América Latina nunca dejó de ser un territorio codiciado. Desde la colonia hasta hoy, las potencias han visto en la región un espacio de extracción de recursos, control estratégico y disciplinamiento político. Lo que cambia son las formas y los actores: ayer fue el oro y la plata, después el petróleo y los alimentos; hoy son el litio, la energía, el agua y la biodiversidad. En este nuevo escenario de multipolaridad, el continente sigue en el centro de las tensiones globales. La pregunta es cómo se insertará la Argentina: como sujeto político capaz de decidir su rumbo, o como objeto subordinado a un tablero diseñado en otras latitudes.
El enésimo viaje de Javier Milei a Estados Unidos no fue un simple gesto diplomático. Representa un rumbo: la decisión de alinearse con los intereses externos, aun a costa de entregar el control democrático. La promesa más resonante fue la compra de bonos, garantías especiales y respaldo directo al gobierno argentino. Se presentó como ayuda, pero no es solidaridad; es un mecanismo de subordinación y dependencia. Cada dólar que entrara vendría acompañado de exigencias: reformas estructurales, apertura de mercados, pérdida de autonomía en la toma de decisiones.
Este presunto este salvataje condiciona la posibilidad de diversificar vínculos en un mundo multipolar. La Argentina renovó un swap con el Banco Popular de China que respalda reservas y facilita intercambios en yuanes, pero ese instrumento técnico podría quedar relegado frente al condicionamiento político del paquete norteamericano. En lugar de comerciar y relacionarse con todos —los BRICS, con China como actor central, Europa y otros bloques regionales— en función del interés nacional, el país quedaría atado a un único socio que limita la libertad de acción y tensiona la integración regional.
La política de integración regional debería ser una prioridad estratégica. Solo mediante mecanismos comunes con los países vecinos se pueden achicar las asimetrías en el intercambio con otras regiones, defender los recursos estratégicos y construir un modelo de desarrollo con crecimiento y equidad distributiva. Abandonar esa perspectiva deja a cada país librado a su suerte frente a potencias mucho más fuertes. América Latina atraviesa hoy una nueva ola de gobiernos que intentan reconstruir instancias de cooperación regional, mientras la Argentina decide correrse de esos espacios y aislarse en una relación bilateral de dependencia con Washington.
A esta dimensión geopolítica se suma el problema institucional. La Constitución Nacional establece que corresponde al Congreso contraer empréstitos y arreglar el pago de la deuda interior y exterior. Las leyes que regulan el crédito público y los programas internacionales refuerzan esa obligación. Saltarse esos pasos equivale a vaciar el control democrático, a gobernar por atajos y a despojar al pueblo de la posibilidad de decidir, a través de sus representantes, sobre compromisos que hipotecan el futuro. Y no se trata solo de debilitar al Congreso: también se erosiona el federalismo, porque decisiones de esta magnitud impactan en cada provincia y condicionan la distribución de recursos a nivel territorial.
Más allá de las cifras y las normas, hay una imagen que condensa la orientación política: Milei posando junto a Benjamin Netanyahu. Esa foto no es inocente. Netanyahu enfrenta una orden de arresto de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra en Gaza, en medio de un genocidio contra el pueblo palestino. Que la Argentina, país que hizo de los derechos humanos un estandarte mundial, aparezca en esa foto implica resignar un capital ético conquistado con décadas de lucha. No es pragmatismo diplomático: es complicidad simbólica. También significa un quiebre respecto de una política exterior argentina reconocida en el mundo por su defensa de los derechos humanos, debilitando la legitimidad internacional del país.
La deuda, como tantas veces en nuestra historia, vuelve a ser el principal instrumento de subordinación y dependencia. No se trata solo de financiamiento, sino de cómo esos fondos condicionan la política interna, limitan la soberanía y postergan el desarrollo. Ocurrió durante la última dictadura cívico-militar, que multiplicó el endeudamiento para justificar ajustes; volvió a repetirse en los años ‘90 con las recetas neoliberales del FMI; y en el gobierno de Macri, cuando se contrajo la mayor deuda de la historia con ese organismo, hipotecando el futuro del país en apenas cuatro años. Hoy el patrón se repite con otros nombres y con los mismos efectos: ajuste interno, retroceso social y pérdida de capacidad de decisión.
La lógica de subordinación no se limita a lo financiero. El alineamiento con Estados Unidos también implica compromisos en materia de seguridad, defensa y tecnología. Cada acuerdo de este tipo suele venir acompañado de cláusulas de cooperación militar, apertura a bases de inteligencia o acceso a recursos estratégicos. Y en un contexto de transición energética, el litio, Vaca Muerta, los acuíferos y la biodiversidad no son solo mercancías: son objetivos de control geopolítico. Entregar soberanía financiera abre la puerta a entregar soberanía tecnológica, territorial y ambiental.
Las consecuencias de este rumbo no son abstractas: se sienten en la vida cotidiana. El ajuste asociado al endeudamiento impacta en jubilaciones, salarios, programas sociales, industria nacional y empleo. Lo que se negocia en oficinas de Washington se traduce en inflación, tarifas impagables y pérdida de derechos para millones de argentinos. Un modelo basado en la dependencia externa nunca trae desarrollo con crecimiento y equidad distributiva: solo multiplica privilegios para unos pocos y sacrificios para la mayoría.
Este rumbo también erosiona la relación entre la política y el pueblo. Las decisiones estratégicas se toman en despachos extranjeros y no en instituciones nacionales, lo que profundiza la desafección ciudadana y el divorcio entre la sociedad y la dirigencia. En lugar de canalizar la bronca social en un proyecto de emancipación, se consolida un modelo que aumenta la resignación y la incertidumbre.
Por eso la fórmula peronista conserva toda su vigencia: sin independencia económica no hay soberanía política, y sin soberanía política no hay justicia social. La independencia económica es condición indispensable para decidir qué producir, cómo distribuir, cómo proteger el trabajo y cómo defender los recursos estratégicos. Cuando esa independencia se entrega, todo lo demás se convierte en ilusión.
La disputa actual no es entre apertura y aislamiento, sino entre abrirse con autonomía o abrirse bajo tutela externa. La Argentina puede insertarse en el mundo como nación con voz propia, diversificando vínculos, defendiendo sus recursos y fortaleciendo la integración regional como base de un desarrollo con crecimiento y equidad distributiva. O puede resignarse a ser un enclave periférico, condicionado por el capital financiero y subordinado a los intereses de las potencias.
El viaje de Milei a Estados Unidos condensa esa disyuntiva: no se negocian solo bonos, garantías y apoyos de coyuntura; se negocia soberanía, se negocia memoria, se negocia futuro. Lo que está en juego es si la Argentina será protagonista de su destino junto a los pueblos de la región, o espectadora de su propio vaciamiento.
* Lorena Pokoik es diputada de Unión por la Patria.
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