un desierto existe en condiciones que están al límite de lo que un humano puede soportar— hace que, antes que un lugar geográfico, encarne un fenómeno metafísico.

La fascinación que despierta es la que caracteriza a lo inasible, aquello que no logra ser aprehendido de un solo vistazo. "El desierto no puede ser reclamado o poseído", dice Michael Ondaatje en la novela El paciente inglés. "(Allí) Nosotros, incluso aquellos con hogares europeos y niños que nos esperan lejos, deseamos quitarnos de encima los ropajes de nuestros países. (El desierto) Era un lugar de fe. Desaparecíamos en el paisaje".

 

 

 

Yo experimenté ese mismo deseo —el de interrumpir mi travesía para pedirle asilo y quedarme allí para siempre— a fines del año 2000. Arreciaba la Segunda Intifada cuando crucé el Negev en compañía de Pasqual Górriz, el fotógrafo catalán que completaba el team periodístico. Cuando se hizo de noche detuvimos el auto a un costado del camino y, tumbados sobre el capot, fumamos hash mientras contemplábamos el infinito recamado, en el más reverente de los silencios.

Hay gente que sufre vértigo ante un abismo, porque esa nada que se abre a sus pies la llama, la invita a caer. Un desierto es un abismo horizontal. Jesús sabía lo que hacía cuando salió al desierto para ser tentado.

Pero esta es la historia de otros dos hombres que renacieron entre las arenas.

El primero se llamó Thomas Edward Lawrence (1888-1935). Arqueólogo, escritor, espía y guerrero, se convirtió en una de las primeras pop stars de la historia durante la Primera Guerra y en los años subsiguientes. Era uno de los cinco hijos que Sir Thomas Chapman, séptimo baronet del castillo Killua de Westmeath, Irlanda, había tenido por fuera de su matrimonio, al amañarse con una institutriz llamada Sarah Junner. Este origen ilegítimo pesó sobre Lawrence, empujándolo a probar su valía al mismo nivel o por encima de los hijos de buena cuna. Chico inteligente y solitario, ávido lector de los clásicos, gustaba de poner a prueba los límites de lo permitido y encajaba el castigo físico que le propinaba su madre —institutriz hasta el fin— como parte del proceso que lo ayudaba a curtirse. Fascinado por el Medioevo y las Cruzadas, llegó a Beirut en 1910, para asistir a un arqueólogo que trabajaba para el British Museum y estudiar árabe.

 

T. E. Lawrence.

 

 

Declarada la guerra en 1914, el Imperio Otomano jugó su poder sobre la región en favor de Alemania. Durante 1915 Frank y Will —hermanos de Lawrence— murieron mientras combatían en el Frente Occidental, imbuyéndolo de la culpa del sobreviviente: debía demostrar y demostrarse que no seguía vivo por error. Hasta entonces trabajaba para el Buró Árabe del ejército inglés, haciendo mapas, produciendo informes para los generales y asistiendo en los interrogatorios, merced a su dominio del idioma local. Pero volvió tan locos a sus superiores —el hecho de que además fuese un freak que no bebía alcohol ni confraternizaba con sus colegas debe haber ayudado—, que logró que lo enviasen al frente.

Lawrence se vinculó con los hijos del emir de la Mecca y se convenció de que uno de ellos, Faisal, era ideal para liderar un alzamiento de los pueblos árabes contra los turcos, complicando la retaguardia de Alemania. Vestido como un noble del desierto y provisto de la daga dorada que lo confirmaba como sherif honorario —un descendiente del Profeta—, Lawrence lideró una campaña terrorista asistido por un ejército informal de árabes.

Dinamitaban las líneas férreas que utilizaban los turcos y capturaban enclaves neurálgicos, como el puerto de Aqaba. Un periodista estadounidense, Lowell Thomas, lo acompañó durante tramos de la campaña mientras su camarógrafo lo filmaba. Pronto descubrió que al público occidental lo deslumbraba la figura de este demente que vestía como un nativo y se movía a lomos de camello con naturalidad. Representaba un enorme contraste con las imágenes de los noticieros que provenían del frente europeo, borroneadas por el barro y los gases. Lawrence era la cruza ideal entre un héroe romántico clásico y una estrella del cine incipiente, a lo Rodolfo Valentino. (Que en 1921, tratando de capitalizar el exotismo de Medio Oriente, protagonizó El sheik.) Entre 1919 y 1920, casi un millón de ingleses acudieron a ver el show que Lowell Thomas había pergeñado, y que a esa altura tenía por protagonista a aquel a quien todos conocían como Lawrence de Arabia.

 

Demoliendo trenes.

 

El otro hombre al que quiero referirme es David Lean (1908-1991). Que se hizo famoso en 1957 como autor de una película llamada El puente sobre el río Kwai, ganadora de siete Oscars — entre ellos, el de Mejor Director. Con el mundo a sus pies, Lean quiso que su siguiente proyecto fuese una recreación de la revuelta liderada por Lawrence. "¿Estaré loco? ¿Podré lograr que el público comparta mi emoción?", se preguntó en una carta a Michael Wilson, poco después de visitar el desierto y la ciudad de Petra. Decidido a filmar en locaciones naturales, vivió en las arenas interminables casi un año. De noche dormía dentro de una casa rodante colocada encima de un camión, y de día conducía a un equipo de técnicos y artistas casi tan alucinado como Lawrence y sus ensabanados. Cuando ya no pudo inventar más excusas para seguir filmando, fue el último de ese crew en abandonar el desierto. La película se llamó Lawrence de Arabia, se estrenó hace exactamente 60 años —en diciembre de 1962— y sigue siendo una de las obras más deslumbrantes que se haya concebido para el cine.

 

 

 

Allí Lean y el guionista Robert Bolt hacen que el periodista le pregunte a Lawrence qué es lo que tanto lo atrae del desierto. Entonces Lawrence, interpretado por el eterno Peter O'Toole, le responde: "Es limpio".

Para los locales, el desierto es simplemente inevitable. ("Ningún árabe ama el desierto. Nosotros amamos el agua y los árboles. En el desierto no hay nada y nadie necesita la nada", dice allí Alec Guinness, que da vida al príncipe Faisal.) Pero para los hombres blancos y febriles como Lawrence y Lean, la limpieza del desierto equivale a una hoja en blanco que permite reescribir la vida por entero.

 

 

 

El soldado extravagante

Desde el sur, y desde este tiempo presente, T. E. Lawrence es una figura incómoda, por no decir francamente incorrecta. El prototipo del white savior, el salvador blanco que ofrece a pueblos atrasados la clase de liderazgo que no podían darse a sí mismos — una suerte de Tarzán del desierto, sólo que en el mundo real. Lawrence entendió que se le presentaba una doble oportunidad. Por una parte, podía ayudar a la causa de su patria, jodiéndole la vida al Imperio Otomano. Y por el otro, podía beneficiar a los pueblos árabes, que hasta entonces eran poco más que un rejunte de tribus sin territorio ni ordenamiento legal. ("Los árabes —dice Lawrence en el capítulo introductorio de su libro Siete pilares de la sabiduría— creen en las personas, no en las instituciones".) Deseaba sinceramente el bienestar de aquellas gentes, entre las que había encontrado el lugar que su propia sociedad no le había dado ni le daría por su propia voluntad — un sitial que, de hecho, no volvería a encontrar en otra parte.

 

 

Lawrence de Arabia.

 

 

En una carta a Rex Ingram, Lawrence se explicó así: "Los árabes me atraían porque tenían un profundo respeto de sí mismos y porque no se sentían para nada inferiores a los ingleses. Eso me sedujo, porque yo mismo soy irlandés, más o menos". Como hijo bastardo y ciudadano de segunda —los irlandeses eran al Imperio británico lo que los sicilianos son al imaginario de la Italia aristocrática—, Lawrence valoraba a quienes se negaban a ser tratados de forma condescendiente. Por eso se esmeró por volverse digno a los ojos de los árabes, adoptando sus costumbres y entrenándose para tolerar las inclemencias del lugar. Y esas gentes lo reconocieron como merecedor de su respeto, llegando al extremo de reinventar su apellido: lo pronunciaban El Aurens, que sonaba así como el apelativo de un príncipe del desierto.

Lawrence era un líder carismático, a quien los locales admiraban por su coraje lindante con la locura y porque entendía las sutilezas de la vida entre los beduinos. Eso, y su formación diplomática, fueron útiles a la hora de persuadir al príncipe Faisal y a líderes tribales como Auda abu Tayi de la conveniencia de acabar con el dominio otomano y crear su propia nación. Otros elementos de gran persuasión fueron el oro inglés, que Lawrence distribuía con munificencia, y la promesa de repartir el botín que consiguiesen arrebatarle a los turcos.

 

 

Lawrence (Peter O'Toole) y Auda (Anthony Quinn).

 

 

Vivir en el desierto, entre los beduinos, también congeniaba con Lawrence en otros aspectos. Por ejemplo, convenía a su naturaleza, que creía en la purificación —y por qué no, en el placer— a través del dolor. Hay un episodio crucial en Siete pilares de la sabiduría, también incluido en el film, en el cual Lawrence describe su captura y tortura a manos de un bey —o sea, el mandamás de un pueblo turco—, e insinúa que fue sodomizado durante su cautiverio. "Esa noche en Deraa —concluye el capítulo—, la ciudadela de mi integridad se perdió de forma irrevocable". Resulta inconcebible que en 1926, fecha de la primera publicación del libro, un tipo —con carrera militar, además— confesase voluntariamente una cosa semejante. Para colmo, hay académicos que sugieren que el episodio nunca existió, lo cual tornaría aún más escandalosa su difusión. ¿Por qué escribiría Lawrence algo semejante, a no ser que estuviese convencido de que expiaba así, a través del escarnio público, una pena privada?

Una de las características de la vida entre los beduinos era la tolerancia ante la homosexualidad. Las largas temporadas en el desierto, en ausencia de compañía femenina, tornaban razonable la idealización de la camaradería masculina. Lawrence tuvo allí un sirviente, Salim Ahmed, a quien llamaba Dahoum. Salim Ahmed murió en 1918, probablemente de tifus. Siete pilares de la sabiduría está dedicada a un tal "S. A." No hay registro de ningún camarada inglés cuyo nombre coincida con esas iniciales, por lo cual es tentador pensar que el libro —y el poema de amor que lo abre— le están dedicados. Sus versos son elusivos, como corresponde a la buena poesía, pero inequívocos en ciertos aspectos. "Te amé —dice Lawrence—, así que convoqué a esas mareas humanas para, con mis manos, / escribir mi voluntad en el cielo con estrellas / Y así ganar para tí Libertad, la digna casa de siete pilares / y que tus ojos pudiesen brillar por mí / cuando llegásemos". Más allá del título, en todo el libro no hay otra mención a los benditos siete pilares que esta del poema de amor, y no es por falta de espacio. La edición que poseo, por ejemplo, tiene 650 páginas.

 

 

 

Mucho después, en 1986, el hermano menor de Lawrence, Arnold, que ofició como albacea literario desde su muerte en 1935, confesó en un documental para la BBC: "Él —Lawrence— odiaba la idea del sexo. Había leído infinidad de literatura medieval sobre personajes —algunos santos, otros no— que se flagelaban para apagar el deseo sexual. Y eso es lo que él hizo". Después de la Revuelta en el Desierto y también a causa de su notoriedad, Lawrence quiso desaparecer de la faz de la Tierra y pidió ser enviado a remotos destinos militares, a los que arribaba con nombres falsos — Ross y Shaw, por ejemplo. Hay quienes afirman que, durante aquellos años, le pagaba a jovencitos para que lo azotasen. Puede que no haya consumado contacto físico entonces, pero ¿cómo sabría Arnold qué ocurrió en la tienda de su hermano durante esas noches que inspiraron a los profetas la idea de que Dios vive en el cielo, cuando, en la intimidad que obsequia el desierto, no tenía más compañía que Dahoum?

Pero una cosa es su identidad sexual, otra distinta sus tendencias masoquistas —que a través del dolor llevan al placer, y hasta al orgasmo— y otra más distinta aún la vivencia de una culpa en el sentido judeo-cristiano del término. Cosas diferentes en esencia, insisto, pero que cuando se combinan en una sola personalidad, como la de Lawrence, articulan esa sensación de estar viviendo "prisionero de una mentira" que confesó a un colega militar, Richard Meinertzhagen, en 1919. Porque, además de la necesidad de ocultar sus deseos, Lawrence estaba atrapado en un papel de héroe romántico que había llegado a creer que no merecía.

 

 

Lawrence, en su salsa.

 

 

La Revuelta en el Desierto no acabó con el cumplimiento de las promesas que Lawrence había formulado a los árabes en nombre del gobierno británico. A esa altura ya existía el tratado Sykes-Picot por el cual Inglaterra y Francia, con la anuencia de Rusia e Italia, se dividían el territorio del Imperio Otomano. (De hecho los franceses se quedaron con la Siria que Lawrence había querido entregar a los beduinos.) La película adopta la premisa de que Lawrence no sabía que sus superiores terminarían cagando a sus hermanos del desierto. Es verdad que la oficialidad británica afincada en El Cairo demoró en enterarse de este acuerdo, y que no existe evidencia que revele cuándo se enteró Lawrence. Pero este último dato sería lo de menos. Ya fuese a conciencia o engañado, lo cierto es que Lawrence fue funcional a la traición inglesa.

Razón que explica por qué no cuesta nada leer Siete pilares de la sabiduría como el más prolongado mea culpa de las letras occidentales, disculpa de Lawrence por no haber estado a la altura de la dignidad de los pueblos que había querido beneficiar. (No está descaminado el escritor Angus Calder cuando define a Lawrence como "un esteta con mala conciencia".)

Esta confesión queda de manifiesto en dos puntos claves del libro, el principio y el final. Al cerrar el poema dedicado a S. A. dice Lawrence: "Los hombres rezaron para que yo consagrase nuestro trabajo, la casa inviolada / como un memorial en tu nombre / pero aunque hubiese sido un monumento adecuado yo lo destrocé, cuando todavía estaba inconcluso". En el párrafo que concluye el libro, Lawrence describe su insistencia ante el general Allenby, su superior, para que lo relevase de la responsabilidad que desempeñaba en Medio Oriente. Subraya que ese relevo era lo más conveniente para el gobierno británico, cosa que apunta en los términos más sugestivos: "Cuánto más fácil resultaría poner en práctica la Nueva Ley —arguye— una vez que la gente sintiese la ausencia de mi espuela". Pero Lawrence nada dice de sus razones más personales para irse de allí entonces. Lo único que insinúa es lo que permanece codificado en su frase postrera. "Al final él (Allenby) accedió; y entonces, instantáneamente, supe cuánto lo lamentaba (I knew how much I was sorry)".

¿Se exilió Lawrence del lugar que más amaba y donde más se lo había amado porque sentía que había traicionado a sus compañeros más fieles? Es posible. Lo imposible es disentir con Allenby en su descripción de Lawrence como "el menos convencional de los soldados ingleses".

 

 

 

 

 

 

El héroe accidental

Para las generaciones que crecieron viendo la película, Lawrence es el actor Peter O'Toole. Que era casi un desconocido por entonces, pero en quien Lean confió, obsequiándole el papel consagratorio de su carrera. (Después del preestreno en Londres, Noël Coward hizo reír al director cuando le dijo que si O'Toole hubiese sido apenas un poco más bello, el film debía haberse llamado Florence de Arabia.) Pero el primer candidato para interpretar a Lawrence fue Albert Finney, que lo rechazó a último momento porque "no quería ser una estrella". Después Lean y el productor Sam Spiegel pensaron en Marlon Brando. Me cuesta imaginarlo en ese papel, porque no veo al más grande balbuceador de la historia del cine dominando el perfecto inglés del académico Lawrence. Pero entiendo lo que Lean buscaba. Brando era capaz de corporizar la ambigüedad esencial a la figura de Lawrence — y no estoy hablando tan sólo en términos de preferencias sexuales. "(El público) Debe ser capaz de mirarlo a veces con afecto y admiración, y otras, horrorizándose, sin poder entenderlo del todo", escribió Lean en un memo a sí mismo redactado en 1959, y continuó diciendo así. "Lawrence no era un cliché, y ahí radicaba su fascinación".

 

David Lean.

 

 

Lean tenía claro que Lawrence de Arabia debía ser una obra tan ambigua como su protagonista. "Es la más maravillosa combinación de espectáculo y retrato íntimo que haya caído alguna vez sobre la falda de un cineasta", le escribió a Spiegel desde el escenario natural de Wadi Rumm. Y cumplió con creces con ambas facetas de su definición.

Lawrence de Arabia sigue siendo una de las películas más deslumbrantes de la historia. En primer lugar, por la belleza ultraterrena de los paisajes fotografiados por Freddie Young. Todas las películas que quisieron emularla lucen como ecos desvaídos de su majestuosidad — incluyendo las mejores, como El paciente inglés (1996), de Anthony Minghella. Pero además reinventó el concepto de la aventura cinematográfica: no habría Star Wars ni Dune sin Lawrence, y tampoco existiría la saga de Avatar, porque James Cameron es de los pocos que todavía entiende que el público no desea ver una película más, sino someterse a una experiencia que lo transforme o al menos lo sacuda. (A juzgar por El abismo, Titanic y la saga de Avatar, Cameron parece determinado a convertirse en el David Lean del mar.) Exponerse a contemplar Lawrence en el cine, en una pantalla que reproduzca su formato original —Super Panavision 70— y mediante una copia prístina, es lo más parecido a una experiencia religiosa que puede atravesar un cinéfilo. Lo cual explica que críticos como Dilys Powell, del Sunday Times, hayan vencido su comedimiento habitual en el '62 para decir cosas como: "Creo que es la primera vez que el cine consigue transmitir éxtasis".

 

 

 

El film está lleno de secuencias memorables, como la elipsis entre el fósforo que Lawrence sopla en El Cairo y el sol que sale sobre el desierto, o el plano que arranca de las huestes beduinas que cargan contra Aqaba y termina con los cañones turcos que, inútiles, apuntan al mar. Los personajes secundarios también son magníficos: Alec Guinness como Faisal, Omar Sharif como Ali, Anthony Quinn —y una narizota prostética— como Auda abu Tayi, Miguel Ferrer como el sádico bey. Pero al mismo tiempo es verdad lo que dice Lean respecto del film como estudio íntimo de un personaje complejo, tan inapresable como los desiertos donde se sentía en casa. Porque a los aspectos de Lawrence que se prestan a ser interpretados en términos heroicos —su visión política, su coraje, su perseverancia, su generosidad, su desprendimiento— se suman las facetas inquietantes, y hasta contradictorias, de su persona. El Lawrence ávido de fama, el guerrero sádico, el beduino honorario que se convierte en Judas del pueblo que le abrió los brazos: probablemente no haya existido nunca —ni hasta el '62 de su estreno, ni desde entonces hasta hoy— un protagonista de superproducción hollywoodense más paradójico, más incómodo y de convicciones políticas más dudosas.

Sospecho que mucho de esto deriva de que Lawrence no era un héroe natural, de esos que ya nacieron cortados para la hazaña en el campo de batalla o en la cancha de fútbol, sino un intelectual que aprovechó la oportunidad de escribir su propio personaje heroico sobre la marcha. En este sentido fue un anticipo del Che y de Walsh, más allá de las obvias diferencias ideológicas: así como Guevara andaba con libros encima en medio de las campañas militares, y Walsh seguía escribiéndo(se) en la clandestinidad, Lawrence circuló por los desiertos sin apartarse de sus ejemplares de —elecciones nada azarosas— La odisea de Homero y La Mort d'Arthur de Sir Thomas Malory. La primera es la historia de un hombre que, después de usar la inteligencia y la imaginación para ganar una guerra en la que no creía, lucha por regresar a casa. (Vale puntualizar que Lawrence no contaba con nada parecido a la Ítaca de Ulises — no tenía hogar real al que volver, y había quemado los puentes que lo unían al único sitio que lo hubiese acogido.) La otra es la saga de un hombre heroico cuyas muy humanas debilidades terminan por producir la caída de su reino.

 

Alec Guinness, Lean y O'Toole.

 

 

A la sombra de esas épicas, Lawrence concibió su rol en plena Guerra Mundial, lo llevó adelante y finalmente, en el mejor modo yo la hago y yo la vendo, escribió el relato definitivo sobre la Revuelta del Desierto en exquisita prosa modernista. (Era un gran admirador de T. S. Eliot, el autor de La tierra baldía y Los hombres huecos, a quien consideraba "el más importante de los poetas vivos".)

Pero además Lawrence era un académico formado en el clasicismo cuya aventura coincidió con el advenimiento del espectáculo masivo. Una de las escenas más reveladoras del film es aquella en la que se prueba por vez primera los ropajes de un sherif, después de atravesar el Nefud. Creyéndose solo, Lawrence actúa para sí mismo, se pavonea, pero eso no le basta: necesita verse, y para eso elige como espejo la hoja de la daga que acaban de obsequiarle. Tiempo más tarde, cuando llegan el cronista norteamericano y su cámara, Lawrence lleva adelante sus actos heroicos como si interpretase un papel — bello como un dios, con sus ropas níveas flotando al viento, caminando por encima del tren turco del que se ha apropiado. (El personaje real, Lowell Thomas, declaró que Lawrence tenía "la capacidad genial de retroceder, de hacer mutis, de un modo que sólo lo acercaba aún más a las candilejas, al centro de atención".) Sobre el final, el diálogo de Lawrence con su propia imagen pública toma un giro siniestro cuando vuelve a ver su imagen sobre el metal de la daga, que en esta oportunidad chorrea la sangre de los turcos que está masacrando.

 

 

Lawrence (O'Toole) y su conciencia, el sherif Ali (Omar Sharif).

 

 

El de Lawrence es el drama de un hombre que reniega de la identidad que lo aprisiona y busca reescribirse. Deseo comprensible, si los hay. ¿Qué sería la libertad, esa "digna casa de siete pilares" prometida a Dahoum, sino la potencialidad humana de labrar el propio destino? Una de las tensiones que fluye por debajo de la relación entre Lawrence y los beduinos es el contraste entre el fatalismo árabe, según el cual todo lo que ocurre es porque "ya ha sido escrito", y el positivismo occidental. Lawrence pretende que nada ha sido escrito, que el futuro es una hoja en blanco, tan limpia como el desierto. En líneas generales, no puedo estar más de acuerdo. Pero reinventarse no es moco de pavo, aún en términos individuales y en el marco de una sociedad próspera y estable. Por eso mismo, cuando intentás resolver tu propio mambo —poner en acto tu psicodrama— en la primera línea de un quilombo mundial, y encima escribiendo con vidas ajenas, la irrupción de la tragedia se torna inevitable. ¿Cómo podía obtener libertad alguna para su amado Dahoum cuando él mismo, el petiso Ned Lawrence, era la criatura menos libre que se podía concebir?

Este es, quizás, el mejor fundamento de la excepcionalidad del film de David Lean. Durante su hora final, Lawrence de Arabia es casi un documental sobre un colapso nervioso en tiempo real, la disolución de una personalidad que ha intentado construirse sobre premisas falsas — Lawrence como el prototipo del hombre hueco del poema de Eliot. Pero además, si la analizamos en términos políticos, es la deconstrucción del paradigma del héroe occidental, a quien se expone en su insustancialidad.

 

El Lawrence de la posteridad.

 

 

En el film de Lean los europeos son crueles manipuladores, que tañen el complejo mesiánico de Lawrence así como un músico eximio exprime su instrumento. Hasta los turcos se convierten en figuras dignas de misericordia en el final. El único que no está corrompido ni se deja corromper es Ali, que asume el discurso libertario de Lawrence y lo conserva, sin dejarse abatir por las limitaciones humanas de su referente político. En algún sentido, el film de Lean es una variación sobre el mismo tema que toca Walsh en su cuento Un oscuro día de justicia.

Creo que Walsh escribió ese relato unos cinco años después del estreno de Lawrence, aunque recién lo publicó en el '73. Es uno de sus cuentos sobre el internado de pibes irlandeses, donde todos esperan que llegue el pariente de uno de ellos para boxear al turro del celador Gielty. Pero al final Gielty se impone, porque la vida no es como las películas y los cuentos. Sin embargo es ese desenlace, frustrante a prima facie, lo que le permite a los pibes entender lo esencial: "...El pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza". En Walsh, el héroe insuficiente era un poquito el Che, pero en último término era Perón. En Lawrence lo es el personaje protagónico, con Ali y los beduinos aprendiendo la lección que sigue siendo tan vital para todos los pueblos que soportamos un yugo.

 

Lawrence y esas motos que van a mil.

 

 

Si vieron Lawrence vuelvan a verla, pensándola desde el presente. (Recuerden que es la película que Spielberg describió como un milagro y que, de hecho, lo decidió a dedicarse al cine.) Y si no la vieron, búsquenla ya mismo. Yo tuve que sobreponerme a la bronca de que mi viejo reproductor de blue-rays no respondiese y a no encontrarla en otra plataforma más allá de YouTube. (Ver Lawrence en la computadora es como contemplar el océano en un microscopio.) Sigue siendo el último ejemplar de una especie extinta, la superproducción para seres pensantes — una experiencia difícil de metabolizar hoy, desde que hemos perdido los parámetros que se necesitan para considerarla. Pero por eso mismo es importantísima, a pesar de que los encuestados por la revista Sight & Sound hayan incurrido en el sacrilegio de quitarla de su lista de las mejores de la historia: porque nos empuja fuera de nuestra zona de confort y nos compele a buscar nuevas síntesis justamente hoy, cuando nuestra supervivencia depende de que entendamos de una puta vez que ya nada es lo que parece ni cumple con su anquilosada función.

Es un film genial que especula sobre un personaje de la historia que no puede ser más interesante, porque se desenvolvió en un tiempo liminar, de cambios tectónicos — como hoy, bah. El Lawrence de David Lean representa el ocaso de la figura del héroe solitario que se cree en condiciones de hacer una revolución. Poco después asomó una nueva síntesis, todavía vigente: la revolución debía hacerla el pueblo —le dijo Walsh a Piglia—, y si en el marco de ese proceso surgía un héroe o una heroína, lo sería en su condición de mejor representante de esa comunidad. "Si ellos (los pibes) se la quieren cobrar —dijo Walsh durante esa misma charla—, se tienen que combinar entre ellos y cagarlo a patadas (a Gielty, que suena igual a guilty, el culpable) entre todos".

 

 

 

 

Mientras escribo esto, recuerdo que en el escritorio que sostiene mi teclado hay un frasquito con arena del Negev: al final no me quedé allí pero me traje el desierto puesto, está siempre al alcance de mi mano. Como lo estará siempre la figura de Lawrence, tanto el de la película como el de Siete pilares, a quien encuentro entrañable a pesar de lo fallido que fue o quizás precisamente porque era fallido y aun así lo intentó. No habrá conseguido exactamente lo que quiso, pero vaya si encendió la mecha de una revolución que aún sigue gestándose.

En el más modesto de los casos, para mí será siempre el autor de un párrafo que terminé aprendiendo casi de memoria de tanto releer, y que expresa uno de esos principios por los que vale la pena vivir: "Todos los hombres sueñan: pero no del mismo modo. Aquellos que sueñan por las noches en los polvorientos recovecos de sus mentes despiertan de día para descubrir que se trató de vanidad, apenas: pero los peligrosos son aquellos que sueñan de día, porque pueden actuar sus sueños con los ojos abiertos, para tornarlos posibles".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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