Sotas

El cuento de las “reglas claras para invertir” expresa el objetivo de derrotar a los trabajadores

 

Entre la orilla de la fea realidad actual y la otra –enfrente– en la que se asienta su superación positiva, el andarivel lo tiende la necesidad que tiene el sistema de invertir para crecer y las dificultades que experimenta para conseguirlo. ¿Qué origina esos grandes escollos? La inversión es una función creciente del consumo. El nivel del consumo depende del nivel de los salarios. Si la remuneración al trabajo se estropea, por un tiempo las exportaciones y el consumo suntuario de los que no están alcanzados por esa mala distribución del ingreso tiran del carro. Esto también incluye a la inversión pública. Pero llega un punto en el que o sube el poder de compra de las remuneraciones de los trabajadores o el sistema se estanca y retrocede, puesto que todas esas otras salidas distintas a la trazada por el salario se saturan no más allá del mediano plazo. No es que el aliento al consumo sortee el rasgo cíclico de la acumulación capitalista –definitorio del carácter de su trayectoria en el tiempo–, pero pospone largamente morder el polvo del nadir. Respecto de las promesas exportadoras de la actualidad, podrían recordar lo que fue de la Argentina del Centenario y contrastar las pompas de esos festejos con los del Bicentenario.

Por otra parte, la incidencia cuantitativa de esos otros gastos al lado de la del precio más importante de la economía, el salario, es bastante más escuálida. Pero, escuálida o no, lo que hace del salario un problema económico de primera magnitud es su carácter político. Si las otras salidas fueran igual de funcionales que el consumo, no lo sustituyen en cuanto sentido que tiene la democracia como puente hacia mejorar el nivel de vida. El desarrollo no es una cuestión de la estética de agenciar equilibrios macroeconómicos estables –sin perjuicio de que el avance de las fuerzas productivas sea la condición necesaria para alcanzarlos–, sino para que las familias de ciudadanos de a pie coman y tengan una vida, o sea: consuman, y en gran forma. Eso hizo del peronismo lo que es cuando dejó en el pasado al país conservador que marchaba calmo y sin alteraciones, pero a dos velocidades. Ser el eje del movimiento nacional y el hecho maldito del país burgués son una y la misma cosa. Los cuatro millones de votos perdidos en las legislativas del año pasado respecto a los sufragios obtenidos en las presidenciales de 2019 son lo que pagó hasta ahora el movimiento nacional por extraviar esa marca de origen.

 

 

El gran deporte argentino

En el plano estructural, entonces, el bajo nivel de compras del salario argentino es el principal problema económico del país. Por hondas y endiabladas que resulten las dificultades para aquietar el dólar y frenar la inflación, nadie puede negar que lo son en grado sumo en la búsqueda de resolver esas y otras cuestiones centrales en la vida de una sociedad. El diseño de la política pergeñada para enderezar la macroeconomía siempre enfrenta la alternativa de dejar atrás el sofocón siguiendo para abajo o yugulando la desigualdad reinante. Los trabajadores jamás van a repudiar una política económica que, por más costos que tenga en lo inmediato, los pone en carrera para mejorar el nivel de vida. Cuando impugnan es porque la opción fue embromarlos.

Desde el Rodrigazo (1974) hasta ahora, salvo entre 2003 y 2015, el comportamiento político argentino y el análisis económico jugó al gran deporte nacional de hacerse los sotas con el nivel de salarios. Para los más reaccionarios, cuanto más bajos los salarios, tanto mejor. Para los otros –y en el mejor de los casos–, salvo el período NyC (Néstor y Cristina), siempre que no suban, que sea lo que Dios quiera. Y tal parece que el Tata ha querido poco. Es tan grosero este asunto que, por ejemplo entre 1974 y 2006, el INDEC no calculaba lo que desde ese último año se llama cuenta de generación del ingreso, mediante la cual se sabe cuánto del ingreso nacional (sinónimo de producto bruto) va a los trabajadores y cuánto a los empresarios. Esto es: treinta y dos años oficialmente ignorando cuánto se les metía la mano en el bolsillo a los trabajadores. Suena lógico y sensato que se haya armado un gran escándalo nacional cuando se alteró con malas artes el Índice de Precios al Consumidor. Suena igual –pero por insensato e ilógico– el pesado silencio e ignorancia sobre la distribución del ingreso. Es curioso que desde la vuelta a la democracia la CGT nunca pusiera el grito en el cielo por semejante gorilada. Fue por exclusiva voluntad gubernamental que desde 2006 se quiso saber cómo se reparte la torta. Desde entonces estamos oficialmente al tanto.

En la derecha, la situación de una distribución del ingreso divide las aguas, aunque en honor al deporte nacional de hacerse los sotas con las remuneraciones se lo manifieste como una cuestión en que halcones y chimangos se definen como tales con respecto a su rol como opositores (para ese sector, la sinécdoque paloma no cuadra). Y un adecuado indicio de que la cosa va por ese lado lo proporciona, por un lado, el historiador gorila comme il faut Luis Alberto Romero; y por el otro, el ex Presidente Mauricio Macri. En una columna de opinión publicada en un matutino porteño el tercer domingo de agosto, Romero toma como punto de partida que “entre otras carencias, a Juntos por el Cambio le falta una narración histórica en la que apoyar sus propuestas. Esta preocupación estuvo ausente en 2015, y el precio pagado fue alto. No se trata de una narración cualquiera: debe competir con un rival poderoso, el relato kirchnerista, de notable factura y, sobre todo, bien asentado en un arraigado sentido común nacional y popular”.

Romero advierte que “sostener que la 'buena Argentina' concluyó en 1945 es ignorar la memoria de buena parte de las clases medias que existen hoy y descartar a muchos que coincidirán con otras partes del diagnóstico y la propuesta. Para ellos, el obrero industrial que se calificó, y su hijo que recibió educación técnica y llegó por esa vía a la enseñanza superior o al emprendimiento propio, son parte de una historia que –sin dificultad y sin necesidad de optar entre tradiciones políticas encontradas– empalma con las clases medias de los años '60, cuyo testimonio vivo es Mafalda, el personaje de Quino”. De manera que Romero alienta a que “para interpelar al potencial electorado de Juntos por el Cambio, el mito de la 'Argentina buena' debe incluir, junto a los inmigrantes que llegaron sin nada, a las clases medias en ascenso de la época de Yrigoyen y consolidadas en los años '40, a las nuevas clases medias surgidas con el peronismo y a las otoñales pero aún lucientes del mundo de Mafalda. Un personaje mucho más verosímil hoy que el ya vetusto estereotipo de ‘m’hijo el dotor’”.

Romero deslinda que “lo que hoy es llamado pomposamente 'Estado presente' es apenas una máquina inservible, con un costo inmenso que sirve para alimentar a los grupos corporativos o políticos que lo controlan; la cleptocracia kirchnerista fue la fase superior de un proceso que viene de lejos y se aceleró a mediados de la década de 1970. Esos grupos fueron y son los responsables de la destrucción de la sociedad y de las instituciones republicanas de la Argentina buena”. Cita a Émile Durkheim para contraponer que “el Estado republicano debe ser el lugar donde la sociedad pueda reflexionar sobre sí misma (…) Allí los intereses particulares se decantan en algo que puede llamarse el interés general (…) Con este horizonte ideal se organizó en el siglo XIX el Estado argentino (…) No hay reconstrucción social sin un Estado reformulado y puesto al servicio del casi olvidado “interés general”. No se me ocurre un tema mejor para enlazar la explicación de las miserias presentes con el esbozo de un camino que, más allá de las urgencias inmediatas, muestre una salida”. Entiende que así se recupera el impulso perdido de la etapa de optimismo y movilidad social ascendente que vivió el país desde fines del siglo XIX hasta los años '60.

En un reciente reportaje televisivo, Macri inscribió implícitamente en lo que dio en llamar “populismo light” a este tipo de abordaje en la interna de los mutantes de JxC. Eso sería Horacio Rodríguez Larreta y el historiador Romero constituiría un difusor oficioso de tal enfoque. El ex Presidente desafió a que se defina en las PASO esa postura contra la suya y dijo que lo que impulsa a invertir son las reglas claras. Entre esas reglas claras están las de liquidar a los sindicatos y bajar los ingresos de los trabajadores. También en ese reportaje televisivo, respondió a la pregunta: “Esto que usted plantea genera mucha gente en la calle, fuerzas de seguridad y eventualmente muertos. ¿Se lo bancan?” La respuesta: “Hay que hacer lo que tenemos que hacer”, puesto que “el liderazgo se tiene que bancar gente en la calle y muertos“. Luego matizó diciendo que “no debería haber muertos. Debería haber un debate serio de ideas”. Y ahí entró en una inconsecuencia, dado que lo que impide debatir, señaló, son “grupos mafiosos que nos encierran”. Verbigracia: los sindicatos. Macri sigue sin entender un pito de qué depende la inversión o, mejor dicho, lo que entiende es aberrante y contrario a la realidad. Si las reglas claras que reclama son menos consumo por menos ingresos –logradas suprimiendo sindicatos y legislación laboral protectora–, la inversión va a volver a caer, al igual que el PIB. Tal como ocurrió durante los dos últimos años de su mandato, en los que mostró la hilacha.

 

 

 

Los heterodoxos

Por el lado de las propuestas de política económica heterodoxa –una categoría en la que no faltan caras extrañas y en la que son todos los que dicen que están–, el gran deporte nacional de la clase política con raigambre en las mayorías nacionales de hacerse los sotas con los salarios argentinos ha posibilitado a este variopinto conjunto de intelectuales orgánicos hacerse bien los boludos respecto de los salarios. En efecto, si la clase política no exige aumentar los salarios, los intelectuales orgánicos que les son afines diseñarán el zapato que le calce en la horma. Como en ese caso el zapato es no hacer olas, llegado el momento, los lugares de decisiones los ocupan intelectuales orgánicos que le dan confianza a los mercados. Para conservadores, mejor los originales con convicciones.

Existe un variado menú heterodoxo para hacerse los sotas con los salarios. Los más refinados son sibilinos. Apuntan que la Argentina es tomadora de precios en el mercado mundial. Entonces, si los salarios que forman los costos suben lo suficiente para sobrepasar ese precio, la Argentina no puede vender nada de lo que exporta. Los salarios son bajos porque esos precios son bajos. Al mismo tiempo dicen –correctamente– que las devaluaciones son inefectivas porque hacen que el precio de las exportaciones baje más de lo que suben las cantidades vendidas. Ambos procesos los resume el concepto de elasticidad. Hay que ponerse de acuerdo: o la Argentina enfrenta una curva de demanda de exportaciones con elasticidad infinita (primer caso) o la Argentina enfrenta una curva de demanda de exportaciones inelástica (segundo caso). Lo que concilia estas dos posturas irreconciliables es la necesidad de estos conservadores heterodoxos de hacerse los sotas con los salarios. Por cierto, el precio mundial de una mercancía es una referencia. No hay tal cosa como países tomadores de precios porque alrededor de ese eje hay un abanico de precios, no un único precio que es a todo o nada.

Los heterodoxos más vulgares hacen gala del subjetivismo, culpan de los bajos salarios a la codicia empresarial y a una supuesta renuencia a invertir de los burgueses argentinos, que por esa peculiaridad serían una especie única, de mierda, pero indudablemente singular. Una posible solución sería reemplazar a los capitalistas argentinos por extranjeros sin esa tara de negarse a invertir. Ahí interviene la denuncia de la extranjerización de la cúpula empresarial para inhibir que eso pase. Debe ser el aire argentino que genera esas transformaciones que, por caso, hacen que un japonés sea muy inversor en su país y cuando viene al nuestro evoluciona hacia la completa renuencia inversora. Como resultado, en el ámbito del capitalismo no queda otra que proferir la queja amarga para tranquilizar los espíritus y que los salarios pueden seguir marchando cuesta abajo sin problemas.

Cuando se les recuerda que el salario es un precio político que establece el Estado como expresión de la lucha de clases y sin salario suficiente no hay mercado suficientes y entonces no se invierte –o sea, la subjetividad empresarial es objetivamente irrelevante–, viene en su auxilio la idea de que los salarios se determinan sobre la base de los costos de producción de la fuerza de trabajo, sean estos costos fisiológicos o sociales. Si al igual que los caballos –digamos, para no abandonar a Macri y su compasiva idea de sacrificar a los mancados– los seres humanos tienen la misma productividad alimentados con alfalfa o con zanahorias, y el yuyo es más barato que el tubérculo, los salarios argentinos son bajos porque andamos alimentados con la forrajera, debido a que al malvado chancho burgués lo único que le importa son sus ganancias. Como el precio de la alfalfa lo determina el precio previo del salario, esa explicación es una estéril tautología. Hay veces que la quieren salvar chicaneando con la pregunta retórica: “¿Entonces el salario puede ser cualquiera?”. Luce que mientras sea bajo sí, lo que sugiere no preocuparles, pero alto no, lo que despierta todos sus temores –muy pequeño burgueses– de perder seriedad y racionalidad.

Decir que es un precio político no es decir que puede ser “cualquiera”, sino que es un precio previo a todos los otros precios, fijado por la lucha de clases sobre los datos económicos. En tanto precio de producción (de equilibrio), el drama argentino –justamente– es que está muy por debajo de su nivel de equilibrio (aquel ingreso que permite al trabajador y su familia reproducirse sin mayores problemas) y alcanzado ese equilibrio haya que forzarlo hacia arriba, si queremos vencer al subdesarrollo. No hay conciencia política para lo uno y mucho menos para lo otro. Entre otras cosas, la condición necesaria (aunque no suficiente) para que la atmósfera política que envolvió el atentando contra la Vicepresidenta permanezca encapsulada y muy alejada es que esa conciencia se haga presente y materialice el instrumento político que hace falta. El atentado fue a la excepción a la regla. Tal como viene la mano, una apuesta de bajo riesgo de que no haya rabia porque se sacaron de encima a la perra.

Los salarios son bajos por decisión política. Objetivamente, nada impide que aumenten y hay instrumento políticos que vuelven reales los avances nominales que no tienen nada que ver con esa estupidez voluntarista de apelar a la bondad empresarial de resignar ganancias. Eso no existe. Aún en esta difícil coyuntura, con la bomba del endeudamiento externo activada, queda claro que lo que importa es hacia dónde se va y es eso lo que van a sancionar las urnas del '23.

 

 

 

 

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