EL DERECHO A UN RESPIRADOR

Una pregunta que preocupa tanto a médicos como a posibles pacientes

 

Una pregunta ética se extiende con preocupación en el ámbito de los profesionales de la salud, en particular entre quienes trabajan en Unidades de Cuidados Intensivos, y también entre la población en general, en el actual contexto de la pandemia por coronavirus. La pregunta es: ¿qué hacer, si en un hospital, ciudad o provincia, o en todo el país, en una semana dada en la evolución de la epidemia, hay más pacientes con insuficiencia respiratoria severa que requieren asistencia respiratoria mecánica (ARM) que el número de camas con ARM disponibles? ¿A qué pacientes se debe asignar los respiradores disponibles?

Esta situación ya ha ocurrido en Italia y en España con fuertes críticas al manejo de la situación, y ahora está pasando en Nueva York, donde el gobernador Andrew Cuomo declaró que la guerra de licitación de los 50 estados por comprar respiradores, sin una centralización nacional, era como estar ofertando en eBay. Mucho peor es el horror en Guayaquil, donde todos los recursos sanitarios son escasos y no hay camas hospitalarias comunes para internar pacientes ni ambulancias suficientes para recoger y trasladar los muertos. El gobierno argentino tiene conciencia de estos dramas y trabaja con amplia participación de expertos y una firme voluntad política para que esta emergencia sanitaria no llegue, procurando moderar con diversas medidas el aumento de la población infectada, en especial de los grupos más vulnerables, para que haya menos personas que padezcan cuadros respiratorios graves y así no se desborde la capacidad de respuesta del sistema de salud. Pero el fantasma y su amenaza siguen presentes y obligan a pensar respuestas racionales y éticamente justificadas por procedimientos democráticos e imparciales, para los criterios que han de guiar las decisiones en esa situación límite.

 

 

 

 

La complejidad de los hechos

 

Hay distintos niveles sanitarios, políticos y sociales que se relacionan con el disponer o no de un número suficiente de respiradores frente a la epidemia. Pero aquí me enfocaré en los dilemas éticos del profesional de salud que debe decidir, con una carga moral abrumadora sobre su conciencia, a qué pacientes asignarles un soporte vital cuando no tiene suficientes recursos para todos los que lo necesitan. Me interesa especialmente debatir sobre los fundamentos de los criterios a aplicar en estos casos y sobre la autoridad que legitime esos criterios para tomar decisiones de vida o muerte de las personas.

La ARM se indica, principalmente, para los pacientes con insuficiencia respiratoria aguda grave (IRAG). La enfermedad por coronavirus (Covid-19) causa, en un 1-3% de los pacientes infectados, esos cuadros. Pero hay otras enfermedades que también causan IRAG y hay pacientes que pueden entrar en IRAG sin tener todavía confirmación de su test. Hay pacientes con otras enfermedades que también puedan producirles insuficiencia respiratoria, y que si se infectan de coronavirus tendrán más de una causa posible de IRAG. Los casos clínicos son muy distintos aún con las semejanzas que puedan tener entre unos y otros. Son tan distintos como cada persona lo es. La atención clínica es individualizada.

Un estudio de 36 pacientes ingresados en unidades de cuidados intensivos (UCI) por complicaciones como distrés respiratorio agudo (DRA), una de las formas más graves de IRAG, entre 138 pacientes con neumonía por Covid-19 en el mes de enero en Wuhan (China), mostró que la media de edad de los pacientes ingresados a UCI era de 66 años a diferencia de los pacientes con neumonía no ingresados en UCI, que era de 51 años. Desde enero, comienzo de la epidemia, hasta ahora, la edad de los mayores se ha confirmado  como un factor de riesgo para la necesidad de recibir un respirador así como para la mortalidad de los pacientes. La potencia de este dato predictivo para un caso particular es, sin embargo, muy limitada por un amplio número de variables concurrentes al momento de pronosticar su probabilidad de sobrevida.

El paciente propio de las terapias intensivas es el paciente crítico, definido como aquel que tiene una amenaza de muerte que por tener alguna chance de que sea transitoria es potencialmente reversible. Las UCI manejan instrumentos que miden la gravedad de sus pacientes en orden a cuán posible sea el que su cuadro sea transitorio y pueda revertirse. Uno de esos instrumentos se llama  APACHE II (Acute Physiology And CHronic Health Evaluation), en el que la edad igual o mayor a 65 años no suma más de 10% de puntaje negativo en la mortalidad aproximada  de la población general en UCI. Cabe preguntarse entonces, en el caso de Covid-19, qué porcentaje habrá de jugar la edad ante las otras doce variables de pruebas y análisis que se evalúan. Y si bien el instrumento contempla corregir la mortalidad aproximada resultante según el diagnóstico al momento del ingreso a UCI, la pregunta es: ¿cuánto corregiremos el total resultante de todas las otras variables cuando este diagnóstico sea Covid-19? ¿Será una corrección comparable a la de un traumatismo craneoencefálico, un embolismo pulmonar o un shock séptico, entre otros diagnósticos posibles?

 

 

 

 

 

 

 

¿Quién decide si soy útil socialmente?

En distintos países han comenzado a aparecer algunos documentos que procuran dar respuesta a la  asignación de cuidados intensivos y ARM, cuando los respiradores y otros recursos son escasos. En España, la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC) publicó “Recomendaciones éticas para la toma de decisiones en la situación excepcional de crisis por pandemia Covid-19 en las unidades de cuidados intensivos” (21-03-2020).

Hay algunos puntos rescatables en el documento, como cuando dice: “Los pacientes a quienes se les apliquen estos criterios deben recibir información sobre lo extraordinario de la situación, así como de las medidas adoptadas, tanto por obligación deontológica como por deber de transparencia y del mantenimiento de la confianza en el sistema sanitario”. Nos recuerda nuestra obligación de respeto de la ley de Derechos del Paciente. Es un punto central en orden a la imparcialidad de las decisiones. Pero la concepción general del documento es confusa, a veces contradictoria y hasta rechazable; por lo que poco hace para llevar claridad responsable que ayude a los profesionales con el peso de sus decisiones.

Se enuncia un “Principio coste/oportunidad”, diciendo: “Tener en cuenta que admitir un ingreso puede implicar denegar otro ingreso a otra persona que puede beneficiarse más. Evitar el criterio ‘primero en llegar, primero en ingresar’”. Una redundancia, porque de esto trata el dilema. Se utiliza el concepto de “triage”, esto es, la clasificación de todos los enfermos en cuatro grupos que nos indicarían la gravedad y por tanto el orden de prioridades en la asignación de los recursos, pero la definición técnica de esos grupos es tan conocida por cualquier médico intensivista que no aporta ninguna diferencia ética. De hecho, y en sentido estricto, nuestro dilema lo tenemos con el grupo 1 de prioridad que es el que necesita respirador, de modo que el supuesto triage no tiene utilidad alguna. Por eso es que lo que sigue es una retórica inconducente.

Se habla de privilegiar la “mayor esperanza de vida”, pero de lo que se trata, precisamente, es de decir cómo la definimos, si con el APACHE corregido con otros scores o cómo, y sobre todo, quién es la autoridad responsable que determinará “el nivel de corte” entre aquellos cuya esperanza de vida se presuma no alcance el valor suficiente para que le sea atribuido un respirador. Se dice también: “Siempre debe existir un beneficio grande esperable y reversibilidad”. Pero este es un concepto de toda terapia intensiva ante cualquier enfermedad. Otro supuesto igualmente vago, es el afirmar que “un criterio de racionamiento es justificable cuando se han empleado ya todos los esfuerzos de planificación y de asignación de recursos”. Pero la pregunta es: ¿cuáles han de ser esos esfuerzos? Se habla también de “principio de justicia distributiva”, pero las decisiones quedan libradas al criterio del profesional de salud.

Lo más criticable de un documento preparado por una sociedad científica, además de no ayudar al esclarecimiento de los graves dilemas éticos que enfrentan los profesionales de terapia intensiva, es cuando sostiene que se deben “aplicar criterios estrictos de ingreso en UCI basados en maximizar el beneficio del bien común". “Tener en cuenta el valor social de la persona enferma" y que “cualquier paciente con deterioro cognitivo, por demencia u otras enfermedades degenerativas, no sería subsidiario de ventilación mecánica invasiva”. No sólo hay que rechazar la discriminación y violación de derechos fundamentales de las personas que esto supondría, sino también preguntar qué autoridad tiene una sociedad científica para establecer criterios de justicia que no forman parte de sus atribuciones.

 

 

 

La comunidad es la vida que respiro

 

 

El problema de la justicia imparcial en la asignación de recursos de sostén vital escasos es que las decisiones de vida o muerte en una epidemia han de tener el nivel social más alto de participación y acuerdo público, porque exceden la responsabilidad médica. No es ético que los profesionales de la salud hagan justicia social. Y tampoco es ético cargarles a ellos con esa responsabilidad. La autoridad del médico para no brindar tratamiento se limita a las situaciones de futilidad absoluta, esto es, aquellos pacientes en que toda medida no logrará revertir la proximidad de la muerte. Pero en terapia intensiva se tratan enfermos críticos, que tienen una amenaza de muerte potencialmente reversible aplicando medidas de sostén vital, entre ellas ARM. De modo tal que un paciente crítico es por definición aquel en quien la futilidad de los tratamientos es relativa y por tanto no puede eliminarse la subjetividad en esas decisiones. Y si bien en las UCI se establecen escalas de gravedad de esa amenaza, la suspensión o retiro de sostén vital, aún en los casos éticamente más justificables como lo son aquellos en que la posibilidad de que el paciente pueda salir alguna vez de la UCI es muy remota, se acuerdan con el paciente cuando esto es posible o con la familia. Es decir, la legitimación no reside exclusivamente en el médico. De no ser estos los casos, las decisiones de vida o muerte deben establecerse por criterios fundados, universales y explícitos de autoridad pública competente como lo es el INCUCAI para la asignación de órganos para trasplante, porque de ese modo es cómo, al universalizarse el criterio, se neutraliza la arbitrariedad del que decide. Y en una pandemia, esa autoridad debe ser nacional como lo es el Ministerio de Salud, porque no es admisible que en lo público y lo privado, o entre una y otra provincia, se apliquen distintos criterios.

En ese sentido, el Comité de Bioética de España, en su “Informe sobre los aspectos bioéticos de la priorización de recursos sanitarios en el contexto de la crisis del coronavirus” (25-03-2020) afirmó: “Habrá que adoptar unos criterios en la asignación de recursos que sean comunes para todos los españoles, de modo que no se produzcan graves inequidades asistenciales entre unos y otros. Para ello instamos al gobierno español a crear con prontitud una comisión que apruebe esos criterios, integrado por expertos que puedan aportar las perspectivas científica, clínica y bioética. (…) Cualquier criterio que se adopte deberá basarse en el pleno respeto a la dignidad de la persona, la equidad y la protección frente a la vulnerabilidad”.

Y el prestigioso centro de bioética The Hastings Center de Nueva York, en su documento “Ethical Framework for Health Care Institutions Responding to Novel Coronavirus SARS-CoV-2 (COVID-19). (16-03-2020), ya había propuesto guías para ayudar a los comités de ética de los hospitales en las consultas y apoyo a los profesionales de salud por la pandemia: “La ética en salud pública nos guía en el balance entre las necesidades de los individuos y aquellas del grupo”.

 

 

 

 

 

Nuestro gobierno viene tomando decisiones políticas éticamente fundadas para planificar y cuidar a las personas frente a la epidemia. Pero la Argentina se enfrenta no sólo a la posible escasez de recursos sanitarios materiales, sino a la falta de un organismo nacional capaz de deliberar, asesorar y establecer guías éticas generales para profesionales de salud y para tantos comités de ética que debieran ayudar en decisiones en salud como la eventual asignación de camas escasas de cuidados intensivos. Esto ayudaría a garantizar el derecho a la salud en condiciones de imparcialidad y equidad. Cuando Eduardo Luis Duhalde fue Secretario de Derechos Humanos (2003-2012) se avanzó notablemente hacia ese organismo, pero su muerte frustró ese empeño. El desafío de su creación es hoy más acuciante que nunca.

 

 

 

 

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