Techo libre

La herida abierta de la pobreza

 

La pobreza es una herida abierta. Hoy alcanza a las clases medias. Todos queremos sentirnos protegidos. La seguridad social que brinda el Estado es una construcción histórica que mana de la falla estructural del primer liberalismo. Pobreza e inflación son desafíos prioritarios del próximo gobierno. Para resolverlos, la política cuenta. Mientras La Libertad Avanza y Juntos por el Cambio hablan de destrucción, el candidato oficialista dice lo contrario.

 

Pobreza

Una tarde de barrio, en la ciudad más rica del país, deja ver a un joven empujando un carrito cartonero. Con un gancho largo rebusca en los contenedores de basura. En la esquina hay un café de “especialidad”. Más allá, una mujer camina tocando porteros eléctricos. Pide ropa para cambiarla, mano a mano, por otros productos en una feria popular del Conurbano, donde un buzo es una botella de aceite o un paquete de fideos o un guardapolvo escolar o un champú. Una teoría del valor entre pobres, donde el equivalente general se construye sobre la necesidad básica del momento.

El miércoles 27 de septiembre, puntual a las 16 horas, el índice de pobreza del primer semestre del 2023 se hizo voz pública. Sobre un total de 10 millones de hogares, el 29,6 % era pobre. Hablando de personas, representa al 40,1 %. Fue la primera de las dos tormentas esperadas antes del domingo de urnas de octubre y la anterior al primer debate de candidatos a Presidente —esta noche, justamente—, en el que se batallará sobre economía.

La espuma de la pobreza sube al ritmo del IPC. El deterioro social es como la mancha del aceite en la tela de algodón. Se expande mientras penetra en la fibra. Después, ningún jabón la elimina del todo. El primer semestre del año pasado eran pobres el 27,7 % de los hogares y el 36,5 % de las personas.

La “pobreza cero”, que vaticinó para el corto plazo el Presidente del endeudamiento infinito y las soluciones simples, demandará décadas. El recitado permanente de “transformar planes en trabajo” es buena intención, pero suena desafinado. Es un flautista soplando y soplando para encantar a la clase media. Se sabe, muchos ya no volverán a un trabajo porque perdieron —o nunca tuvieron— las capacidades mínimas para ejecutarlo.

La pobreza es “una clase” cuando se la mira desde la Encuesta Permanente de Hogares. Acercando el microscopio a los barrios, esa homogeneidad se abre en fragmentos. Hay una desigualdad que mide el coeficiente de Gini y otra que no registra ninguna ecuación. Quien recibe algo del Estado marca, para quien no, una diferencia que arranca con un mirarlo oblicuo y concluye con una boleta violeta en la urna.

Esta pobreza es parte de un país que desorienta: alta, pero con bajo desempleo —6,2 %—. Hay asalariados pobres y trabajadores de plataformas con ingresos robustos. Los primeros reniegan del Estado porque sus políticas no los saca de la pobreza ni cumpliendo horario fijo. Los segundos lo maldicen porque los fastidia metiéndole los dedos en su aplicación. El desorden opaca los sentidos y confunde las decisiones.

Las calles de CABA son un dormitorio. Techo libre es colchón a la intemperie. Nuevos habitantes no tradicionales forcejean para ocupar un lugar en el paso. Una mujer grande, sola, se sienta por las tardes en un bar céntrico durante horas. Lleva sus pertenencias en un changuito. Cajitas de bijouterie, libros, objetos de otra vida. Su vestimenta y su lenguaje hablan de una clase social que despista a la vereda. A pocas cuadras, dos varones veinteañeros conversan tirados sobre un colchón. El oído atento detecta buen nivel de educación formal alcanzado. Los nuevos pobres reniegan de las ayudas. Vienen rodando por la ladera desde la clase media que, en su momento, los hizo cumbre. No saben, tienen vergüenza o simplemente no quieren utilizar los recursos paliativos del Estado.

 

Estado y protección

Todxs buscamos sentirnos protegidos. Es una huella atávica. Desde antes de entrar a la cueva para que no nos coma el oso hasta la modernidad capitalista que llegó miles de años después. En estas elecciones se discute Estado sí o Estado no. La protección, en consecuencia, está subrepticiamente en debate.

El Estado capitalista moderno se desarrolló dentro del edificio socio-político que propuso el primer liberalismo. Plantea, por un lado, las protecciones civiles que, orientadas a garantizar las libertades individuales, se amparan en el Estado de derecho. Las protecciones sociales, por otra parte, se piensan manando de la propiedad privada. Lo segundo, en la doctrina, es lo primero en cuanto a su importancia.

La propiedad privada, primero, cuestiona la esclavitud y el servilismo. Cada quien es propietario de sí mismo. Después se propone como un resguardo frente al desempleo, la enfermedad y, en general, las dificultades de la vida. Acá entran los bienes materiales. Los primeros liberales pensaban en una sociedad de “todos” propietarios, donde los recursos institucionales para suplir las carencias personales eran innecesarios. El propietario, decían, se apaña solo con sus propios medios. En este modelo puro, el Estado de derecho es suficiente. Alcanza con mantener un sistema de administración de Justicia y un poder policial que, en última instancia, garanticen los bienes y la seguridad personal.

Todo lo que pueda fallar, fallará, y el primer liberalismo lo hizo por dos vías que lo obligaron a ajustar su modelo. Primero, por los límites de la protección civil. La seguridad absoluta para bienes y personas es imposible. Solo un Estado como el que George Orwell imaginó en su icónica obra 1984 lograría tal cometido. Hablamos de un Leviatán que pondría de rodillas al de Hobbes. En concreto, frente a robos y violencias, el Estado de derecho no puede proteger a cualquier precio porque, de hacerlo, anularía el pacto democrático. Las garantías individuales impiden el desbordamiento de las fuerzas del orden. La represión, la tortura, el gatillo fácil, no son admisibles. El control del juez sobre la policía la limita a las formas legales. La protección civil, como vemos, está en tensión permanente. La segunda falla pertenece al terreno de la protección social. En las sociedades reales no todos poseen bienes. Entre los propietarios, incluso, hay quienes no los tienen de modo suficiente para resguardarse de las contingencias que va presentándoles la vida. Si uno está solo, no trabaja y nadie lo ayuda, muere. Sin protecciones, el desempleo, un accidente, una discapacidad, los años y otras tantas circunstancias podrían llevarnos al desamparo. Por este hiato de la desprotección, los derechos sociales entraron a la historia, suturando esa falla estructural del primer liberalismo.

Hoy que se difunden versiones de un liberalismo puro, incontaminado e impracticable, hay que recordar que la discusión lleva siglos y atrasa a momentos de la historia que, recreados como ejercicios teóricos, ni siquiera existieron realmente.

 

El detalle hace a la diferencia

Hay pobres informales y formales, como sucede con el mercado de trabajo y la misma economía. Cuatro de cada diez trabajadores están en negro. No menos de 150.000 millones de dólares conforman la economía no registrada. Detalles de dos países paralelos, uno oficial y otro blue, que buscan encontrarse.

En diciembre se arranca nuevamente, desde atrás. Todo caminante empieza con su gateo. El primer paso será bajar la inflación que, desbordada, imposibilita cualquier solución. Mientras los precios suban, los hogares con menos recursos seguirán sufriendo por demás. Los bienes básicos les inciden sobre sus ingresos más que al resto.

El ministro de Economía, mirando a Washington, le devolvió gentilezas al Fondo. Aprovechó las protestas por las medidas de alivio que tomó y aclaró: “Nos obligaron a devaluar y dispararon la inflación”. Esta semana cerró el raid de medidas de reparación incorporando a quienes quedaron afuera de todo el paquete anterior. Son 94.000 pesos, divididos en dos cuotas desde octubre. Se estima alcanzar a 2,5 millones de personas.

Todos los que bracean por coronar entienden que bajar la inflación es la primera meta. Cada cual viene con su receta. Si bien el cómo está en discusión, hay más que diferencias de plan. El éxito pide, además de destreza técnica, pericia política. Alinear planetas desquiciados de sus órbitas requerirá bastante más que mover la caja de herramientas de la macro. Ese capital no parece estar democráticamente distribuido en todas las manos.

Aquí es donde los detalles importan. De los tres con posibilidades, dos van con discursos destructivos, nombrando buenos y malos. Uno promete motosierra y demolición de instituciones. Otra, “enterrar” al kirchnerismo. Ante tanta poda y garrote, el candidato oficialista tiende la mano y va por la “unidad nacional”. El domingo pasado en Salta expresó: “Nadie se puede asombrar de que haya otras fuerzas políticas integrando nuestro gobierno”. El martes, en Vaca Muerta, insistió con la propuesta. Se quedó en la provincia de Neuquén un día más, donde el candidato libertario le sacó una diferencia de 20 puntos en una región que en las PASO se pintó de violeta de punta a punta. Fue a un acto en Plottier y, ante 70.000 personas, dijo: “Quiero convocar a cada argentino a la construcción de un gobierno de unidad nacional, porque este país necesita de todos”. Ese comodín, en una justa tan cerrada, va ganando volumen y puede crecer. Nunca sobra explicar que, en el desierto, hasta el pelo más fino hace sombra.

 

 

 

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