Teoría política de los colores

Una lectura del proceso de desestabilización continental y su escala argentina

A Comuna

Los colores de la bandera son un signo de continuidad de las manifestaciones de la derecha movilizada en distintos puntos del país. A esas manifestaciones las llamaremos movimiento, pues retoma muchas de las formas de una serie de desestabilizaciones: de Milosevic en la ex Yugoeslavia (2000), de la revolución de las rosas en Georgia (2003), la revolución naranja en Ucrania (2004), la del cedro en Líbano (2005), de los tulipanes en Kirguistán (2005). Los colores son un signo central de esos fenómenos golpistas y de desestabilización que nos explica Andrew Korybko en Guerras híbridas, de las revoluciones de colores a los golpes (2015). Este texto baraja varias categorías conceptuales –revoluciones de colores, guerras híbridas, de cuarta generación, no convencionales, golpes suaves– que son de utilidad para pensar el clima de desestabilización activo en la Argentina. Una de sus tesis es que “cualquier movimiento de revolución de colores debe ser  [...] colocado bajo la sospecha de ser una operación de la CIA, así como cualquier guerra no convencional que apoya los intereses de Estados Unidos” (Korybko, 38).

En la Argentina la tendencia del movimiento se repite y va en alza. Esos colores de la bandera se constituyen en identidad visual reconocible, que le otorga volumen a la movilización y unidad por más que las manifestaciones del movimiento sean distantes entre ellas. Esa identidad visual puede replicarse incluso sin participar de la manifestación colectiva. El movimiento está donde están esos colores. Basta con colgar la bandera de una mochila a la misma hora en que se manifiesta el movimiento en las calles, de la ventanilla de un taxi, de un balcón o del changuito del supermercado.

Esa identidad visual que simboliza la unidad del movimiento se agita en “defensa” de un supuesto “ataque” perpetrado por el gobierno nacional, que estaría arremetiendo en contra de los intereses del propio movimiento a través de sus decisiones: Vicentin, la reforma judicial, el impuesto a las grandes fortunas, el decreto que estableció como esenciales los servicios de internet, cable y telefonía móvil, las restricciones al mercado de cambios, la devolución de autores del lawfare como Bruglia, Bertuzzi y Castelli de la Cámara Federal (donde fueron ubicados inconstitucionalmente por el macrismo) a sus respectivos tribunales, por decisión del Consejo de la Magistratura, el Senado, el Ejecutivo, la Cámara de Casación, la Cámara Federal, además de jueces y fiscales en lo contencioso administrativo. Pero el martes pasado la Corte Suprema suspendió el regreso de los jueces rebeldes.

Actualmente hay dos países de signo potencial emancipador en nuestro continente: la Argentina y México. Y la condición de estratégicamente localizada transforma a la Argentina en un objetivo valioso para la derecha social y política que a sus características mafiosas ahora agregó el guión de desestabilización propio del movimiento que se recorta sobre las revoluciones de colores.

Las acciones del movimiento se dan sobre el escenario de la pandemia, el factor central que opera sobre la esfera política y vital, y que colabora al clima de caos existente. Las revoluciones de colores adaptan “su mensaje para crear su propio ‘virus’ personalizado para conquistar nuevos adeptos. El virus ‘contamina’ a los individuos trabajando para modificar su sentimiento político, y la idea es que, una vez que encuentre una ‘víctima’, ese individuo entonces ‘dispersará’ activamente sus ideas a otras personas, causando una ‘epidemia política’” (Korybko, 17). El movimiento no tuvo siquiera que hacer el esfuerzo imaginativo de inventar un virus porque la pandemia se lo facilitó. Al alterar el propio sentido de la vida, ha afectado también los equilibrios y los lenguajes de la movilización. Las fuerzas progresistas y de izquierda, respetuosas de la vida en común y de las justas políticas sanitarias del gobierno nacional (ahora lamentablemente flexibilizadas), se han alejado de ese lugar de sacralidad para la movilización popular y la calle ha sido copada por el movimiento. La libertad que éste flamea es aquella individual, pero también es un signo trastocado puesto que en la lengua del movimiento pasa a significar coerción. Y en esa libertad contrabandeada como coerción está el núcleo del individualismo. Uno de los objetivos de la revolución de colores es el individuo. Las subjetividades embanderadas por ahora profundizan divisiones dentro de la sociedad, amplifican la posibilidad muy real del contagio y promocionan formas del caos.

En los actos que organiza el movimiento participan exponentes de JxC — Juntos por el Caos, como Patricia Bullrich. Esos sujetos administran el caos o en todo caso lo transfieren cual correas de transmisión hacia las redes sociales, los medios, las editoriales, el Congreso. Sobre éste hay una gran presión pues JxC está tratando de crear la idea de un Parlamento en estado de parálisis. Desde otros sectores del arco político también se agita el clima de caos y desestabilización. El ex senador Duhalde, Ernesto Sanz, Berni, Lanata, Milei, Morales Solá, amplificadores del caos que agita el movimiento en la calle y sus cuadros en las instituciones. La intervención mediática y (des)informativa de Clarín, La Nación, varios canales de televisión, a las que se le adosan las operaciones en las plataformas sociales, se convierten en herramientas que le otorgan mayor volumen al movimiento, porque pueden confluir en una acción conjunta aunque estén ubicados en geografías distintas. La agitación social que así provocan procura moldear las percepciones de ciertos sectores de la sociedad con vistas a crear desacuerdo en contra del gobierno y a mediano plazo provocar un cambio de dirección política en el país.

La presencia del movimiento en la calle apunta a modificar las relaciones sociales y políticas de poder, a crear un clima de desestabilización, y su efecto acumulativo tiende a expandir ese mismo clima hacia zonas cada vez más amplias de la sociedad. Las plataformas sociales en general sirven para organizar protestas (a gran escala) y realizar operaciones de influencia ideológica más que notables. El video que está a continuación configura una operación psico-ideológica que tiene la finalidad –nada ingenua– de construir enemigos sociales, que en tanto colectivos integran el Frente de Todxs, y que deben de ser muertos.

 

 

 

 

El videíto nos hace mirar “a través de los ojos” del policía. O sea que la ideología que contrabandea es la del policía que se trepa a un Falcon (símbolo desaparecedor de la dictadura última). Además, se alía con militares y salen a matar a peronistas, socialistas, comunistas, militantes K. El video condensa una ideología de la muerte y la desaparición pero también algo más. Es una suerte de soporte ficcional del movimiento y en tanto tal condensa otra cosa: “La ideología tradicional que moviliza a todas las revoluciones de colores es la democracia liberal, y ella busca ‘liberar’ a los Estados de gobiernos vistos como antidemocrático-liberales (es decir, no occidentales)” (Korybko, 58). De eso se desprende el énfasis del movimiento a la hora de percutir la palabra libertad y la reaparición de los motes comunista/socialista/K/izquierdistas como forma de agravio relacionados con el gobierno nacional. La primera sirve para agitar la defensa de la democracia liberal como si el gobierno del Frente de Todxs no la encarnara; los motes en cambio tratan de separar al gobierno de la cultura occidental y acercarlo al peligro chino, a la experiencia cubana, a la venezuelización o a la bolivianización de la Argentina.

Las revoluciones de colores tienen también un entramado institucional, que se manifiesta a través de la instalación de ONGs y distintas fundaciones. En Juntos por el Caos el actor que sigue ese rubro es el ex Presidente Macrì, ahora presidente de la fundación de la FIFA. En ese puesto fue designado a dedo por Gianni Infantino, dirigente deportivo italiano, naturalizado suizo, y cuyo padre es originario de Reggio Calabria, la misma provincia de donde proviene la familia Macrì (T. Kistner, FIFA Mafia, la historia criminal de la organización deportiva más grande del mundo, 2015). Además de la FIFA, Macrì está vinculado con otra fundación: la CEPLA (Cambiar es Posible en Latinoamérica). Ese salto de fundación en fundación es la expresión descarnada de una internacional de las derechas. Esas plataformas tienen el objetivo de difusión de ideas a nivel internacional, el de recaudación de fondos para hacer política y de recibir entrenamiento sobre formas posibles de desestabilización y caos.

El objetivo del movimiento, de las fuerzas concomitantes y de los actores políticos que lo integran es derribar –en algún momento– a un gobierno democrático-popular con vistas a tomar el poder y a yugular todo signo de liderazgos populares. En la Argentina el clima de desestabilización implica, paradójicamente un golpe sin golpe. No es que se trate de un golpe sin sujeto. Ese sujeto amenaza pero sin llegar a las últimas consecuencias, porque nos encontramos en la etapa de los colores. Pero a toda revolución de colores, si seguimos a Korybko, le sigue una guerra no convencional, que puede incluir situaciones de guerrilla, insurrecciones, sabotajes –esto es más que visible en Venezuela y ha sido efectivo en Bolivia– y también insubordinaciones policiales. Es en este sentido que debería ser leída la insubordinación de la Bonaerense. Si bien maquillada de reclamos gremiales, se aproximó menos a un desacato que a una amenaza a las autoridades, puesto que esa fuerza rodeó la Quinta de Olivos agitando los colores de la bandera acompañándolos de un arma reglamentaria. Se trató de una insubordinación contra la residencia presidencial que hoy funciona virtualmente como casa de gobierno. Además, le otorgó al movimiento un matiz clasista y juvenil. Con esa escena el movimiento aumentó su grado de diversidad y potencial de amenaza.

 

 

 

 

En nuestra América ya hemos asistido a cinco golpes de Estado, desde Haití hasta Bolivia. La serie que va de la negritud haitiana al indigenismo boliviano nos enseña que las tecnologías destituyentes en nuestro continente son progresivas y cada nueva etapa sofistica la anterior. El gobierno nacional y el campo popular no deberían minimizar esas experiencias recientes ni cobijarse en la eventual fortaleza de la democracia argentina y de sus instituciones. La disputa por la hegemonía mundial hace de América Latina un espacio codiciado y de la Argentina un lugar más codiciado aún, pese al estado de crisis pandémica y económica por la gravedad de la deuda. Es muy posible que el caos provocado por el movimiento fuerce una (otra) escena de cambio. Frente al movimiento y al clima de desestabilización el gobierno ha decidido responder con gestión, pero esta es una reacción insuficiente. El nervio de la gestión se vería fortalecido con una alianza entre el Estado, los movimientos sociales y las organizaciones gremiales: populares, clasistas, territoriales. Tal vez sea preciso soldar ese vínculo en defensa de la Argentina, con el objetivo de sostener la vida popular. El gobierno –no solo el Presidente– debería elaborar un discurso de crisis –un nuevo pacto discursivo capaz de explicar con precisión el momento sobre el cual estamos ubicados– para evocar apoyos mayoritarios; crisis legada al pueblo argentino por la mafia macrista y que es la mayor astucia del gobierno cambiemita. A la ley de aglomeración del movimiento, el 17 de octubre deberíamos ser capaces de contraponer nuestra ley de aglomeración: rápida, esquinera, movilizadora, mutante, colectiva. Que sitúe una chispa para la reactivación de la vida popular.

 

 

 

 

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