Teñirse de rubio

Los vanos esfuerzos por seducir a una audiencia que detesta al peronismo

Nino Manfredi con barniz suizo, en Pan y chocolate.

 

En 1974 se estrenó Pan y chocolate (Pane e cioccolata) de Franco Brusati, una maravillosa commedia all‘italiana con Nino Manfredi y Anna Karina. Manfredi, coguionista de la película, interpreta a Nino Garofalo, un inmigrante italiano que trabaja como camarero en Suiza. Luego de violar las estrictas normas de convivencia urbana al mear en la calle, Nino pierde su permiso de trabajo, aunque decide seguir como clandestino antes que volver derrotado a su país. Conoce entonces a una inmigrante griega (Elena, interpretada por Anna Karina), también ilegal, quien vive con su hijo y –como ocurre hoy con miles de residentes extranjeros en Estados Unidos– convive con el miedo permanente a ser deportada.

Nino es lo que en alemán se llama Gastarbeiter, es decir, un “trabajador invitado”, una modalidad implementada en la Alemania de posguerra para compensar la falta de mano de obra local para empleos poco calificados en sectores como minería o construcción. En 1955, Alemania firmó el primer acuerdo de contratación de trabajadores con Italia. Posteriormente firmaría otros con Grecia, Turquía, Portugal y España. El objetivo no era que esos trabajadores se quedaran en Alemania (como tampoco lo era en Suiza), pero su ingreso creciente al país (a principios de 1970, los Gastarbeiter eran ya más del 10% de la población activa de Alemania) tornó discutible esa restricción inicial. La gente, al fin y al cabo, siempre busca vivir mejor.

Nino pierde sus ahorros a manos de un industrial italiano de buena voluntad, pero con escasa habilidad financiera, y pese al apoyo de Elena no logra mejorar su suerte. Se ve obligado a encontrar refugio en una especie de gallinero, donde vive y trabaja un grupo de napolitanos clandestinos. Desde ahí ve a unos jóvenes suizos bañarse en el río. El contraste entre los rubios ciudadanos integrados y los morochos precarios y excluidos no puede ser más cruel. Nino decide entonces transformarse en uno de ellos. Se tiñe el pelo, se viste bien y va a un café a disfrutar de su nueva condición. Pero su reciente barniz suizo no resiste la pasión que le genera, desde un televisor encendido, la selección italiana de fútbol. Al principio logra contenerse con alguna dificultad e interpretar el papel de local, pero cuando “gli Azzurri” marcan, grita el gol del mediocampista Fabio Capello, confesando con pasión ya indisimulable su verdadera condición. Al final, es apresado y deportado. Rechaza el ofrecimiento de ayuda de Elena: la posibilidad de un permiso de trabajo. Vuelve a Italia, junto a otros Gastarbeiter.

 

 

Nino no pudo, o tal vez no quiso, hablar la lengua de ellos, los integrados. Eligió, justo cuando parecía poder lograr lo contrario, ser lo que finalmente era.

Desde que CFK terminó su segundo mandato como Presidenta y, con mayor ímpetu, desde el final del gobierno de Alberto Fernández, asistimos a una tendencia desde este lado de la grieta que recuerda el esfuerzo capilar de Nino por ser aceptado entre los integrados y hablar su lengua. Esa aceptación se lograría señalando que no todo el kirchnerismo –o no todo el campo nacional y popular, para ser aún más amplios– comulga con lo que podríamos definir como el gallinero del núcleo duro, para retomar la imagen de la película de Brusati. Un ámbito que se quedó en el tiempo, cuyos simpatizantes no perciben las grandes transformaciones ocurridas en las últimas décadas y cuya condición inexorable sería vano negar.

Así, escuchamos, por ejemplo, que el kirchnerismo “debe reconciliarse con el sistema financiero”. Esa afirmación es una sinécdoque, un truco retórico que utiliza una parte de algo para referirse al todo. En este caso, consiste en tomar una componente menor –la especulación financiera (la famosa timba)– y transformarla en todo. En realidad, los gobiernos kirchneristas nunca se enemistaron con el sistema financiero; al contrario, siempre buscaron soluciones creativas a los imperativos financieros. En 2009, en plena crisis de las hipotecas subprime, el gobierno de CFK otorgó un préstamo de setenta millones de dólares a la filial argentina de General Motors a través de la ANSES, para evitar la quiebra y sostener la producción y el empleo. Unos años después, en 2014, el mismo gobierno firmó un acuerdo de financiamiento con bancos de China por casi 5.000 millones de dólares para la construcción de las represas hidroeléctricas Néstor Kirchner y Jorge Cepernic en Santa Cruz. El préstamo sería devuelto con los propios recursos generados por las represas, una vez que se pusieran en marcha. Lo que los gobiernos kirchneristas rechazaron con ahínco fue la especulación, no las inversiones en la economía real.

Otra de las afirmaciones “teñidas de rubio” señala la importancia del equilibrio fiscal, convertido en un objetivo en sí mismo. En verdad, el déficit fiscal, al igual que el superávit, es sólo un instrumento financiero más, que forma parte de la caja de herramientas con la que cada gobierno enfrenta la dura tarea de gobernar y transformar su programa en realidad. Un instrumento no puede ser un objetivo en sí mismo. De hecho, ninguno de los países en los que promete convertirnos el Presidente de los Pies de Ninfa si tan solo le damos tres o cuatro décadas de gobiernos ininterrumpidos tiene sus cuentas fiscales equilibradas. Los objetivos deben ser que las jubilaciones sean dignas; que los sueldos alcancen para llegar a fin de mes, para irse de vacaciones, salir a cenar una pizza con la familia o comprarles zapatillas a los chicos; que los remedios lleguen a quienes los necesitan; impulsar nuestra industria y nuestra ciencia y tecnología; que los alimentos sean asequibles para todos; que la vivienda sea un derecho; lograr, al fin y al cabo, el crecimiento con inclusión. Los instrumentos son sólo eso, instrumentos. Como lo fueron tanto el préstamo a la General Motors, que permitió mantener la producción y el empleo; como el acuerdo con China para financiar grandes obras de infraestructura, luego frenadas por los gobiernos posteriores.

Además, es contradictorio señalar como un acierto la política sanitaria del gobierno de Alberto Fernández, obviando que para lograrla tuvo que incrementar el déficit (como hicieron todos los países del mundo). ¿Hubiéramos aceptado que no lleguen las vacunas o que no se impulse una medida fundamental como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) con la excusa de preservar el equilibrio fiscal? Claro que no, de la misma forma que consideramos inaceptable que el gobierno de la motosierra financie el supuesto superávit con jubilaciones de miseria, desfinanciamiento de la salud pública, sueldos por el piso y freno a la obra pública.

Por otro lado, la letanía del equilibrio fiscal como fin en sí mismo suele venir acompañada de la crítica a los subsidios energéticos por ser “subsidios a los ricos”. Es un extraño subsidio que los ricos nunca defienden. Eliminarlos como si fueran un simple gasto, omite el impulso benéfico que ese ingreso indirecto lleva tanto a los hogares como a las industrias. El dilema moral que nos genera un rico nadando en su pileta calefaccionada con energía subsidiada por el IVA que pagan los más pobres tiene una solución sencilla: aumentarle los impuestos al nivel que pagan los ricos en esos países que nuestra derecha –hoy extrema derecha– considera serios. Que nuestros millonarios sigan calentando su pileta con energía barata (al fin y al cabo, no tienen más de una pileta por casa) y, a la vez, que incrementen su cuotaparte fiscal. Todos saldríamos ganando.

El discurso “teñido de rubio” también señala que el kirchnerismo “se pasó tres pueblos” en iniciativas alejadas de los verdaderos reclamos de la gente o de la propia tradición del peronismo. La derrota del 2023 se explicaría por el DNI no binario, el lenguaje inclusivo o la Interrupción Voluntaria del Embarazo, es decir, una de las ampliaciones de derechos más notables del gobierno de Alberto Fernández. Subyace la idea de volver hacia un discurso más tradicional, que nos lleve hacia un pasado al parecer virtuoso y, sobre todo, electoralmente exitoso. Es una versión tan falsa como derrotista, al considerar que la sociedad piensa de determinada forma y no hay nada que un espacio político pueda hacer para impulsar los cambios que considera benéficos. Al contrario, el kirchnerismo brilló cada vez que impulsó proyectos que no parecían formar parte de las urgencias ciudadanas (o, al menos, de las urgencias ciudadanas que señalaban las tapas de los diarios). Ocurrió con los juicios por crímenes de lesa humanidad, con la AUH, el matrimonio igualitario o la expropiación de YPF, que permitió el control de Vaca Muerta. Además, la crítica de un kirchnerismo alejado de la tradición peronista enfocada únicamente en derechos laborales o mejoras salariales, omite las grandes ampliaciones de derechos sociales de la tradición justicialista, como la patria potestad compartida, el sufragio femenino o el divorcio vincular.

Por último, “teñirse de rubio” y hablar la lengua de los de enfrente busca seducir a una audiencia que detesta al peronismo, aun en su versión helvética, y, a la vez, deja a la intemperie a las grandes mayorías en nombre de cuestiones instrumentales. En un momento en el que nuestra derecha –hoy extrema derecha– celebra a asesinos del siglo pasado como Ramón L. Falcón o Alberto Villar, es bueno recordar los objetivos virtuosos establecidos por un obstinado líder popular de ese siglo: “La felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación.”

El resto es instrumental.

 

 

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