TEMPORADA DE MILAGROS

Cada año escolar que empieza levanta una barricada contra la brutalidad del poder

 

Con algunas de las cosas más determinantes de la vida —la familia que heredamos, el país de origen— nuestra relación es de amor / odio: sin negarles la importancia que han tenido y tienen en la creación de lo que somos, hay momentos durante los cuales las idolatramos pero también otros, muchos otros, en que nos encantaría prenderles fuego y vigilar la pira hasta asegurarnos de que no queden sino cenizas; o irnos a miles de kilómetros, a un lindo iglú en la isla de Bathurst, en territorio Nunavut —o sea, al Polo Norte— e instalarnos allí para siempre, con la tranquilidad de que nunca volveremos a saber de ellas.

Con la escuela pasa lo mismo. La sola mención conjura una serie de recuerdos escalofriantes, como si en cualquier momento fuese a sonar el timbre que nos obliga, ¡nuevamente!, a retornar a clase: el madrugón impiadoso, la incomodidad de los guardapolvos, las autoridades y los límites arbitrarios, los compañeros indeseables, las materias y los temas que se resisten a nuestra comprensión, la espada de Damocles de las pruebas anunciadas, y qué decir de aquellas que nos saltaban encima por sorpresa... La escolarización parte de una experiencia traumática: el momento en que nos desgajaron del hogar que era un universo que giraba en torno nuestro y donde éramos reyes — o al menos libres, en un espacio que conocíamos de pe a pa y por el cual circulábamos sin patente. El edificio escolar, en cambio, era ancho y ajeno. Allí nuestro ascendiente desaparecía por completo, las reglas cambiaban y los berrinches o el encanto perdían efecto. Saltar de casa a la escuela era pasar del sitio donde estaba claro quiénes éramos a otro que nos obligaba a reinventarnos, y a defender con los dientes esa identidad flamante.

Pero también estaba lo otro, claro. Los amigos que se volvían hermanos, los juegos nuevos, los primeros bandos a los que sumarse o a los que combatir, la adrenalina de la competencia, el descubrimiento de zonas de la realidad —el elemento lúdico de los números, los cuentos escondidos en las clases de Historia, el arte que sobrevive a los enchastres, el placer físico que estalla cuando las cuerdas vocales armonizan por primera vez— que nos fascinaban a nuestro pesar.

 

 

Yo fui a una primaria pública: la Leandro N. Alem (escuela número diecinueve distrito escolar doce, la cantinela no se me va a olvidar nunca) del barrio de Flores, justo frente a la plaza. Según la leyenda familiar, al principio costó un huevo que me quedase —se argumentaba que era demasiado chico, hice primer grado con cinco años— pero encontré una maestra que fue amorosa y me contuvo, la señorita (todas eran señoritas, por más casadas que estuviesen) Schinocca. La sucedieron otras, que toleraron con paciencia zen mi tendencia a dibujar a Batman con cualquier excusa —una tarea sobre la importancia de la vacunación antirrábica terminó con Batman y Robin inoculando a un picho— y, a pesar de lidiar con cuarenta pibes durante la jornada completa, se las ingeniaron para alentar mi curiosidad. La maestra de cuarto me regaló un libro de mitología griega que todavía conservo. Un par de años después otra maestra, la señorita Barbeito, leyó a Cortázar en clase y me abrió los ojos para siempre.

Puede, sin embargo, que la enseñanza más trascendente me la hayan impartido mis compañeros. Suena extraño, ya lo sé. Pero enseguida les cuento.

 

Un experimento deslumbrante

La educación formal nos familiariza con conceptos abstractos, que no siempre logra bajar a tierra. Yo no recuerdo, por ejemplo, cuándo fue que me explicaron de qué iba la democracia. Imagino que debe haber sido en la primaria, durante la segunda mitad de los '60, cuando oí por primera vez lo del sistema republicano y toda esa vaina; y que me debe haber resultado algo tan gaseoso como el análisis sintáctico o la noción de raiz cuadrada, desde que todo lo que había conocido hasta entonces eran dictaduras militares y democracias truchas, que se vendían como tales pero estaban montadas sobre la proscripción del peronismo. Recién en los '80, después de la caída de la última dictadura, estuve en condiciones de entender con todo mi cuerpo qué significaba una democracia. Y lo fundamental para experimentar el vértigo de esa consciencia fue la relectura de lo que significaron aquellos años en el corazón de Flores.

Democracia era lo que existía entre mis compañeros y yo. Que no podíamos ser más diferentes: estaba el Negro M., que vivía en Ciudadela y me convenció de que tenía un muñeco de Robin Hood que disparaba flechas y todo (era mentira, fui hasta su casa en el bondi línea 1 para cerciorarme); el gallego V., que ya no recuerdo si era literalmente gallego pero sí era español; el Flaco G., cuyo padre reparaba radios; el rusito Carlos B:, que siempre estaba entre los mejores alumnos; el Negro T., cuyo viejo era portero en mi academia de inglés; el Chino Ch.; Marcelo B., que era fan del teatro ya de chiquito y me empujó a leer Shakespeare y el Becket de Anouilh cuando no habíamos llegado a séptimo.

 

 

Gente de los más distintos orígenes, plasmados en todos los colores del espectro social que iba desde las familias laburantes que sólo disponían de lo elemental a la clase media de vida holgada. Y en el contexto de la clase éramos todos iguales: se nos enseñaba lo mismo y cada uno hacía con ello lo que podía o quería. Y yo lo percibía así —me lo grababa profundamente, ahí donde registramos lo que importa de verdad— porque hacía amigos aquí y allá por lo bien que me caían, sin importar prosapia, cuenta bancaria o color. Disfrutaba tanto con el tanito M., que era el más simpático de los arados, como con B. que me recitaba Ionesco a los 10 años. Más aún: creo que fue ahí, y no en mi casa, donde desarrollé sensibilidad hacia aquellos que parecían necesitar más de cuidado o de cierta atención; una característica que hizo eclosión más tarde, durante la secundaria (durante la dictadura), y que me llevaba a arrimarme a los parias de la clase porque no me gustaba que se sintiesen solos o peor: despreciados.

Democracia era aquel experimento de equiparación de oportunidades sociales que asumí como la normalidad, como aquello que la vida era habitualmente y estaba bien que así fuese; y que el contacto con esos pibes me enseñó a valorar, en el marco amoroso de la educación pública. Esa pluralidad era la puesta en acto de la riqueza de lo humano. Si no soy racista, si celebro las diferencias, si veo más allá de la apariencia de quien se me cruza delante, es porque lo aprendí —insisto: más y mejor que en mi casa— en los patios de la escuela pública, donde tomábamos mate cocido y nos repartían en una palangana unas facturas cuadradas y planas que bautizamos mosaicos Saponara.

 

 

El escándalo

Ya sé, alguno de ustedes estará pensando: Eh, pero aquella escuela pública era otra escuela pública. Puede ser. Nada es lo que era hace medio siglo, pero ese razonamiento es un arma de doble filo: así como ciertas cosas se han degradado, otras mejoraron sensiblemente. Mis dos hijos pequeños van a una escuela pública —esta queda delante de una plaza diferente, pero plaza al fin— y mi sensación es que lxs pibxs no son tan socialmente diversos como lo eran mis compañeros, pero a la vez siento que cada unx de ellxs es más diverso por dentro. Cosas como la dictadura y la globalización han dejado su marca, produciendo individuos más complejos. Para graficarlo con un ejemplo pueril: así como en aquel entonces ibas a comer afuera y no tenías más opciones que cantina o parrilla (¿ravioles o milanesa?), ahora nuestros paladares responden a estímulos más variados. (Que en este momento mucha gente no pueda probarlos no significa que no los conozca o desee. Lo cual parece otro tema, pero es el tema al que quería llegar. Ténganme paciencia, ya casi estoy ahí.)

Veo a los críos alistarse para regresar a clase y reconozco —sobre todo en el mayor— la misma ambigüedad que alguna vez sentí. La perspectiva de volver a cargarse de obligaciones lo incordia, y a la vez lo entusiasma el reencuentro con les amigues y con el espacio que se convirtió en un anexo del hogar y con lxs maestrxs que supieron ganarse su amor. Parecerá un contrasentido, pero esa ambigüedad me tranquiliza. No es más que un pibe pero ya diferencia entre los aspectos más hinchapelotas de lo institucional y el jugo que se le puede sacar a la experiencia, aun en contra de la voluntad de las autoridades.

El aprendizaje esencial de esa época de la vida no depende del conocimiento académico. En mi experiencia, aquella escuela pública de la primaria fue mi formación democrática; y mi secundaria en un colegio privado —donde mis viejos me mandaron para sentirse más tranquilos, dado que la cosa ya se estaba caldeando— fue el laboratorio donde se me sometió a una experiencia dictatorial controlada, y por ende menos cruenta que aquella que la sociedad toda experimentaba puertas afuera. Que no se malentienda: en términos generales fue una linda experiencia, que me regaló amigos que todavía valoro. Pero al comenzar la dictadura —a mitad de camino, yo hice primer año en el '74—, el colegio cambió al rector permisivo que tenía hasta entonces por otro que, en un juego especular quizás involuntario, la iba de dictador benevolente al mejor estilo Videla. Y su poder se cristalizó en una experiencia que todavía lucho por superar.

Ya estábamos en quinto año cuando tres compañeros hicieron una broma estúpida que no tiene sentido detallar. (El adjetivo es el adecuado: estúpida es lo opuesto a maliciosa.) Y el rector decidió expulsarlos, a pocos meses de egresar y a pesar de que le constaba de que eran buenos pibes —quiero decir: nunca zarpados ni jodidos, por algo no habían ligado ni una amonestación en cinco años— y también buenos alumnos. Protestamos, movilizamos a nuestros padres, pero fue inútil. Y terminamos aceptando la decisión arbitraria, simplemente porque el rector reunía un poder omnímodo contra el cual la democracia que encarnaba el resto de la comunidad educativa —la totalidad de los padres y de los alumnos— nada podía hacer. Todavía recuerdo la expresión de aquel de los tres que era mi amigo, despidiéndonos al pie del micro con que partíamos al viaje de fin de ciclo del que había sido marginado. A veces pienso que muchas de las cosas que hago todavía hoy remiten a mi impotencia de entonces, a mi deseo de no ser nunca más cómplice de una injusticia, a mi necesidad de no volver a sentir que no hice lo suficiente.

 

 

Esa es una de las razones por las cuales me alegra que mis hijos vayan a una escuela pública, donde las autoridades deben someterse al escrutinio de los principios democráticos. Otra razón es esta: el hecho de que lxs docentes de estas escuelas pertenecen a esa rara categoría de los empleados públicos en los que se puede confiar. ¿Quién de nosotros pretendería saber los verdaderos motivos por los cuales este tipo o esa tipa quieren ser concejales, diputados, jueces, fiscales, Presidentes? La respuesta debería ser: porque quieren servir a su comunidad, pero todos sabemos que es muy probable que tenga que ver con el ego, la ambición, la adicción al poder y/o la codicia. En cambio con los docentes —y en especial con aquellos que trabajan en el ámbito público— no hay mucho margen de error. Nadie se convierte en maestro o maestra en busca de notoriedad, impunidad o a la pesca de un negociado suculento. Hay algo esencialmente generoso, hasta el límite con lo utópico, en la vocación del/a docente: abrazarla es optar por dar, dar y después dar —además en tiempos como estos no se trata tan sólo de conocimientos, sino además de ofrecer comida, cobijo, reconocimiento y contención— todavía un poco más.

Yo soñaba desde que estaba en la primaria con escribir novelas de aventuras. Y cuando al fin pude hacerlo, descubrí que la circunstancia histórica me impulsaba a cambiar los escenarios exóticos por las calles de mi ciudad y a los héroes con espadas por personas comunes que practicaban otra clase de heroísmo. Cuando escribí Kamchatka —el libro con el cual aprendí a armonizar con lo que verdaderamente quería decir, como en las gradas del coro de la primaria— entendí que mis maestrxs eran lo más parecido a héroes que había conocido en la vida real. Y en aquel contexto de crisis furibunda (terminé de escribir la historia original justo antes del estallido de 2001), escribí esto que habla de entonces pero parece prefigurar esta hora por la cual atravesamos:

En otras épocas los maestros eran venerados. La gente peregrinaba desde sitios remotos para oírlos hablar, en busca de conocimientos sobre el mundo físico y las leyes de la lógica, sobre los humores del cuerpo y la esfera celeste, sobre los ciclos de la naturaleza y la historia antigua, atesorando cada una de sus palabras con el celo de quien entiende que, a diferencia de los poderes seculares, la sabiduría no se corroe con el tiempo... Otros llevaban sus enseñanzas allí donde las imaginasen requeridas, en mula, nave o carruaje, como quien lleva el don el fuego a una tierra que sólo conoce el frío.

(...) Mi país natal, Argentina, vive su Edad Media. La tierra está manejada por señores feudales, que se quedan con la parte del león y envían su diezmo a un rey distante. Las calles son el dominio de bandidos en busca del sustento que no pueden obtener de otra forma y de los soldados que dicen protegernos. Las ciudades están sucias y malolientes, y en sus rincones más oscuros anidan los gérmenes de futuras epidemias. Un ejército de menesterosos hurga las basuras, detrás de un bocado y de algún objeto que valga en el trueque. Y cientos de miles de niños comen poco y mal, creciendo frágiles, sus cerebros prematuramente cansados, mientras ven que al otro lado de las cercas se cosechan los granos que irán a dar a bocas lejanas.

En estos días pienso mucho en aquellos maestros... Eran más bien grises, pero levantaron efectivas barricadas contra la violencia del mundo exterior, que jamás traspasó los umbrales del colegio; sé por testimonios que en la misma época otras escuelas se volvieron salvajes, articulando el único lenguaje con que el poder sabía expresarse. Estoy seguro de que ninguno de aquellos maestros imagina el efecto que tuvo en mí. Pero yo sí los recuerdo y los veo en los maestros de hoy, cuyas barricadas exhiben las marcas de una arremetida más grande e insidiosa. El hecho de que sigan trabajando día tras día es una afrenta para los poderes de este mundo, que alientan la ignorancia de las mayorías porque saben que es condición de su supervivencia: nos necesitan torpes, aletargados, dóciles. Creo, de todos modos, que la principal causa por la que hoy se combate a los maestros con sueldos magros y tareas quiméricas es otra, más miserable y por eso inconfesa. Un maestro es alguien que decidió pasar su vida encendiendo en otros la chispa que encendieron en él cuando niño; devolver el bien recibido, multiplicándolo. Para los poderosos de este mundo, que de niños lo recibieron todo y ahora lo arrebatan todo, la lógica de esa decisión es obscena, un espejo en que no quieren mirarse y por eso rompen, huyendo del escándalo.

La cosa está peor que en 2001, porque el grado de descomposición social que existe hoy es inédito. (Cortesía de diez años de prédica que alentó el costado más mezquino de nuestra ciudadanía, copyright reservado por Clarín, La Nación y asociados — una factoría de mentiras que haría que Goebbels esplendiese de orgullo.) Pero cada marzo pienso que, a pesar de todo, en los meses por venir la chispa que distribuyen los y las docentes encenderá en muchos pibxs el fueguito que eventualmente los convertirá en faros; y me compadezco de estos déspotas, brutos como un balde pinchado, que están convencidos de que se salieron con la suya y no entienden que, con el comienzo de un nuevo año escolar, se acaba de abrir otra temporada de milagros.

 

 

 

 

 

 

 

 

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