Temporada de caza

Estrategias en torno a abusos de la fuerza pública

 

El 6 de diciembre de 1986, varios agentes de la policía francesa mataron a palazos al joven Malik Oussekine. Ese día se había llevado a cabo una manifestación en contra del proyecto de reforma universitaria del gobierno de Jacques Chirac, rechazado por gran parte de los estudiantes. Al terminar la marcha, sin incidentes, un oportuno grupo de manifestantes intentó armar una barricada y fue reprimido con violencia por la policía antidisturbios. Varios agentes persiguieron a Oussekine, quien salía de un recital y no había participado de la manifestación. El joven intentó refugiarse en el hall de un edificio, donde fue apaleado y dejado en el piso. Murió de un “paro cardiorrespiratorio”, el clásico eufemismo policial, antes de que llegara la ambulancia. Su familia informó luego que sufría de insuficiencia renal, lo que lo obligaba a llevar a cabo diálisis periódicas.

La versión oficial, que señaló que los policías sólo se habían defendido de las agresiones de un “violento manifestante”, fue inmediatamente desmentida por un testigo. Con honestidad brutal, el ministro de Seguridad opinó que “la muerte de un joven es siempre lamentable, pero soy padre de familia y si mi hijo estuviera bajo diálisis le impediría que se fuera de joda a la noche”. La culpa era de la víctima.

Como consecuencia de la muerte de Oussekine, la reforma fue archivada, renunció el ministro que la impulsaba y los dos agentes fueron condenados a penas excarcelables.

Apenas desapareció Santiago Maldonado, el 1 de agosto de 2017, durante un operativo de Gendarmería sin orden judicial, el gobierno de Cambiemos y nuestros medios serios nos alertaron al unísono sobre la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche), una guerrilla separatista hasta ese momento desconocida. Mientras Patricia Bullrich, la entonces ministra Pum Pum, nos explicaba que la integridad territorial de la Argentina estaba en peligro y prometía: “De ninguna manera vamos a permitir una república mapuche en medio de la Argentina”, Jorge Lanata, reconocido periodista devenido en gacetillero ministerial, afirmaba que “según el Ministerio de Seguridad, la RAM mantiene reuniones cotidianas con La Cámpora y la Universidad de las Madres y recibe financiamiento y apoyo logístico de las FARC colombianas y grupos extremistas kurdos de Turquía”.

El 25 de noviembre del 2017, mientras la familia velaba a Santiago Maldonado en 25 de Mayo, su ciudad natal; a unos mil quinientos kilómetros de ahí, en Villa Mascardi, el joven mapuche Rafael Nahuel era abatido de un balazo en la espalda durante un operativo del Grupo Albatros de la Prefectura. Patricia Bullrich volvió a apoyar el accionar de las fuerzas de Seguridad, esta vez junto al ministro de Justicia, Germán Garavano, y lanzó una frase asombrosa aún para los estándares generosos de Cambiemos: “El juez necesitará elementos probatorios, nosotros no (…) Nosotros no tenemos que probar lo que hacen las fuerzas de seguridad”. El entonces Presidente Mauricio Macri pidió “un cambio cultural” sobre las fuerzas de seguridad y propuso “volver a la época en la que dar la voz de alto significaba que había que entregarse”.

Las pericias determinaron que Rafael Nahuel no tenía rastros de pólvora en las manos y que los prefectos que entraron al predio dispararon ciento catorce veces utilizando ametralladoras MP5 y pistolas Beretta, del mismo calibre que el proyectil que mató al joven.

La falsedad de la versión oficial no impidió que el terrorismo imaginario mapuche fuera relanzado por nuestros medios serios. Gracias a un notable “informe oficial y reservado de policía e inteligencia, la periodista Natasha Niebieskikwiat nos previno sobre la interconexión de la RAM con la Comunidad Arauco Malleco (CAM) de Chile y nos alertó sobre la “presencia comprobada” de otras formaciones como el llamado Colectivo Anarquista Regional La Plata, la Comunidad Independentista Catalana, grupos guevaristas y anarquistas de varias fuerzas, y también los históricos Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) chilenos. Sólo faltó “el comando venezolano-iraní con adiestramiento cubano” que, según escribió Eduardo van der Kooy a principios del 2015, “podría haberse cobrado la vida del fiscal (Alberto Nisman)”.

El jueves pasado murió Facundo Molares —fotoperiodista y militante de la organización Rebelión Popular— cuando la Policía de la Ciudad reprimió una asamblea convocada por algunas agrupaciones de izquierda. Molares fue arrojado al piso por varios policías que lo mantuvieron boca abajo, presionándole la cabeza hasta que se descompensó. El grupo reducido de manifestantes que había ocupado la plazoleta del Obelisco para protestar contra las elecciones por considerarlas “una farsa” no había cortado la avenida 9 de Julio y estaba desconcentrándose cuando la infantería de la policía porteña, pertrechada para una guerra imaginaria, decidió reprimir.

El ministro de Seguridad porteño, Eugenio Burzaco, ya resolvió el caso: sostuvo que la muerte de Molares no tiene que ver con el accionar de la policía. Presionado por la feroz interna de Juntos por el Cambio, el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, hasta no hace mucho autopercibido moderado, “destacó y respaldó completamente el accionar de la Policía de la Ciudad”. Incluso evocó “una Argentina en paz y sin miedo”, al menos para aquellos que sobrevivan a su policía.

 

Su rival, Patricia Bullrich, ahora ex ministra Pum Pum, responsabilizó a los organizadores de la protesta por llevar a una persona con supuestos problemas de salud, culpando así a la propia víctima por haber muerto bajo la presión de tres agentes. Algunos periodistas serios recordaron el paso de Molares por las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), como si ese dato tuviera alguna relevancia frente a su muerte. Solo falta que afirmen que lo mataron sus propios compañeros o que se suicidó, como escuchamos en su momento con respecto a Santiago Maldonado.

Tal vez inspirado por el festival de operaciones, el ex candidato a Vicepresidente de Juntos por el Cambio, Miguel Pichetto, opinó: “La muerte de Molares, ex integrante de la FARC colombiana, abre interrogantes. Sobre él pesaba un pedido de extradición por ilícitos cometidos en Colombia; qué estaba haciendo en la Argentina, y quién lo protegía. La Policía de la Ciudad actuó correctamente”.

En realidad, ya no pesaba ningún pedido de extradición sobre Molares, pero crear prontuarios imaginarios es un viejo truco muy usado por la derecha conservadora, como lo prueban los ejemplos de Oussekine, Maldonado, Nahuel y tantos otros y otras.

Juntos por el Cambio reemplazó las promesas por amenazas de campaña. Su interna es un frenesí autoritario, una invocación permanente a la represión y mano dura aplicada contra enemigos tan poderosos como imaginarios. Las víctimas son transformadas en victimarios y deshumanizadas por la prédica mediática, un instrumento esencial en el discurso de odio impuesto por la oposición, que describe nuestra realidad como una especie de ciudadela de gente bien, rodeada de diferentes enemigos al acecho —sindicalistas, peronistas, jubilados, docentes, trabajadores u organizaciones sociales— con un objetivo en común: venir por todo.

Como lo prueba la invención de la guerrilla imaginaria mapuche-iraní con financiamiento de ETA y apoyo de las FARC, el Colectivo Anarquista Regional La Plata o los independentistas kurdos, la creación del enemigo interno no requiere de verosimilitud. Alcanza con una campaña abrumadora que repita hasta el hartazgo que ese enemigo nos acecha y que la única forma de protegernos es eliminar los controles institucionales a las fuerzas de seguridad.

Hace unos días, Luis Petri, compañero de fórmula presidencial de la ex ministra Pum Pum, propuso “más Bukeles (por el Presidente de El Salvador) y menos Zaffaronis”. Es una afirmación extraña para un radical, cuyo partido tiene a Julio César Strassera, el ex fiscal del Juicio a las Juntas, como figura casi mítica. Strassera no privó de ninguna garantía procesal a los acusados de los crímenes aberrantes de la última dictadura cívico-militar. No los encadenó ni los fotografió semidesnudos en el patio de un penal. Strassera es, en ese sentido, Zaffaroni, no Bukele.

Pocos años antes de la asunción de Néstor Kirchner, el gobierno de la Alianza inició su gestión con muertes y la terminó de la misma manera. Hoy, algunos de sus ex referentes son precandidatos de Juntos por el Cambio, una fuerza que parece querer ganar tiempo y, sin dar la impresión de comprender la gravedad de su decisión, ha lanzado una nueva temporada de caza.

 

 

 

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